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Días de luto y crueldad:
sobre «La aridez y las piedras» de Verónica Jiménez
Garceta Ediciones, 2016. 68 págs.

Por Kurt Folch
Publicado en Letras en Línea, 10 de agosto de 2017




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Los poemarios anteriores de Verónica Jiménez — Islas flotantes  (1998),  Palabras hexagonales  (2002), y  Nada tiene que ver el amor con el amor (antología del 2011 que incluye inéditos)— tienen continuidad con este nuevo volumen (Garceta, 2016). Cada libro ahonda las vetas que marcan su poesía desde antes de comenzar a publicar: el poema, el hombre común, el amor, la muerte, y los ritos. La melancolía que surge entre memoria y muerte tiene su antídoto en un extraño escepticismo que mezcla la aceptación de la realidad tal cual es con un lenguaje lleno de referencias a la cultura religiosa popular que muchas veces roza con lo inexplicable. Porque el lenguaje de la fe, o el de la esperanza, parece posible solo como resabio de una emoción arcaica que ya no podemos interpretar de manera efectiva. Así, el título de esta colección, por ser el último, opera también como imagen que sintetiza el trabajo de Jiménez.

“¿Qué puede hacer uno ante una mujer genial?”, se pregunta Patricio Marchant a propósito de Gabriela Mistral; puede parecer pretencioso hacer la misma pregunta, sin embargo, desde una óptica particular es válida. Hace años que somos amigos con Verónica. Nos conocimos en el taller Códices, del poeta Andrés Morales. Allí había una especie de competencia por contarse entre sus amigos. No se trataba de su inteligencia y sencillez; también reconocíamos, sobre todo, la calidad de su poesía que superaba casi cualquier cosa que uno intentara. Jiménez era una poeta ya formada y la poesía un asunto serio acerca de cuestiones elementales que definen la dignidad paradójica del ser humano. En la condensación de sus imágenes se pueden reconocer sus influencias como mar de fondo, o lecho de piedra, que resiste la presión de la necesidad de decir ante el silencio. Si se ha de decir, que tal acto valga la pena. De tal voluntad surgen estos poemas: metamorfosis de la palabra y proyección de su sombra. Entonces, ¿qué puede uno comprender?

En  La aridez y las piedras el sueño media entre el amor (la vida) y la muerte, pero el sueño ante la descomposición de la vida espiritual no hace más que confirmar la incapacidad de interpretar y comprender. El poema (sin título) que introduce los tres capítulos del libro (“Campanas de nieve”, “Tierra ajena”, y “Reino del frío”), presenta algunas claves de lectura: “Acércanos la antorcha que dejaste/ al borde del camino. // Di tú/ si cuando el viento gira en espiral/ y se seca el aire en las habitaciones/ es cierto/ que una sola nota queda resonando/ y reconocemos así la llamada // como si escucháramos una campana de nieve”. El tono oracular de la interpelación despliega una serie de enigmas: ¿Quién es el sujeto que habla? ¿A quién le habla? ¿Cómo interpretar esa pregunta? Aunque podemos seguir distintas posibilidades, más adelante nos enteramos que, con toda seguridad, es precisamente el sueño uno de los interpelados: “Sabemos dónde naces, sueño/ por eso hemos de mirar hacia atrás/ para recoger la antorcha que dejaste/ camino de las pedrerías”. El sueño que podría mediar con nuestros muertos ha dejado su antorcha en alguna parte, distraído por “las pedrerías”.

Esta es una antigua idea de la poética: el mal como un estado de distracción, memoria sin hondura, contaminando nuestra vida subjetiva. De esta manera, la fe, por ejemplo, se transforma en un dialecto de la superstición. La religión (su lenguaje ritual), junto al sueño, expresa la necesidad de nombrar lo que resulta imposible: el roce con las orillas de otro mundo: “En mis sueños arden charcos/ y busco en ese barro otras llamas”; “Ese era mi sueño”. Y no dar cuenta de ese sueño tiene un precio que el poeta descubre como extrañeza de sí: “Conté un mal sueño antes del mediodía: un higo partido era mi cuerpo y mostraba sus semillas”. El sueño del presente parece rarificado, oscurecido encapsulado en un misterio absurdo. A la poeta esto le importa, y por eso une sueño, lenguaje (memoria), y muerte; describe los flujos, por ejemplo, que corren entre la palabra y la cosa; el mundo intermedio que es el revés de otra cosa, fuera del tiempo donde el pensamiento alcanza el punto de la intuición.

