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Provisiones de la infancia
Una lectura de La aridez y las piedras, de Verónica Jiménez

Por Soledad Fariña



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Provisiones de la infancia los rituales practicados por los mayores.
Provisiones también las mareas interiores hacia las cuales eran atraídas las
cosas del mundo, como prendas olvidadas en la playa. Buscaba entonces las
palabras. Me habían dado un habla breve, pero habían dejado abierta las
puertas hacia aquel lugar en donde crecían las hierbas de un vasto lenguaje.


Quise empezar mi reflexión sobre La aridez y las piedras usando palabras del poema final de este excelente, sutil y bello libro con que nos sorprende esta vez Verónica Jiménez. Pero quizá habría que detenerse en el título. En un primer momento La aridez y las piedras me llevan al desierto pedregoso, a la piedra que llora en el poema de Gonzalo Rojas, a la piedra lanzada, de Andrés Urzúa. Sin embargo, esta piedra no es materia o mineral encontrado, es una piedra esculpida, una lápida tallada por el iniciador de una estirpe cuyo oficio nos remite al culto cristiano que acompaña a la muerte. Un abuelo abre heridas a la piedra: la primera talla el nombre del difunto, la segunda, pequeños símbolos para mitigar el dolor de la pérdida: espinas, aureolas, párpados suplicantes, que pueden remitir también al martirio, ineludible en el culto cristiano.

El libro se abre con una interpelación al abuelo, poseedor de un arte humilde e iniciador de una estirpe que piensa o siente a la muerte como algo que simplemente acontece. Y desde allí, tan sutilmente como si escuchara una campana de nieve, la hablante recordará a la muerte, los muertos, la oscuridad. No le teme a la muerte, sí presiente la incomodidad de las cosas cuando son palpadas en la oscuridad. La muerte es un horizonte, piensa mientras cobija en sus pensamientos a los seres que deambulan buscando un lenguaje en la oscuridad. Un niño muerto, un niño frágil, se sienta a sus pies, ella lo interpela:

“Tú, que flotas quedamente / entre  el vidrio de la ventana / y el visillo / que estás esparcido en el aire/  como el polen  en el jardín / que reposas en las motas de polvo / sobre el piso de este cuarto / (…) tú, que por vocación o negligencia nunca respondes / escúchame"

Otro sonido sutil de la campana nos lleva a los restos de alguien amado, cuando al abrir la urna vuelven al aire las partes de su cuerpo y vestimentas que ya eran cenizas.

“Te acostarás sobre la tierra sencilla / ¿quién dijo que te pertenecía?”, dice  Yves Bonnefois.  Y si la tierra no es tuya ¿dónde encontrarás sepultura?, se pregunta esta voz que aquí será la errante en una Tierra Ajena. “No es el aire la casa de tu sepultura” parece responderse.  Y, como única certeza,  alguien (ella misma) ordena oraciones:

“Di esta oración, adónde iremos si la luz es una cinta delgada…”.

Pero tampoco el agua es la casa de su sepultura. Ni el fuego. Entonces, su elección: "entrar en el blanco pozo de los deseos / combatir la oscuridad dentro de mí".   La errante carga la muerte en sus brazos y se echa a andar, en su corazón suenan las voces de rostros olvidados.

Una profesora evangélica, versículos pintados en forma de pájaros, la Biblia en esos simples dibujitos y una súplica al Señor de las Iglesias Protestantes: “guárdala de los cauces empobrecidos del destierro y, en su hora, no rechaces sus votos, su porfía, sus esmeros…”

Un padre que agoniza: “un viejo buitre blanco que picotea el aire”.

El joven Hamlet: “descansa, descansa, espíritu perturbado”, le rogaba (Hamlet) al espíritu de su progenitor.  / Nosotros no somos nobles, -piensa la errante- (…) / Pero se nos pide ser hospitalarios con la sangre, / extenderle un sudario a quien nos hirió de muerte / y no irnos sin antes haber dicho esas palabras /  que marchan en la dirección contraria al viento / Descansa en paz. / Quédate así,  /quédate muerto. / La herencia es pesada como la luna de Elsinor: / escritura y ceniza que no descansan / y no consiguen estarse quietas”.

No elude, la errante, la carga inmensa de la herencia y la compara con la escritura. Y luego nos introduce a lo que llama Reino del frío. ¿Frío por la traición? ¿Frío por los nombres? ¿Por los mártires?

