Conocí al poeta Víctor López Zumelzu (Curacaví, Chile, 1982) hace veinte años, cuando él tenía poco más de esa edad. Entonces yo dictaba un taller literario en Balmaceda Arte Joven que, ante la ausencia de talleres gratuitos y la necesidad económica de algunos colegas, se convirtió en una usina de poetas y escritores. Claro que, en el verano de 2003, eso yo no podía saberlo; lo que sí sabía era que, además de mi taller de narrativa, había otro de poesía, por lo que había poetas jóvenes.
Como a Víctor conocí a otros poetas, que en esos años eran poco más que niños pero con inquietudes y ambiciones. Me sorprendía el hambre por saber los secretos de la literatura. Si me hubieran preguntado, hubiera dicho que la literatura, y en especial la poesía, es un cajón lleno de secretos y enigmas que uno nunca termina de saber o solucionar. Así que mientras tanto, en los dos talleres, se leía y se escribía. Y eso hacía Víctor López, que a decir verdad nunca supe si estaba en el taller de poesía o era una presencia que merodeaba por ese edificio, y que antes habían sido las oficinas de la estación ferroviaria Mapocho.
(Y aquí, una breve digresión. Como se sabe, el padre de Pablo Neruda [José del Carmen Reyes], nuestro poeta nacional, fue trabajador ferroviario en el sur de Chile. Precisamente Neruda tiene un poema titulado “El padre” que dice así: “El ferroviario es marinero en tierra/ y en los pequeños puertos sin marina/ –pueblos del bosque– el tren corre que corre / desenfrenando la naturaleza,/ cumpliendo su navegación terrestre./ Cuando descansa el largo tren/ se juntan los amigos,/ entran, se abren las puertas de mi infancia,/ la mesa se sacude,/ al golpe de una mano ferroviaria/ chocan los gruesos vasos del hermano/ y destella/ el fulgor/ de los ojos del vino”.)
Hay una cosa curiosa en el conocimiento que he tenido del poeta y de la persona Víctor López, y ésa ha sido el vino. Claro, muchos dirán: ¿qué de curiosa puede tener la presencia del vino entre un poeta y un escritor? Y es cierto, pero me refiero a algo que contiene la experiencia literaria que, a su vez, engloba el vino. A ver si logro explicarme. Al año siguiente de haber dictado ese taller, se me ocurrió que junto al poeta Víctor Hugo Díaz, el editor Marcelo Montecinos y yo podíamos dictar un taller gratuito en mi departamento. Y convocamos a diez poetas jóvenes: Nicolás Cornejo, Pola Barros, Christian Aedo, Alejandra Fritz, Carlos Cardani, Marcos Yupanqui, Edson Pizarro, Eduardo Barahona, Raúl Hernández y Víctor López.
Las sesiones eran los sábados. Arrancaban a las cuatro de la tarde y podían terminar a las dos o tres de la mañana; en el ínterin bebíamos cervezas, a veces fumábamos porro —aunque a nadie se le obligaba: no éramos una secta—, recibíamos visitas de periodistas literarios que se mostraban fascinados por estos jóvenes poetas. Porque, aparte de la bebida y la droga, se leía y se hacían críticas severas, mordaces, incluso crueles, pero siempre con buena fe. No sé cómo se dio esa dinámica, pero nunca más me tocó presenciar algo así. Había una honestidad que rayaba en la mala onda y, a la vez, por sobre todo, en el respeto de la poesía.
Lentamente Víctor López comenzó a hacerse visible para mí, entre otras cosas porque leía de un modo anacrónico, tratando de emular a Neruda. Hacía pausas y énfasis, y tenía una cadencia al leer que con los años fue desapareciendo o adquiriendo un estilo propio, más corporal. No sé por qué mientras escribo este texto encuentro este poema de Víctor vinculado al padre, tal como hiciera Neruda: “El hálito alcohólico del padre al besar a la madre/ inunda la habitación y atraviesa su piel como una sierra”. Pienso que estos versos perfectamente podrían tener “el fulgor de los ojos del vino” del poema de Neruda —aunque de alguna manera lo tiene, pero de un modo más brutal.
En ese taller fui testigo de cómo Víctor López fue dando forma a Los surfistas, que ganó en 2005 el Premio Hispanoamericano de Poesía 2005 convocado por la editorial VOX y la revista Diario de Poesía, publicado un año después en Argentina. Precisamente hay en este libro unos versos que, de algún modo, anuncian la poca raigambre con el Chile geográfico-social sentida por Víctor: “Cuando escribo de Chile no pienso en Chile como un país/ sino que escribo otro sinónimo más de lejanía”. Tengo la sensación de que a Víctor le incomodaba el Chile neoliberal, pero no la tradición poética chilena; al contrario, ése era su lugar (aparte de Neruda, Enrique Lihn, Elvira Hernández y Germán Carrasco, por nombrar a algunos). Pero sucedió que hubo cambios en el campo literario y Víctor los consignó hace poco, cuando le hice una entrevista: “Mi ida de Chile tiene que ver con huir de un sistema poético mucho más cerrado, donde aún estaba el poeta de única voz y donde teníamos voces que impregnaban una totalidad”. El estado de la poesía terminó expulsando a este poeta cuando tenía poco más de treinta años y trayéndolo, vía la inmigración, a Argentina. (Aquellos versos de Los surfistas ya anunciaban esta inmigración.)
