Exorcismo
Por Víctor Montoya
–¿Y por qué traes esa carita de espanto? –preguntó el Tío*, apenas me vio entrar en su cuarto.
–Porque en el sueño sufrí una posesión demoníaca –le dije. Y, en un tono casi de acusación, añadí–: Y todo esto sólo por haberte rendido culto y pleitesía.
El Tío, que estaba quieto en su trono y haciendo glú-glú-glú con el aguardiente que tenía en la copa, esbozó una sonrisa y guiñó el ojo, como pidiéndome serenidad y buen humor. No soporté su actitud de frivolidad y me dispuse a atacarlo con furia, pero él me detuvo con la fuerza de su mirada y, mientras hacía argollas con el humo del cigarrillo, dijo:
–De dónde demonios sacaste semejante disparate. Ya te expliqué, una y mil veces, que en esa extraña dicotomía, en la que Satanás representa el mal y Dios representa el bien, yo sólo tomo partido por los humanos que encarnan tanto el bien como el mal.
–Ahora no sé qué hacer –dije a punto de romper en llanto–. Me veo como una criatura abandonada de la mano de Dios, quien de seguro ya me cerró las puertas de su corazón y las puertas del reino de los cielos...
–Deja de hablar pendejadas y mejor cuéntame lo que te pasó en el sueño.
–Todo comenzó cuando en esta casa empezaron a ocurrir cosas raras: los muebles cambiaban de lugar, los objetos de cristal se rompían sin que nadie los tocara, los libros flotaban como en un remanso de aguas diáfanas, los utensilios de la cocina se movían solos de una vitrina a otra. Todo sucedía sin ninguna explicación natural ni causa científica, hasta que una noche, cuando las manecillas del reloj dejaron de marcar el transcurrir del tiempo, escuché ruidos extraños en el dormitorio de mis hijos. Me levanté de súbito y fui a ver lo qué estaba pasando. Abrí la puerta y grande fue mi sorpresa al verlos levitar sobre la cama, como obedeciendo las palabras mágicas de un ilusionista de circo. Los cambios eran tantos que incluso cambiaron los hábitos sexuales de mi mujer, quien empezó a exigirme que le haga el amor no sólo en la posición del misionero, sino también en otras posturas más acrobáticas, como quien ha leído las obras del Marqués de Sade, el Kama Sutra y otros manuales de sexología avanzada.
El Tío enseñó una ligera sonrisa y asistió:
–Esto sucede en una casa invadida por una legión de seres malignos que, comandados por el mismísimo Lucifer, crean el caos donde reina el orden. Tienen la capacidad de colarse por el ojo de la cerradura, por las rendijas de las puertas y ventanas, sin que nadie los vea ni los sienta. Una vez que están dentro, se introducen en las estatuillas de santos, en las reliquias, en los crucifijos y hasta en los juguetes de los niños. Mueven objetos, encienden y apagan las luces, esconden cosas y llegan al extremo de hacer temblar la casa como si en los cimientos de ésta estuviese instalado un terremoto.
De pronto se abrió un silencio. El Tío fumó y sorbió otro trago de aguardiente. Después arrastró la mirada en derredor y preguntó:
–¿Y qué más te pasó en el sueño?
–La bestia maligna tomó posesión de mi cuerpo. No tenía la más remota idea de lo qué me estaba pasando y, lo que es peor, sentía un escalofrío como si alguien penetrara en mi alma a través de alimañas, comiéndose mis facultades humanas. Ni bien lo tenía muy dentro, perdía la fe en mí mismo, dejaba de pensar con calma y empezaba a actuar como un demente, olvidándome de la familia y de lo hermosa que es la vida.
–¿Y qué más? –preguntó el Tío, el rostro cubierto por el humo del cigarrillo.
–Experimentaba alucinaciones y sentía repugnancia ante los objetos sagrados, que me hacían hervir la sangre y estallar en ira. Entonces les sacaba la lengua, les hacía gestos obscenos y pronunciaba palabras impías y blasfemas en lenguas extrañas y pretéritas, que a veces se me confundían en la mente como en la Torre de Babel. Era como el mismísimo demonio hablara a través de mi boca en griego y en latín antiguos, con inflexiones en quechua y aymará. Poseía también la facultad de revelar los secretos, leer los pensamientos de la gente con sólo mirarles a los ojos y de predecir, con varios días o semanas de antelación, lo que iba a pasar, y la realización exacta de mis predicciones dejaba con la boca abierta a cualquiera.