“El beso”, maravilloso poema que exprime en un manojo de palabras la historia de un amor, de un sacrificio por el amado, de una confianza en el maestro, ¿filein?, ¿katafilein?; el beso descrito en el Nuevo Testamento y desmenuzado en la escritura, pintura, escultura y cine, por Kazantzakis, A. Burgesse, Scorsesse, Borges, y tantos y tantos más. La pregunta ¿A quién se traiciona al traicionar? Solo se traiciona lo que amamos. Pero en este poema, Judas, luego del beso “…dio un paso atrás y con expresión de orgullo / esperó a que el Mesías fulminara a la soldadesca…”

Sabemos que no sucedió así, y en el  poema siguiente, “Palabras redobladas”,  el tormento es narrado por la víctima:

“Sepan, mis queridos hijos,  que los soldados que me prendieron fueron cien; me dieron en el rostro ciento seis bofetadas; me levantaron del suelo por los cabellos veintitrés veces…”

La divinidad, su cuerpo flagelado, y el demonio rigiendo los actos de los torturadores.

Continúa el martirologio con el descuartizamiento de un cuerpo, no en vida sino luego de la muerte:  Una mano en Ávila, el cuerpo en Tormes, el meñique a los turcos, el pie derecho a Roma, la mano izquierda a Lisboa… son aquí las Moradas de Santa Teresa de Ávila. Los miembros, los despojos, repartidos en aras de la veneración de las reliquias.

Los martirios, los nombres, los tormentos sufridos por los santos de quienes llevamos nombres: Andrés, Marcelo, Luis, Virginia y la nota aclaratoria:

“Hay que sorber las aguas espesas de la Historia / que nunca tuvo puntos altos ni detenciones / (mira cuántos muertos); / no esquivar los golpes, no acobardar / ante el peso de las palabras y las preguntas, / el fuego y el hierro de nuestras vidas: / ¿Y si me sucediera un día? / ¿y si ese día fuera hoy?”

Los nombres femeninos y su carga:

Úrsula de rodillas,  pero en lugar de describir la muerte de la doncella asaetada por un jinete, el poema dice: “Si oyeras aletear al murciélago / cuyos ojos tienen la forma de una herradura…”

Mónica susurra; no es la vida de la madre-viuda de Hipona lo que relata el poema; éste dice: “Hay lluvia / en el grito de la madre / cuando toma un poco de agua de la vertiente / en un pequeño frasco / y pide: no te seques”

Bárbara doncella; no está descrita la crueldad del padre, ni el rayo que lo fulminó dando origen al nombre de Santa Bárbara en los polvorines; el poema dice en cambio:  “Porque así vino el daño / y no puede excusar lo hermoso / su encantamiento / cuando no hay / peor hechicería / que la provocada por la sangre”.

Ciborea le habla de su hijo:

“Me supo a cal, sentí el desierto arder sobre mis párpados. / Y vi a mi hijo, el niño perro de pelaje moteado / al que lanzan piedras y maldicen / en todas las lenguas conocidas del mundo”.

Ciborea, es la madre de Judas.

Aceldama, nombra  un terreno comprado con las 30 monedas de Judas. En este bello poema, Judas dice a su madre:

“En arenales / en campos sembrados de ortiga / en el desierto hollado de minerales, / en cuanta riqueza, que con su paciencia / diurna se desangra / oh, madre, de sagrada medicina, / bajo las capas geológicas del dolor / en todos los pozos del mundo / late mi corazón enterrado”

Finalmente, el nombre de la errante (¿de la autora?):

“No dudé en ofrecerte mi vestido / para que limpiaras las llagas de tu rostro” (…) “Nunca más volví a esos lugares / pero conservé el momento en que me miraste / y me sentí cumplida. (…) Lo cierto es que ahora ni siquiera recuerdo / mi nombre / dicen que es Verónica”.

“Provisiones de la infancia los rituales practicados por los mayores”. Provisiones de lenguaje, de palabras en un momento de búsqueda.

El poema habla de la poesía, a ella (a la poesía)  “le gusta, sobre todo, entrar en las habitaciones oscuras de los niños”

(…) “Buscaba las palabras. Antes, ciertos hombres y mujeres habían dejado tendidos algunos puentes, eran puentes colgantes, construidos con madera y con sogas, materiales leves que, sin embargo resistían el agua y la ventisca. Se cimbraban con las tempestades, pero sus nudos no se desataban. Nunca caían. / Un día puse un pie en uno de esos puentes.”

Y así se cierra el círculo iniciado con la invocación al fundador de la estirpe, cuyo país amado era la muerte. Las provisiones de la infancia vienen, al parecer, de la estirpe, de la escucha, de la errancia y de palabras tendidas como puentes.


Diciembre 2016


 

 

 

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Una lectura de La aridez y las piedras, de Verónica Jiménez
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