Pero antes de eso, cinco o seis años antes, la editorial La Calabaza del Diablo publicó una edición limitada del taller que trabajamos en mi departamento; se llamó La gran capital. Recuerdo haber escrito un texto para la presentación que, si mal no recuerdo, se hizo en la recién inaugurada Biblioteca de Santiago. En una de las partes de ese breve texto escribí: “Confío, por último, en que este libro-taller, este libro-objeto, cuyo único objeto siempre fue la poesía, se transforme en el puntapié para que todos estos jóvenes poetas –desde Aedo a Yupanqui– se consoliden como voces nuevas en el panorama de la poesía chilena”. Me entrecomillo porque, a los pocos años, siete de los diez terminaron publicando un libro. Víctor López fue uno de los primeros. Y lo uno a la experiencia de taller (que siempre es colectiva) porque, desde un tiempo a la fecha, me parece un poeta que no puede explicarse solo sino como fruto de una generación —esto es, de los poetas del 2000—. Quizás ante la ausencia de proyectos colectivos (política, ideología) y para los poetas formados sin los tótems de nuestra tradición (Neruda, Mistral, Lihn), lo generacional se yergue como una realidad inevitable.
Todo ello, sin embargo, a la vez que Víctor López es un poeta singular. Hay en su poesía una alusión a la familia (a su padre, a su hermano en Erosión, a una novia en Un tiempo anterior al frío), a la naturaleza (entendida como la invención del yo que hizo el romanticismo), a una música o a un ritmo muy propio y a la tradición. En general las distintas variantes del clima atraviesan los títulos de sus libros: a los ya mencionados, habría que agregar Viento, su libro más reciente.
Pero esta singularidad se fue construyendo de a poco. Recuerdo que asistí a la presentación de Guía para perderse en la ciudad (2010) y escuché leer a Víctor unos poemas que, en verdad, eran un solo gran poema. En la reedición de este libro hay un prólogo del autor donde establece la influencia del teatro griego en su poesía, y aquí podemos encontrar algunas claves para entender la importancia que Víctor le da a la oralidad (entendida como lectura): “Es a través de la oralidad que ocurre la génesis del cuerpo pasional y, de esta manera, el tono no dialogaba en la tragedia con la razón sino con el cuerpo mismo”. El poeta admite que el foco de Guía para perderse… está en la oralidad del ritmo o del cuerpo porque –y esto lo entienden mejor los músicos– la voz es una extensión del cuerpo.
Una tarde, medio en broma y medio en serio, me dijo que escribir un buen poema —esto es, que fuera considerado bueno por terceros— no era una cosa muy difícil: había que poner imágenes, introducir algo de filosofía y, desde luego, música. En realidad, esa boutade nos remite al viejo Pound, quien señalaba que un buen poema debía tener imágenes (fanopea), musicalidad (melopea), ideas (logopea) y todo eso enmarcado en una arquitectura (forma). Cualquier incauto, al oírlo, habría pensado “Oh, pero qué provocador”. Pero la provocación está fuera del universo de este poeta. En otras palabras, Víctor estaba diciendo cómo se construía un buen poema no desde su punto de vista, sino cómo lo han hecho y pensado otros.
A esto habría que llamar “influencia”, y creo que en Un tiempo anterior al frío (2019) está la de Lihn, cosa nada nueva en los poetas de su generación y de los poetas de los 90 (como Andrés Anwandter en materia gris). Pero quizás, para Víctor López, la gracia radique en el modo en que esta influencia se manifiesta.
A diferencia de sus libros anteriores, en Un tiempo… introduce el voseo porteño en medio de una relación de pareja antes de su disolución. En una primera instancia pareciera que el habla chilena también lo estuviese, pero, claramente, la operación es otra y está en sintonía con aquel famoso poema de Lihn, “Nunca salí del horroroso Chile”, y por extensión a Antes que Manhattan: “Nunca salí del horroroso Chile/ mis viajes que no son imaginarios/ tardíos sí —momentos de un momento—/ no me desarraigaron del eriazo/ remoto y presuntuoso/ Nunca salí del habla que el Liceo Alemán/ me infligió en sus dos patios como en un regimiento/ mordiendo en ella el polvo de un exilio imposible”.
En uno de los poemas del libro de Víctor se puede leer: “¿Quién de nosotros dos dijo que esto era un hogar?/ He dormido con vos tantas veces. He escrito para vos/ no pude detener la serpiente del tiempo/ que se enrolla sobre sí misma”. El vos aparece porque el ser amado es argentino. No es casual este recurso porque se trata del mismo que ocupa Lihn en varios poemas donde aparece el metro —aunque él, para fijarlo en la extranjería, ocupa el término subway—. Entonces López Zumelzu encuentra una denominación (el vos) que opera como nacionalidad del amor; es decir que tal como Lihn fija con el subway el espacio de su lírica (Estados Unidos), este poeta fija con el voseo el contexto de su lírica.
Víctor López ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de Santiago y el Premio Mejores Obras del Consejo Nacional del Libro y La Lectura de Chile, pero eso parece no importarle. De hecho, desde hace un tiempo está en una nueva búsqueda que aún no se ve en libro; me refiero al interés por las artes visuales. Es conocido el hecho de que el arte ha influido tanto a la poesía como a la narrativa argentinas. En poesía se pueden mencionar Juana Bignozzi, Arturo Carrera, Fernanda Laguna y Mario Arteca, y en narrativa podemos pensar en César Aira y Juan José Becerra, pero hay muchos más si usamos la definición de Oscar Masotta para arte pop: ese arte hecho exclusivamente con lenguajes. Quizá la influencia que dice sentir Víctor López de la poesía argentina sea, precisamente, a través de las artes visuales.
* “Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)”. Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Víctor López Zumelzu, un poeta del cuerpo.
Por Gonzalo León.
Publicado en PERIÓDICO DE POESÍA, 11 septiembre, 2023