–No cabe duda –asintió el Tío–. Los demonios no se ahorran las revelaciones históricas ni proféticas, y describen los sucesos lejanos en el momento justo en que se producen con más precisión que en los sueños premonitorios del profeta Daniel.
Otra vez se abrió un silencio. Esta vez más breve. El Tío apagó el cigarrillo y vació el vaso. Me miró de pies a cabeza y preguntó:
–¿Qué más? ¿Qué más?
–No sentía dolor cuando ponía las manos al fuego ni cuando me hería con objetos cortantes y punzantes. Ostentaba una fuerza física inexplicable y sobrehumana. Parecía un toro embravecido, aunque no comía ni bebía. Tal era mi fuerza que hasta los cuchillos y tenedores se retorcían como víboras en mis manos. Si alguien me decía: "levanta esta roca", tratándose de una enorme roca que sólo podía ser movida por una grúa o por Hércules, yo la levantaba fácilmente por sobre la cabeza y la arrojaba a varios metros de distancia como si nada.
–¡Ah, carachos! –se admiró el Tío. Luego prosiguió–: Hasta aquí me has contado sólo lo bueno. Ahora quiero saber lo malo.
No sabía por dónde empezar, pero me cargue de coraje, como los luchadores del cuadrilátero tendidos en la lona, y dije:
–Después vino lo peor, el demonio hablaba a través de mi boca, con una voz gruesa y metálica, como la de los diablos enfurecidos en el Carnaval de Oruro, donde se escuchan los rugidos: ¡Arrr! ¡Arrr! ¡Arrr! A ratos me tumbaba contra el piso, como un enfermo de epilepsia, y comenzaba a patalear y a echar espuma por la boca, con los ojos desorbitados y la lengua mordida como un perro degollado. No era saliva lo que segregaba, sino las babas del demonio. Me revolcaba entre contorsiones horrorosas, como si por dentro me retorciera una serpiente venenosa. Mi mujer y mis hijos se apartaban sin saber qué hacer, mientras yo rogaba a Dios enviarme un exorcista para desalojar al demonio de mi cuerpo, por cualquier orificio, por arriba o por abajo, eso era lo de menos.
–Está claro que fuiste poseído –afirmó el Tío–. La posesión diabólica te conduce a hablar o entender, como si fueran propias, lenguas desconocidas; revelar cosas ocultas o lejanas; apartarte vehementemente de Dios y manifestar fuerzas superiores a la condición humana; sentir aversión hacia los objetos sagrados y...
–Por favor no sigas más –le supliqué con el corazón partido–. Ya sé que los demonios que ocupaban mi sueño no eran los mismos que bailan disfrazados de diablos en el Carnaval de Oruro, sino esos otros que bailan en mi mente desde cuando te hice traer del interior de la mina y te hospedé en mi casa.
El Tío me miró confundido, enfadado, y, a modo de provocarme mayor espanto, dijo con voz de plomo:
–Ya no puedes hacer nada. Aquí me tienes contigo, alejado del reino de Dios, y dispuesto a tomar posesión de tu vida y de todo lo que te rodea. ¡¿Entendiste, carajo?! ¡Sí o no!
No contesté ni sí ni no. Me limité a salir del cuarto, donde quedó el Tío con la misma mirada diabólica de siempre.
Al cabo de unos días, tras un sueño en el cual me vi otra vez en cuerpo y alma, volví a entrar en su cuarto como atraído por un poderoso imán.
–Si García Márquez soñó que asistía a su propio entierro, yo soñé que asistía a una sesión de exorcismo escoltado por cuatro ángeles celestiales –le conté–. Cuando llegué a un edificio parecido al Palacio Real de Estocolmo, un hombre, de furtivo andar, me condujo hacia una habitación en penumbras, donde se detuvo el tiempo en otro tiempo. La habitación tenía el techo alto, las paredes decoradas con iconografías religiosas y una alfombra roja sobre el piso de barnizado roble; en el centro había una gran Cruz de Trinidad, apenas iluminada por la luz mortecina de un halógeno, y un catre con cadenas y correas.
–¡Ajá! –se inquietó el Tío–. Por suerte que sólo era un sueño, eh. ¿Y qué más?
