Último
libro de Víctor Montoya
Cuentos
en el exilio
Adolfo Cáceres Romero
(*)
Ningún título podría ser más preciso y adecuado a
estos cuentos -que nacieron en el exilio- que el elegido por su autor.
Víctor Montoya los perpetúa como producto de una síntesis de su labor
creativa, lejos de su natal Bolivia, para permitirnos celebrar su
palabra una vez más. Treinta y un años de estar en
una Suecia que lo acogió en una etapa difícil de su vida, marcan las
páginas de este singular libro de cuentos. En él se fijan no sólo
sus experiencias a partir de su excarcelación, como refugiado político,
sino también sus anhelos y, sobre todo, la prodigiosa talla de su
fuerza creativa; entonces, sus páginas son mucho más que el testimonio
de un exiliado que sufrió la rutina de torturas que lo llevaron al
límite del dolor, la angustia y el rencor. Su cuento "En el país de
las maravillas", sorprende por concentrar en su argumento una réplica
que emerge de las sombras del miedo, donde los sicarios pernoctan
entre gemidos y salpicaduras de sangre de sus víctimas, hasta que
el suplicio quiebra el silencio del héroe, con los gritos de una mujer
que significa mucho para él. Qué cuento más desgarrador éste que,
a pesar de todo, tiene un final más afortunado que el resto del volumen.
Nos resulta difícil elegir un cuento que sobresalga de entre los 40
que nos ofrece Víctor Montoya, pues todos llevan el indiscutible toque
de su talento, casi siempre con la impronta del dolor, el desasosiego
y la violencia, pues hasta la fantasía se hace pesadilla en los sueños
de sus protagonistas.
Cuando de crear se trata, no es nada fácil hacer una
obra de arte endulzando el acíbar de lo vivido; como tampoco es fácil
sublimar el horror, como si éste sólo fuera una experiencia pasajera.
Vargas Llosa considera que es como practicar un exorcismo. Las heridas
del alma difícilmente cicatrizan, que en la mayoría de los casos es
como decir nunca. Cuando Javier Claure le pregunta el porqué de sus
finales trágicos, Montoya le responde: "No lo sé, pero estoy convencido
de que sería incapaz de escribir una historia que tuviese un final
feliz, porque considero que la vida real no siempre es así".
Para entender el periplo estético de estos cuentos,
situados en el torrente creativo que los anima, me atrevo a decir
que habría que leerlos, si no al azar, empezando por los últimos,
porque ahí se suelta la honda imaginativa que, con la argamasa de
sus experiencias, resume la secuencia que nos abre a un mundo de palabras
difícil de olvidar; mundo que a pesar de ser violento y despiadado,
como el que encontramos en su "Asesinato en invierno", digo "su" porque
nadie sino él, como víctima de persecuciones y vejaciones, pudo concebirlo
con todo su trágico patetismo; trágico y sin concesiones, como si
hubiera sido arrancado del ámbito helenístico de Esquilo o de Eurípides.
Así, estos cuentos se hacen catárticos, para dejarnos meditando en
los entramados vericuetos de la vida. Y precisamente es la vida que
fluye en estas páginas, ya sea dentro del más puro realismo o, también,
en la fantasía que no es muy común en la narrativa boliviana de hoy,
pero que en Montoya adquiere un relieve originario, con la sustanciación
del mito en su sello popular, como lo apreciamos en "El tigre de Bengala",
"La veleta del diablo", "Con el Diablo" y "El mago de la botella",
donde hasta los sueños cobran un hálito de realidad.
Por lo general los críticos comienzan a filiar la obra
de un autor en relación a sus modelos; desde luego que Víctor Montoya
los tiene y hasta nos da a entender cuáles son, cuando Javier Claure,
en su "Víctor Montoya, con el fuego en la palabra", le induce a hablar
de la "creación literaria y (el) compromiso". Podemos afirmar que
en estos cuentos en el exilio, Montoya se autentifica, y define como
parte de la conciencia crítica de su tiempo y sociedad. No es un escritor
político, pero sabe bien lo que tiene que decir. Según nos revela:
"el escritor, como cualquier otro individuo, define su compromiso
social a partir de su conciencia y de la realidad que le toca vivir".
Es lo que caracteriza las obras de Paz, Neruda, Cortázar, Vargas Llosa,
Fuentes, García Márquez, como lo hacían Brech y Sartre y Bulgakov,
y lo siguen haciendo Kundera, Rushdie y Pamuk.
Como ciudadano de un país arrasado por las dictaduras,
despojado y explotado por las oligarquías vendidas al imperio capitalista,
Montoya no vacila en revelarnos lo que piensa y siente. Ojo, su palabra
no es proselitista, tampoco sus obras son de mera recreación. Su objetivo
apunta a la conciencia del lector, lo que no quiere decir que procure
generar un impacto ideológico o social, desde alguna agrupación política.
Montoya es, ante todo, un artista. Y así lo apreciamos en el singular
manejo de sus temas, donde el poder de la imagen simplifica su lenguaje;
su humanismo se hace vital en el retrato de sus personajes. Sentimiento
y poesía se desprenden de su ser sustancial, para trascender más allá
de su propia existencia en cada uno de sus cuentos.
Su serie de pesadillas, secuencializadas del I al
III, no son resultado de los sueños fantásticos de Borges, aunque
su lenguaje encuadre con lo mejor de ese maestro. Son auténticas pesadillas
provocadas por el hombre, y que Montoya las refleja como "un acto
solitario", donde su escritura no deja de ser "un arma de protesta
y denuncia contra las discriminaciones raciales, las injusticias sociales
y los poderes de dominación que arremeten contra los derechos humanos";
entonces sí entendemos mejor la temática de este volumen de cuentos,
sobre todo de los que, como "Asesinato en invierno", nos hablan de
su nueva vida de exiliado.
No sería nada raro que alguien se atreviera a decir
que Víctor Montoya instrumentaliza la literatura, precisamente porque
no cree "en la literatura por la literatura, sino en una literatura
cuya función consiste en revelarnos el contexto histórico que nos
toca vivir, con todas sus grandezas y miserias". Decimos "precisamente",
porque tanto el diseño, como la estructuración desde el lenguaje y
el sentimiento que anima los "Cuentos en el exilio", están por encima
de toda limitación que haga de la obra un mero instrumento de denuncia.
Es fácil advertir que estos cuentos, como obras de arte, fueron motivados
en una experiencia de vida. Y así brotan y se dan más allá, inclusive,
del propósito inicial de su creador. Y no sólo por estar comprometido
y definido en las situaciones que narra, sino por la fuerza imaginativa
que lo singulariza. Por ejemplo, en sus cuentos "Don Quijote", "Van
Gogh", "Yo maté al Che", el testimonio no se repite ni se define como
una reminiscencia anecdótica: nace, se siente e intuye a partir de
la animación del relator, de modo que su desenlace, a pesar de salir
de la imaginación del autor, se hace más humano, dinamizado en un
imaginario diestramente elaborado.
* Escritor y crítico literario boliviano.