VIOLETA Y LOS ESCOMBROS DEL ESPÍRITU
(en Sudestada nr. 92. Buenos Aires, septiembre 2010)
Lucy Oporto Valencia
oportolucy@gmail.com
En el contexto de la ruina moral de Chile, y la progresiva extinción de sus recursos espirituales, la figura de Violeta Parra (1917-1967), una de las más grandes inteligencias que ha tenido este país, esplende post mortem, iluminando los escombros del espíritu, desde su excepcional capacidad de conciencia para el examen de los fenómenos de la realidad y sus claves profundas. La ruina moral y espiritual de Chile, es el correlato de su descomposición social y política, acotada, sobre todo, a la postdictadura, administrada durante 20 años por la Concertación de Partidos por la Democracia, que perfeccionó la obra de la dictadura, dándole una forma civilizada y, sólo en apariencia, menos cruenta y bárbara. El espíritu fascista, tributario del fascismo histórico –según los términos que Armando Uribe recoge en Leonardo Sciascia–, es el núcleo del Estado de Derecho que, en Chile, no es más que una cáscara vacía. Dicho proceso de ruina se preparó soterradamente, mientras Chile era saqueado por las transnacionales y sus esbirros chilenos en el poder, con la complicidad de vastos sectores de la población, sumidos en la inconsciencia, la impunidad y la traición como formas de vida, el consumismo y el culto a los vencedores. Y se consolidó con el triunfo de la Derecha, en enero de 2010. El cataclismo del 27 de febrero coincide significativamente, en términos de Carl Jung, con la meta de ese lento descenso al abismo, el último círculo del Infierno que, según Dante, está reservado a los traidores. Ahora, el cataclismo antropológico se ha consumado. Y, en esta nada radical que es Chile, esta patria bastarda y espuria, donde es imposible vivir dignamente, este territorio de muerte que, históricamente, ha destruido a sus mejores elementos (Balmaceda, Allende, Recabarren, De Rokha, y muchos otros, antes y después que ellos, anónimos o hechos desaparecer), Violeta esplende, en esa misma línea, desde la profundidad de lo real, aportando a la construcción de una capacidad de conciencia y de un sentido moral, espiritual y político.
Violeta desplegó su incansable lucha, desde el núcleo de lo que pudiera describirse como parte de una tradición arcaica de sabiduría, plasmada a través de una obra magnífica y polifacética. La constitución de su pensamiento se basa en, a lo menos, tres vertientes: el legado del movimiento obrero; una visión cristiana del mundo desde la perspectiva de los oprimidos (próxima a la teología de la liberación); y el proceso de migración del campo a la ciudad (que la afectó directamente, cuando, en 1932, debió trasladarse junto a sus hermanos a la capital, desde Chillán). A partir de 1953, ella concentra sus esfuerzos en preservar y reelaborar una tradición amenazada por la muerte, el desarraigo y la pérdida. Éste debió ser un impulso proveniente de recónditas profundidades, del núcleo mismo de esa tradición tan amada por ella. En una entrevista concedida en 1960, para Radio Universidad de Concepción, Violeta se refiere a las composiciones del folklore que ella más admira: “Ah, yo reconozco, amo y venero el canto a lo humano y el canto a lo divino, desde el punto de vista del texto literario y del punto de vista musical. Basta con conocer un verso a lo divino para conocer el espíritu fino, sabio y delicado del cantor chileno”. Ambas expresiones constituyen el canto a lo poeta. El canto a lo humano y el canto a lo divino reelaboran, respectivamente, la historia profana y la historia sagrada (a partir del Antiguo y el Nuevo Testamento), en décimas, forma métrica proveniente de la poesía renacentista española. Desde el corazón de dicha tradición, Violeta evoluciona en la línea de una canción de autor, pero sin nunca apartarse de aquélla, sino, más bien, reinterpretando y enriqueciendo sus formas y contenidos. Éste es, básicamente, el crisol en que su inteligencia forjó sus creaciones, su sentido moral, y su aguda conciencia frente a los fenómenos de la realidad, así como la dimensión política de su vida interior. Pues ello le permitió pensar tanto su propia experiencia y conocimiento acerca de los conflictos sociales y la miseria padecida en los ámbitos rural, urbano e indígena, como las sucesivas matanzas de la historia.
Sus investigaciones, tanto en lo que se refiere al folklore como al modo en que ella se relacionaba con la materia de su arte, decantó en una concepción de mundo expuesta, sobre todo, en sus composiciones tardías, particularmente, en Volver a los 17, Gracias a la vida, El gavilán, y Maldigo del alto cielo, entre otras. Tal concepción de mundo pudiera sintetizarse en cuatro ejes principales: el amor, la traición, la búsqueda de una ampliación de la conciencia, y su manifestación en los planos cultural y sociopolítico. En Gracias a la vida y Volver a los 17, el amor aparece unido a la creación, entendida como proceso de conocimiento y ampliación de la conciencia, cuyo horizonte es la construcción de una vida noble vivida en comunidad. En su más alta expresión, el amor aparece como una fuerza transformadora, capaz de vencer el mal, la caducidad, la finitud, la violencia y la muerte. Como forma de conocimiento, permite acceder al fondo invisible de las cosas, la naturaleza, el alma humana y sus dones ocultos.