–El hombre, antes de abandonar la habitación, me sujetó de pies y manos en el catre. Al poco rato, no muy lejos de donde estaba, escuché el eco de un portazo, que todavía me zumba en los oídos, y unos pesados pasos acercándose hacia mí. Era el exorcista, un cura alto y recio, sin bigotes ni barba, de mirada profunda y pómulos huesudos; tenía la nariz picuda, la frente despoblada y las cejas juntas; vestía con sotana de negro inmaculado y calzaba unos zapatos lustrosos como su cara; en el pecho llevaba un crucifijo plateado y en la mano una Biblia empastada en cuero. Llegó para liberarme de la posesión del demonio, que me atormentaba en cuerpo y alma.
El Tío me escuchó quieto en su trono, como cuando estaba petrificado en una galería del interior de la mina, mientras yo proseguí con mi relato:
–Dime tu nombre –me conjuró el exorcista.
Yo entré inmediatamente en trance, se me blanquearon los ojos, hablé con voz diabólica y contesté:
–¡Me llamo blasfemia!
–¿Por qué no quieres salir de ese cuerpo? –preguntó el exorcista, crucifijo en mano.
–Porque quiero ser el testimonio de que Satanás existe...
El exorcista me preguntaba en latín, y yo le respondía una sarta de improperios que no escuchó desde el día de su nacimiento. Los insultos eran de tal magnitud que el exorcista se desfiguraba y adquiría tétricos aspectos, en tanto el corazón le latía contra el pecho y las lágrimas se le llenaban en los ojos como expresiones de su más hondo sentir.
–¡Ah, carachos! –exclamó el Tío–. ¿Y de cómo sabías tú lo que sentía el exorcista?
–Cómo no lo iba a saber –contesté–, si el demonio, que estaba dentro de mí, tenía las mismas facultades que tú; podía ver a través de las paredes, oír voces desde el más allá y meterse en el pensamiento y el sentimiento de los vivos.
–¡Ajá! –dijo el Tío. Luego, sin el mínimo temblor en la voz, agregó–: ¿Y qué más hizo el exorcista?
–Como estaba decidido a conjurar al demonio para que abandonara mi cuerpo, oró al Señor, leyó la Biblia, recuperó la seguridad en sí mismo y volvió a la carga.
–¡Escupe tu nombre, espíritu inmundo! –gritó a viva voz.
–¡Me llamo Logia! –repliqué con una voz que resonó en la habitación–. ¡Me llamo Logia, porque somos muchos!
–¡Sal de ese cuerpo en nombre de Dios! –ordenó el exorcista, con la autoridad y la fe concedidas por voluntad divina.
–¡Nooo...! –respondí con voz de ultratumba, seguida de rugidos y bufidos.
–¿Por qué te resistes? ¡Siervo rebelde y desobediente!
–Porque Satanás existe... –le amenacé al exorcista, con mis manos en forma de garras y lanzándole miradas furibundas.
Entonces el exorcista me acercó el crucifijo y dijo:
–¡Mira al Rey de los Reyes y bésalo!
–Uhhh...
Después solté una sonora carcajada y, consciente de que las blasfemias eran pensamientos que se lanzan por la boca como lanzas de fuego, le espeté otra ofensa:
–¡¿Quién teme a los curas que se esconden detrás de sotanas y se refugian en iglesias?! No hay quien me infunda temor, y mucho menos un espantapájaros como tú...
–¡Besa el crucifijo! –volvió a ordenar el exorcista.
–¡Aggghhh! ¡Nooo! –bramé con voz ronca, fuerte y cargada de odio.
–¡Besa!
–¡Noggghhh! –me negué entre espasmos, gritos y convulsiones, aunque en realidad no era yo quien se retorcía con violencia, sino el demonio, a quien estaba conjurando el exorcista, con energía, sin piedad y siempre en nombre de Dios.
Por un tiempo se rompió la tensión en el ambiente penumbroso y volvió el silencio. Acto seguido, el exorcista, en su afán por liberarme del mal, me colocó el crucifijo sobre el pecho para que entrara en contacto con el Creador, pero el demonio, que habitaba en mi interior, demostró su poder físico y se resistió, blasfemó y repitió algunas frases ininteligibles, mientras emitía chasquidos con mi lengua y hacía resplandecer mis ojos.
