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Presentación Tránsito ciego (Libros del Pez Espiral, 2013) de Valentina Marchant
Por Loreto Contreras
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En esta presentación de Tránsito ciego más que una lectura apologética de la obra y de su autora, deseo compartir con ustedes lo que me han dejado estos años de poesía y amistad con Valentina, o para decirlo todo en un sola idea: voy a compartir lo que ha sido el testimonio de la construcción de un lenguaje vital desde el tiempo, en el que todavía adolescentes, la poesía era el mejor lugar para habitar, porque ya nos habíamos transformado a nosotras mismas en mentes y corazones demasiado malditos como para querer dejar el mundo tal cual estaba. Pero de eso ya ha pasado mucho tiempo y ya de maldita a Valentina le queda todo menos esa sensación mezcla de soledad y genialidad, que en la tradición se metaforiza en el estar ilusamente elevado en la “torre de Marfil”. Nada de eso ya, la maldita Valentina, decidió bajar a la tierra y recorrerla, producto de eso, de ese tránsito, a mi parecer, ha nacido esta poesía. Además debo decir para no guardarme nada, que de este cambio –es decir, de la poesía juvenil a la poesía a secas- lo más conmovedor que he encontrado en estos versos es el ver construirse un lenguaje que nos sirva para poder vivir aquí y ahora, pero especialmente para apuñalar el velo que nos confinaba a una comunidad en la que se está tan tristemente solo ante la norma, ante la ley y ante la culpa. En ese lugar, que es el hogar, está todo hecho y todo acto creativo se condena por blasfemo, por brujería, por maleficio, por travesura infantil, por no respetar a los padres. De ahí el magnetismo de los niños, únicos sujetos junto a los cuales esta Valentina podría nombrarse como un “nosotros”, pero ese nombre (“El nosotros”) al menos en este primer libro, aún no existe.
“hay que salir a jugar con otros niños.”
Y en otro poema:
“veo niños callados jugando en el jardín.
chupándose los dedos.
y yo estoy tan lejos.
tan lejos de tocar esos ojos que lo dicen todo.
tengo hambre.”
Y es que Tránsito ciego es el ojo de una niña que habla desde la grandeza de la inocencia que es lo mismo que decir que se habla desde la no observancia de las leyes o el casi nulo respeto por los límites, y el camino que acarrea el costo de ese desgarro es una soledad pobre y hambrienta de palabras nuevas, asesina constante de las viejas: acto que hace que el tránsito sea transmutar la experiencia íntima del corral, en el estado mortuorio de la totalidad mundo. Y es del mundo de Tránsito ciego del que quiero realmente hablarles y para eso voy a leer el primer poema, que, a mi gusto, narra el destino o mejor dicho el ímpetu del viaje por la tierra y la propia soledad:
había muchas mariposas blancas. así. literalmente.
en la escritura apiñada de los árboles.
había fantasmas que trepaban alrededor de las hogueras.
literalmente una embestida que se abría.
una grieta incurable.
me pregunto cuál será ahora el símbolo. cuál será.
el puente entre el aleteo y el desgarro.
qué querrá decir esa despedida.
la mano en alto dando vuelta en círculos.
mariposas blancas debajo de la lengua.
pujando. enhebrando una causa en lo oscuro.
tendiendo puentes hacia algo que no tiene forma de palabra.
porque yo no veo.
Todo lo habitable en Tránsito ciego está hecho de materia verbal. Y “Así. literalmente”: es el modo de ser de las cosas que habitan en el hogar y en la frontera. Camino de la ceguera cuando la ceguera es una lengua que no puede ya articular más el nombre de las cosas sin antes cantar y recordar todas esas “muertes cotidianas” de las que las palabras como grietas son buenos lechos mortuorios.
Cada nombrar, entonces, es un intento por ser acto que sorprende y corre los límites, como el juego de los niños cuando aprenden a decir “te maté” haciendo como si su mano fuese una pistola. Pero ¿Quiénes son estos niños que juegan en la plaza? Son los desolados por el repliegue de la historia hacia la memoria –memoria que en nuestros tiempos parece ser sobre todo el nombre de un trauma- y que no nos ofrece ya, como dice uno de los versos del libro: “ningún refugio”, aunque el mayor miedo de salir de la casa sea todavía
la multitud [que] enmascara rostros familiares.
Pero que mejor manera de demostrar desafiantes que no le tememos a la multitud y que no queremos el refugio de recuerdos ajenos, que esos encuentros infantiles con algún desconocido del que nos hacíamos compañeros y con el que jugamos toda una tarde en la plaza, para quizás nunca más volverlo a ver o quizás para que ser amigos entrañables, eso ya da igual. La cuestión que importa es esa potencia traviesa, tierna y perversa del niño que no teme cortar una flor porque lo transitorio de su belleza no le intimida, que no teme que un desconocido sea familiar mientras se comparta el juego, ni se siente destrozado por creer que los pájaros son criaturas tristes que vuelan para definir por contraste nuestro habitar tan cerca de la tierra.
“soy la envidia de un pájaro que ha olvidado cómo llorar en el vuelo”
En otro poema dice:
“imaginar el corazón de las flores esparcido en una calle.
pura basura suelta y a la deriva.
señales de un instante muerto.”