Somos introducidos a la muerte desde el comienzo, a través del recuerdo del abuelo que “[...] esculpía lápidas” y que, dice Jiménez, “entraba serio y callado en la antesala de la muerte, premunido de un punzón con el que habría tajos sobre piedras y granitos”. La poeta es nieta de una especie de escriba o escribano de la muerte, y la muerte nunca le pareció extraña: “Siempre pensé que moriría en la infancia”; “No le temía los muertos”; ya que “[...] la muerte no es más que un horizonte. Y ese horizonte es el camino que transitan los difuntos buscando un lenguaje que los guíe en la oscuridad”, porque “No es el aire la casa de tu sepultura”; “No es el agua la casa de tu sepultura”; “No es el fuego la casa de tu sepultura”. La nieta-poeta entonces es el lenguaje que a su vez es “la casa de tu sepultura”; es decir: el poema que los invoca, que da voz desde el silencio/oscuridad.

Existe sintonía entre la forma que Jiménez trata a la muerte y la manera en que John Berger la visualiza en  Doce tesis sobre la economía de los muertos. Según el escritor inglés la muerte es un anillo en cuyo centro (espacio y tiempo) habitan los vivos. Preguntarnos por esa frontera obliga a volver a la diferencia irreconciliable entre el tiempo biológico y el de la consciencia. Todas las religiones, dice Berger, han tratado de aclarar esa diferencia y los intercambios entre ese centro y el anillo de muerte que lo rodea. Las religiones se han desgastado más que la imagen poética para mediar entre esos dos mundos. Como metáfora/imagen  La aridez y las piedras  son las dimensiones (tiempo/espacio) en las que los vivos inscriben las marcas de su existencia. Allí se ubica la nieta del tallador de lápidas consciente de estar en el centro del anillo de muertos. Sin embargo, la interpelación a la memoria (y viceversa) sobre un misterio que suspende al hablante/lector a la espera de algo que parece superarlo, no puede escapar del lenguaje que tiende a lo innombrable. Así, Jiménez intentar extraer una gota de savia que regenere lo que podríamos llamar el sentido de lo sagrado como promesa de justicia. Ese es el sustrato del lenguaje religioso de Jiménez, la incapacidad de comprender esto que es, esto que sucede y que nos obliga a ocupar esas palabras que nos hablan de absolutos y fenómenos más allá de lo normal.

Los elementos del poema son ancestrales, apelan a una reverberación arcaica (a lo Seferis o Jabes, o a el  Maqroll  de Mutis, por ejemplo), un diálogo interior de una densidad que resiste la distorsión del tiempo, del fluir de la lengua informativa. Pero ese lenguaje también es sintomático del “vértigo” –diría Oppen- de mirar (escuchar) hacia atrás, la tierra desnuda, las palabras en su primera potencia elemental, anterior a cualquier clasificación narrativa.

Como el abuelo ante la lápida, la poeta escribe con su punzón en el papel con una “lengua que carece de prestigio”, “unas cuantas palabras hilvanadas con una aguja contemplativa:”, pero que “bajo la corteza de mi corazón errante/ resuenan las voces de aquellos rostros olvidados”; esas voces hacen que “el alma” vaya “tras el alma, su aliento como un don/ que el viento esparce y multiplica sobre la tierra.”. Entonces comprendemos que Jiménez al afirmar que su lenguaje, que “carece de prestigio”, la une a los que “no somos nobles” y que solo han heredado “días de luto y la crueldad de una mordida”.

Esta toma de lugar significa también un planteamiento político que tiene consecuencias en el lenguaje. El habla de la voz poética es un “habla breve” que abre las puertas “hacia aquel lugar en donde crecían las hierbas de un vasto lenguaje.”, que es “sustancia de los afectos” surgido del olvido de “niños ofrendados a los mitos del progreso. // El cadáver de un desconocido/ encontrado boca abajo sobre los durmientes/ es todos los muertos, una colección/ de rostros sin eternidad y sin nobleza.”  Porque la antigua relación con lo sagrado a través de la palabra es un “don” destilado de las voces de los “olvidados” “que el viento esparce”. La imagen apunta al abandono y el embrutecimiento, a un sentido de justicia colectivo que brilla por ausente.