Pero esta alta concepción del amor le permitió, al mismo tiempo, pensar y presentir su negación, a partir de la experiencia de la traición, elaboración que expone en El gavilán, su obra maestra, debido a la integración y la correspondencia de sus elementos, según se desprende del análisis de la relación entre forma, contenido y significado de ambos. Concebida inicialmente como música de ballet, de ella se conocen sólo dos versiones largas, interpretadas por ella. Una, grabada en Chile por Miguel Letelier, a fines de la década de 1950. Y, la otra, por Héctor Miranda, director del conjunto argentino-chileno Calchakis, en 1964, conocida como versión París, editada en forma póstuma. La obra, basada en el tritono, llamado el intervalo del Diablo, presenta la terrible relación entre el amor, el poder y el capitalismo. Según la entrevista citada, Violeta se refiere al “amor que destruye casi siempre”, y al “capitalismo, el poderoso”, personificado por el gavilán, que aquí es una encarnación demoníaca.
El gavilán prefigura el fascismo en Chile. Los nobles valores recogidos por Violeta en la poética tradicional, así como su alta concepción del amor, no son negados en esta obra, sino que la rodean silenciosamente, siendo el referente desde el cual la injusticia, la muerte violenta, la alienación y la pérdida de sentido de la vida, buscan ser pensadas, denunciadas, resistidas y combatidas. Como si la poética tradicional misma hubiese decantado y madurado la revelación de una maldad radical, que apuntaba a una identidad chilena dañada y envilecida. Y como si esta composición hubiese surgido a modo de advertencia acerca del futuro que inconscientemente se preparaba, y que eclosionaría en todo su horror con el golpe de Estado de 1973, emancipándose durante la dictadura, y consolidándose en la postdictadura.
En este mismo horizonte, Maldigo del alto cielo, no incluida en la edición de 1966, de Las últimas composiciones de Violeta Parra, destaca, primero, debido a la intensidad de los sentimientos de ira y dolor enconados, que ésta presenta. Y, segundo, debido a su plasmación a través de una forma regular, que contrasta con la desmesura de aquéllos. Se trata de una maldición absoluta, de alcance cósmico, que abarca tanto la naturaleza como las instituciones humanas. Esta pieza configura la imagen de una creación que debe ser abolida. Pues, para Violeta, la muerte del amor equivale al fin de la virtud, a la destrucción de la conciencia y de todo sentido moral. Y, bajo tales condiciones, una vida digna es inviable, imposible. En último término, si la muerte del amor constituye el único sentido de la realidad, a cuyas consecuencias habría que adaptarse forzosamente, entonces es preferible que la naturaleza, la cultura, la vida humana y el espíritu mismo, se extingan para siempre.
La forma sonora y musical de estas maldiciones, se relaciona con un cuestionamiento a las bases o la fundación de un mundo, y su vuelta a un caos originario, pues antiguas tradiciones atribuyen el origen del mundo a un sonido. Pero dicha forma se refiere no sólo a una determinada realidad. La pieza persigue, en sí misma, una eficacia: ser y encarnar la experiencia consciente, mediante una forma, del dolor absoluto causado por la muerte del amor, y la necesidad de que el mundo vil derivado de ella, sea destruido. En este sentido, la obra de Violeta tendría una función y una finalidad mágica o ritual, en busca de una acción concreta y eficaz.
Vista en perspectiva, la creación maligna que merece ser destruida por haber legitimado la denigración, la prostitución y la muerte del amor, y la traición, como paradigmas y formas de vida, es el mundo constituido a partir de la dictadura, el huevo de la serpiente, que ha alcanzado su maduración y consolidación en el curso de la postdictadura y su interminable duración en el presente del capitalismo globalizado. Y Violeta, reducida post mortem a la banalización de su vida amorosa para entretener a las masas de consumidores, contaminada por los vínculos de la Fundación Violeta Parra con BHP Billiton –uno de los principales financistas privados de la cultura en Chile–, pagó con el suicidio no debido a su inteligencia con raíces en el alma, ese don raro y extraordinario, sino debido a la alienación, la sordera y la desidia de la comunidad, cuya incomprensión la sumió en una soledad tan radical como su amor insondable. Y, acaso, esa polarización no haya sido sino el trasunto de una última donación, la de su propia quiebra, como prefiguración de la crisis que, años después, destruiría a Chile, con consecuencias y daños irreparables, que se han extendido y se extenderán por generaciones.
Valparaíso, Chile, agosto 2010