Esto es sólo por poner ejemplos de los versos que desafían el miedo a la muerte de las cosas del mundo, porque el mundo nos devuelve inevitablemente más y más vida, pero para verla hay que estar más allá de los límites del deber ser (de la moral, de la ecología, del principio de la conservación de la vida, un imperativo por cierto bastante antinatural, etc). Las cosas y criaturas del mundo están ahí para ser ultrajados por las manos de Valentina, para indagar en las llagas y mostrarnos –me imagino yo con una sonrisa burlona en su rostro- que la materia se carcome y sus tajos pueden tantearse (o es que acaso Jesús mismo no permitió a Tomás el incrédulo que tocara sus llagas para demostrarle que dios mismo había muerto). Meter las manos en la carne abierta, esa es la experiencia del mundo, cimentada en la decisión de bajar a la tierra; no es la experiencia de una caída. Todo eso se traduce en la promesa del tránsito, en el querer traspasar la reja de la casa y los límites, desembarazándose de los ojos de los protectores que llevamos pegados en la nuca (los protectores que cuidan la memoria, las normas, y en definitiva la casa) es probar las correas a ver cuánto dan, a ver cuánto ceden, y sobre todo es abrir cada herida, porque si de memoria hablamos no nos vengan con mentiras, la memoria no es ningún refugio (como nos hacen creer con sus casas de la memoria), a lo más es la frontera, el abismo realmente existente entre el presente y el pasado, como el abismo entre yo y tú, entre yo y los niños, entre yo y yo. La memoria no es ningún rescate y el único honor que podemos rendirle a los muertos, sean o no realmente “nuestros” muertos, es vivir la certeza de nuestra muerte multiplicada en cada cosa y cada criatura a nuestro alrededor, sólo así se puede vivir la soledad en compañía. Porque cuando se quiere conservar algo, cuando uno se resiste a la muerte -en lugar de hacerle la guerra- entonces uno tiene que vérselas realmente solo o treparse a una altura adecuada para caer ya sea como un mediocre o bien con la dignidad correspondiente si la caída es monumental. De todo esto está construido el mundo de Tránsito ciego, y no les digo esto para que se queden tranquilos y piensen “Ah, es poesía”, pues aquí la poesía una vez más es acto creador de un desfonde que ya está existiendo -como dice el epígrafe de Rosamel del Valle elegido para este libro- en “la leve destrucción cotidiana de las cosas”.
La pregunta que nunca quiere hacerse, pero delante de la cual nos deja Tránsito ciego es una vez más:
¿Qué hacer?, y por favor, no desviarse masturbatoriamente con el ¿Qué hacer con tal pregunta? Que es como tomar la olla caliente y lanzársela al que está al lado por no querer quemarse, y esa es amigos y desconocidos de hoy, la herencia que nos han dejado y que Tránsito ciego denuncia como un lastre. Pero hay otra herencia, dice Valentina, la herencia de la guerra, del conflicto o en su símil natural de “La tempestad”:
la tempestad late bajo el almuerzo matutino.
se introduce en el agua con la que nos lavamos los dientes.
vegeta más allá de las orillas. de los patíbulos. las fiestas.
más allá de las guadañas me besa cada día.
arrastrando los pies a confesar culpas sobre podios vacíos.
no hay perdón de dios para estos huracanes.
los mares ebrios se sublevan.
recordándome que yo parí estos alientos.
que mis entrañas se enaltecen de tanta podredumbre
Ahí está la otra herencia, la que no permite llorar sobre la leche derramada, pues nos recuerda que no hay tiempo que perder para volver al conflicto trascendental en que la existencia de las cosas del mundo vuelve a tener sustancia en la guerra que las hizo nacer, la tempestad que socava lo cotidiano y lo no tan cotidiano. Todo ya está disputado, no hay vuelta atrás porque el atrás está ahí mismo, en una simultaneidad horrorosa: la simultaneidad de lo cotidiano y de la muerte, esa conjunción que sigue trabajando desterrada del lenguaje ordinario y del estado de las cosas, y es ahí en la muerte donde nos miramos o como dice Valentina en uno de sus versos “la única muerte es la que habita en los espejos.” Ser, entonces, uno mismo el espejo, ser el hiato, el abismo o la superficie vacía en la que se devuelve al mundo y al tiempo en el que nos tocó vivir, nuestra afirmación más potente, si vamos a vivir, si vamos a jugar con los otros, si vamos a amar a los padres, a los otros niños, a ti, es también porque vamos a morir, porque el tiempo pasa y somos devenir. Esto me recuerdo a Cesar Vallejo que en uno de sus poemas de Trilce nos interpela así: “Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte”.
Nosotros los mortales, podría ser quizás la comunidad no nombrada en Tránsito ciego, yo prefiero pensar que no hay necesidad que la poesía la nombre porque la operación de desintegrar los límites de cada cuerpo con la palabra, es ya un acto de amor, una potencial comunión en el liberarse. Y hay quizás un solo momento en el que aparece un “nosotros”, mas no como nombre, sino como verbo:
somos el devenir.
la extinción.
y el maleficio.
El amor y la guerra son las fuerzas de ese devenir, pero de ellos no hablaré en esta ocasión, porque el mejor campo de acción para ellos es lo que viene después una vez que se cierran todos los libros. La poesía, como lo ha hecho Valentina, puede nada más ni nada menos, que sellar un canto que paradójicamente conjure la detención de la parálisis, denuncie el constante golpearse “la cabeza contra el muro”, para que amar, cantar, matar y morir le hagan la guerra al silencio de las casas de la memoria cerradas con siete llaves y de paso dejar de temerle a la locura, sin duda la gran fuerza subterránea de estos versos, esa Ofelia loca de amor con el ojo tajeado.
Este ha sido mi intento amoroso de recorrer el tránsito vital de este libro, del que me siento en algún sentido compañera. Gracias.