Este es el caldo de cultivo del mal que se grafica aquí también con símbolos y señales concretas: el primitivo  Señor de las Moscas  que la poeta le augura (tarde lo comprende) los años de penuria: “Vino la mosca/ posó su armadura en la ventana/ el brillo de tul bordado de sus alas/ se pegó en mis ojos.” [. . .] “La mosca gris/ voló y acezó sobre mi pelo/ una murmuración sagrada. // Los santos abandonaron/ el dintel de la puerta. [. . .] La mosca, reina de burlas. /Ahora lo sé, debí matarla”. Tal error define la voz de la poeta que llega a identificarse como un ser oscuro: “Soy la que habita el precipicio de las sombras. /Soy aquella mujer a la que llaman tiniebla”.

Esta mujer va cruzando “arenales” y “campos de ortiga”, y cumplidas todas las desgracias ya no recuerda quien es: “Lo cierto es que ya ni siquiera recuerdo mi nombre/ dicen que es Verónica”. No está claro si esto es un lamento o una declaración de victoria personal. La voz de la poeta es, por fin, la de cualquiera de aquellos sin abolengo. El nombre propio oscila entre ser un lastre y/o contraseña con ese anillo de muertos y sueños que la rodea. Este registro no es interrumpido nunca, aunque en muchos momentos ocupe la máscara de alguna santa o de un salmista (‘Santa Ursula’, ‘Santa Mónica’, ‘Santa Bárbara’, ‘Ensalmos’).

En este mismo sentido, Marchant define la sabiduría de la Mistral con la siguiente afirmación: “La vieja sabe que la madre está muerta”. Esta es una sabiduría amarga que elimina la esperanza de recomposición de algo, la unidad, o la esperanza de justicia. Sería mejor que los muertos duerman sin agitar nuestra memoria, sin recordarnos nuestra incapacidad para actuar, incapacidad que el poeta suple, en parte, a través de la escritura. Dice Jiménez: “Descansa, descansa, espíritu perturbado, / le rogaba el joven Hamlet al espectro de su progenitor. [. . .] Descansa en paz. / Quédate así, quédate muerto”. Aquella “que llaman tiniebla” nos recuerda que los muertos habitan nuestra conciencia, sin paz, no nos dan paz. El espíritu que atormenta a Hamlet, como sabemos, no es solo el crimen contra el padre, sino la conciencia de sus propios crímenes, su indecisión y asco de sí.

En estos versos no hay ni una pizca de ironía. No se trata de simple manipulación de textos. La inteligencia es una herramienta de composición, así como la memoria es una estructura reticular en movimiento alrededor de puntales (lugares sagrados) de origen irrepetible: “Lo sabemos/ son las palabras, la metamorfosis/ de la fuente donde procrea guardavías mi linaje”. La “metamorfosis de la fuente” (palabras) no solo es arcaico (linaje) sino que transformación misma del origen, la dialéctica de la vida y la muerte. La intensidad/densidad de la imagen poética depende de que desde la memoria se obtengan condensaciones de esas voces que nos anteceden, las cortezas que mutan y fermentan empujándonos a la orilla que habitamos y en la que las contradicciones entre el individuo y la sociedad, si bien son comunes a todos, afectan con sus peores consecuencias, solo a una parte de la población.

Pero este aspecto contingente no anula a la poesía, no se trata de turismo social. No es tarea del poeta subrayar lo que resulta más que evidente, ni tampoco armar con eso una colección de imágenes herméticas. El mundo cotidiano de la luz, la familia, los amigos, la gente de a pie, el pensamiento, dan la sustancia y verosimilitud a la dinámica interna de estos poemas, trascendiendo una mirada estética-moral en que la religión (el cristianismo de los desposeídos, de los últimos) es fundamental, no para consolar, sino para comprender los alcances de la injusticia y el olvido.

En este sentido, lo llamativo, (y quizá una diferencia importante con los libros anteriores) es que, esta vez, pareciera tratarse de una fe con todos sus símbolos corrompidos por el mal: “Soy el odio derribando las puertas de tu casa”; “porque el demonio recorre los pasillos/ y se sienta en la silla que te estaba reservada”, “los santos abandonaron el dintel de la puerta”.   La aridez y las piedras  no parece superar esta espiral negativa, sino más bien confirmarla, exponiéndola en toda su crudeza. La falta de redención o de justicia (de ahí las menciones a Hamlet y a Judas, por ejemplo) parece ser la matriz de las imágenes que se despliegan sin otra resolución que la síntesis de una oscuridad irreparable de la que Jiménez, la poeta que apenas recuerda su nombre y reconoce que la llaman “tiniebla”, extrae esta lengua de arenales y ortigas.

 

Una versión breve de este texto fue leído en la presentación de La aridez y las piedras, de Verónica Jiménez.


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