Música para despistados
"Guía para perderse en la ciudad". Víctor López Zumelzu
(Ripio Ediciones, Colección Virus, Oct. 2010)
M.G.
Extremoccidente, N°2, junio 2011
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Se necesita mucha práctica para perderse en la ciudad. Walter Benjamín, que escribió sobre esa clase de impotencia urbana y para quien no orientarse en una ciudad no era lo mismo que perderse en ella, confesó haber aprendido ese arte ya avanzada su edad. Según cuenta, perderse era para él un sueño cuyas primeras huellas fueron los laberintos dibujados en las tapas de sus libros de ejercicios escolares, en la infancia, en su infancia en Berlín. Desde entonces habría asumido el desafío de aprender a hacerlo, o a ubicarse, en la ciudad, pero a condición de seguir únicamente las huellas de un mapa trazado en la imaginación.
Guía para perderse en la ciudad, última entrega del poeta Víctor López, reproduce también una especie de laberinto en la portada, del que emerge la silueta de un pájaro imaginando una línea entre punto y punto, siguiendo el orden de la numeración. Es un solo poema, el tomo primero de una empresa mayor, y lleva por título El canto de las aves. De ahí que defina algo así como un primer paso a seguir, una primera estrategia para iniciarse en la práctica, que puede quizá simularse de esta forma: deténgase a oír el canto de las aves, esa música leve lo desorientará, lo conducirá a un lugar al que no sabe llegar y del que tampoco sabe cómo retornar. En el poema las pistas son claras, aunque despisten. Ese lugar es el de la memoria, "un jardín que lo más bien podría ser / un jardín mental / donde se acumulan ideas, recuerdos o la noción / que nosotros tenemos de la palabra 'recuerdos'" dicen unos versos al comenzar. O antes aún, en el epígrafe que utiliza López para abrir el libro: "Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia infeliz es infeliz a su propia manera", tomado de Ana Karenina. La familia es, inevitablemente -fatalidad de la herencia-, metáfora de lo que no se olvida, aunque tampoco se lo recuerde.
Lo que prima en el libro son imágenes, una colección de imágenes que se desplazan de un lado a otro, insistiendo cada tanto en su aparición. Un hombre que se pierde en un bosque de cipreses; un jardín vacío o lleno de hojas secas, que es lo mismo; una abuela que sirve el té a la vuelta del colegio. También hay pájaros, aunque no son tantos, y sobre todo nubes, paisajes nublados, lluviosos. "Todos mis recuerdos están asociados a la lluvia / a las gotas en el cristal". La trama que estas imágenes componen tiene como trasfondo, sin embargo, un temple reflexivo, una voz autoconsciente del texto mismo o, más aún, del ejercicio mismo de escribir. "No olvidemos que este texto / se compone de imágenes / Imágenes débiles / Imágenes sutiles / Imágenes que se duermen / en la velocidad de la lengua". En su conjunto, esas imágenes débiles, sutiles -que lo son- van conjugándose con otras notas de tono más grave, componiendo una especie de sinfonía urbana que orquesta de manera compleja los tiempos y espacios de una ciudad. Sólo que aquí la ciudad es otra. No es la de cemento, puertas y ventanas que conocemos. Más que al Berlín de Benjamín se parece a la Roma que utilizaba Freud como figura de la memoria: un ente psíquico, decía, en el que no ha desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsisten todas las anteriores. Una ciudad escondida, inconsciente. ("En esta parte del texto hay algo indescifrable / una imagen que imita nuestra vida, que intenta / ser nuestra vida"). Un lugar en el que se está perdido de antemano.
Descontando uno que otro chirrido evitable, un par de citas a filósofos y poetas que pecan de cierto exceso y no suman y el verso final, que por su peso desentona con la ligereza densa del poema, Guía es un libro sólido, bello, que destila una imaginación autónoma, distanciada de las modas literarias y otros tics poéticos del medio aunque no por ello se desmarque de la tradición local. Martínez, por ejemplo, es referencia ineludible, no sólo por los tópicos que se visitan (la familia, el lenguaje, los pájaros), también, y sobre todo, por el uso de fórmulas y ecuaciones en que se juega la dimensión-metaliteraria del texto. "Un banco vacío en el que nadie se sienta / quiere decir que los enigmas siguen existiendo / y que tal vez en la próxima página / podrían lastimarnos".
Quizá el principal acierto de este libro sea efectivamente privilegiar, como lo hace el título, el canto de las aves, el ritmo y la musicalidad. Pienso más que nada en el modo en que se engarzan los versos y en la composición que se dibuja en cada página, fuera de las metáforas que el texto reclama. Si el ejercicio de recordar, o la puesta en escena de la memoria, es siempre reticente a las palabras, que se quedan cortas, que nunca dan, la música en cambio se bate en otras lides. Creo que era Oscar Wilde quien ante una discusión de esta índole ponía la imagen de un hombre que siempre hubiese llevado una vida corriente oyendo un día por casualidad una pieza musical y descubriendo de pronto que su alma había pasado por experiencias terribles y conocido alegrías desbordantes, amores enloquecidos y grandes sacrificios, sin haber sido nunca conciente de ello. Una imagen como esa rima con esta Guía. Un canto que pierde la pista, o que nos pierde de vista.