El exorcista, en la espeluznante batalla contra el demonio y echando gotas de sudor por la frente, retiró el crucifijo, exhausto, pero dispuesto a continuar su lucha contra Satanás. Sacó del bolsillo de su sotana un frasco con agua bendita, que me la roseó tres veces consecutivas. Sabía que la única manera de liberarme de la posesión era flagelándome el cuerpo y, a través de mi cuerpo, el cuerpo del demonio. El suplicio fue tan grande que blanqueé los ojos, arqueé el cuerpo, me levanté junto con el catre a un palmo del piso y eché espumarajos, imaginándome que reptaba boca arriba con los mismos movimientos de un lagarto.
–El diablo aborrece el agua bendita y las palabras bíblicas lo martirizan –dijo el Tío, cabizbajo y taciturno.
–Así es –aseveré–. Ni bien sentí las primeras gotas, abriéndome llagas en la piel como látigos de fuego, rugí más que una fiera salvaje. Eché espuma verde por la boca, desprendí azufre por los pelos, y en mi pecho, acribillado por las heridas, se mostró un símbolo tatuado por la escritura de Satanás. No podía salir del trance por mucho que lo intentaba. Me retorcía entre gritos desgarradores y convulsiones de dolor, como si llevara en el cuerpo un reptil incrustado de lado a lado. Al final, expelí heces y orina, acompañadas de una abundante efusión de sangre por la boca, la nariz y las orejas.
–Ummm, eso es muy grave, grave –dijo el Tío y se quedó callado, en tanto yo continué con el relato:
–El exorcista, tras librar una ardua y larga batalla contra el maligno, quedó agotado y jadeante. Se arrodilló sobre la alfombra, hundió la cabeza contra el pecho y se sumió en un sepulcral silencio; un lapso en el que pude oír los latidos de mi corazón y el tic-tac del reloj en una habitación contigua. Poco tiempo después, y al darse cuenta de que lo miraba desde el catre, la cabeza ladeada, las manos y los pies abiertos y sujetos por correas, se incorporó despacio, besó el crucifijo, acarició el lomo de la Biblia y rezó con los ojos cerrados: “Santificado sea tu nombre. Hágase tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo... –musitó con voz apagada. Luego, en voz más baja todavía y dirigiéndose hacia mí, añadió–: “Que el Espíritu Santo se llene en ti y lo desplace al demonio...”. Como es de suponer, en medio del humo y el vapor que exhalaba mi malogrado cuerpo, lo miré de reojo y de forma desarmante, pero el exorcista, que parecía levitar con la Biblia en la mano, rezó y rezó, pero la maldición persistió dentro de mí, hasta que de pronto levantó el nombre de la Virgen del Socavón. Sólo entonces el demonio, como sierpe espantada de sí misma, huyó con la velocidad de la luz. No sé por dónde salió, pero salió dejándome liberado en cuerpo y alma.
–Para expulsar de tu cuerpo al súbdito de Lucifer, venciéndolo con la humildad humana y el poder divino, había también que invocar a la Virgen, pero a la Virgen del Socavón –reafirmó el Tío–, porque el diablo le teme a ella por alguna razón misteriosa, como teme las palabras estampadas en el libro de los libros.
–Por fin el demonio salió de mi vida y fue arrojado al lago de fuego, donde sería atormentado día y noche por los siglos de los siglos –dije sin disimular mi júbilo–. El exorcista, al término de la sesión y conforme con haber logrado su propósito, giró sobre los talones y abandonó la habitación. Era un ser extraño y una autoridad casi sobrenatural; tuvo la facultad de conversar con el demonio y de doblegarlo en la disputa tanto mental como física. Sólo él fue capaz de devolverme la razón y la paz interior; por decirlo de alguna manera, era algo así como un yatiri andino, que poseía el don de invocar o ahuyentar a los demonios y competir con las fuerzas divinas en procura de dominar a los espíritus del más allá...
–¿Y qué más? –indagó el Tío.
–Cuando desperté de la pesadilla, como quien sale de un trance de locura, me invadió la felicidad y de mis ojos brotaron lágrimas. Me levanté de la cama y caminé hacía la ventana por donde se calaba un aire puro y una luz de esperanza.
–Pero no por eso estás a salvo del diablo –dijo el Tío, en un tono duro y severo.
–¿Y por qué no? –pregunté con una voz llena de sumisión y respeto.
–Porque tú seguirás siendo el templo de mi vida por el resto de tus días –contestó.
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* Tío: Deidad de la mitología andina. Diablo y dios tutelar que habita en el interior de la mina. Los mineros le temen y le brindan ofrendas.