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UN ABISMO SIN MÚSICA, NI LUZ

Presentación de El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra, por su autora*  

M. Lucy Oporto Valencia
lucyoporto@gmail.com 

In memoriam
Sergio Salinas Roco

Pues ahora me acostaré en el polvo,
me buscarás y ya  no existiré.

Job 7, 21

 

El documental de Carmen Luz Parot, El derecho de vivir en paz (1999), sobre la vida y obra de Víctor Jara, concluye con una imagen suya, inserta a continuación de los créditos finales, en la cual él se refiere a la relevancia de Violeta Parra en su formación. Dicha imagen indica el nexo que une a Violeta con su posteridad, constituida por la violencia política, la quiebra de Chile, la muerte del amor y la extinción del espíritu, en el contexto del golpe de Estado de 1973, la dictadura y la postdictadura. Pues Violeta y Víctor Jara estaban unidos no sólo por la música y la tradición que los precedió, sino, sobre todo, por la importancia que para ambos tuviera el amor, al que entendieron como fundamento de lo real.

La quiebra espiritual de Chile, concentrada en la imagen del suicidio del Presidente Salvador Allende y del homicidio de Víctor Jara, que da inicio a la larga carnicería desplegada a partir del golpe de Estado, estaba prefigurada en El gavilán, compuesta por Violeta a fines de la década de 1950 y concebida originalmente como música de ballet. Ella integra el cuerpo de obras en que la autora utiliza disonancias, el cual abarca sus composiciones para guitarra sola, la Cueca larga y las piezas para los documentales Mimbre (1957) y Trilla (1959), de Sergio Bravo Ramos.

La autora nunca grabó esta pieza en estudio y el ballet nunca llegó a ser montado. Sólo se conocen dos versiones largas de la misma, para canto y guitarra, como vestigios del proyecto original, correspondientes a grabaciones caseras. Una de ellas, realizada por el compositor Miguel Letelier, a fines de la década de 1950. Y la otra, realizada por Héctor Miranda, director del conjunto argentino-chileno Calchakis, en 1964, conocida como versión París. Esta última fue editada en 1975, por el sello francés Le Chant du Monde. En 1980, fue editada por el sello Alerce, siendo ésta su primera presentación pública en Chile. Mientras que la versión registrada por Letelier lo fue recién en 1999, también por Alerce. Desde esa fecha, la obra musical de Violeta ha continuado siendo editada por la transnacional Warner Music.
           
La pieza, cuyo foco es el amor traicionado, presenta la tortuosa relación de una mujer con Gavilán (el romance entre una gallina y un gavilán, según el proyecto original de Violeta). El segundo personaje corresponde a un ser masculino, no necesariamente un hombre, descrito como un ave de presa, el cual encarna una de las apariencias del Diablo. Dicha relación es presentada, en su fase extrema y terminal, como proceso de persecución seguida de muerte violenta, ejecutado por Gavilán, en nombre de una comunidad amenazada por los efectos de una crisis. La acción de la comunidad se oculta en la estructura formal de la pieza, no siendo aquélla, en principio, evidente.

El núcleo de la estructura formal de El gavilán es el tritono, intervalo prohibido en la polifonía medieval, debido a su difícil entonación y disonancia, que lo hacían incompatible con la matriz teórica, en la cual se basaba la música medieval, entendida como teología. Esa matriz correspondía, básicamente, a la armonía de las esferas, de Pitágoras, y el trasfondo moral unido a la formación del carácter, que Platón reconociera en la música. Se consideraba que, a través del tritono, entraba el Diablo en la música, razón por la cual se lo llamó diabolus in musica, o el intervalo del Diablo.

Violeta, quien a fines de la década de 1950 declara haber conocido la música atonal, época en que comienza a componer esta pieza, lo utiliza aquí de modo sistemático y preciso. Esto cuestiona una serie de lugares comunes posicionados y naturalizados, acerca de su ser e interioridad, entre los cuales, destacan los siguientes.

Primero, la imagen de una Violeta iluminada, poseída por raptos de inconsciencia asociados a su genio musical, trance en medio del cual ella habría creado espontáneamente sus obras, sin mediar una capacidad reflexiva.

Segundo, Violeta confinada a un entendimiento de su formación autodidacta y popular como incompatible con el discurso culto, desde un resentimiento antiintelectual y antiteórico difundido y legitimado desde sectores pretendidamente alternativos, y como extensión de la moral asociada a la gestión cultural, incluso en las universidades, corrompidas y degeneradas en mercado académico y, a la postre, sustituidas por una industria parasitaria, que envilece y trivializa el conocimiento. El entendimiento de lo popular pareciera estar  aquí  asociado a la figura del buen salvaje o de una naturaleza virgen u originaria y, debido a esto, amenazada por los supuestos artificios e inautenticidades del discurso culto.

Tercero, Violeta desrealizada en su calidad de poeta. En un artículo acerca de las relaciones entre lo estético y la eternidad, Sergio Vuskovic denuncia la operación ideológica, consistente en la reducción de grandes poetas chilenos a meros “cantantes folklóricos”  —desde una visión prejuiciosa y peyorativa del folklore— aplicada, entre otros, a Violeta, Patricio Manns y Osvaldo Rodríguez, relacionada con los prestigios del progreso y el desarrollo de los medios de comunicación, cuya expansión determinó la extinción de la poesía cantada.

Cuarto, Violeta reducida a un anecdotismo banal, que redunda, sobre todo, en detalles acerca de sus relaciones amorosas, según el esquema de una correspondencia biunívoca entre vida y obra. La adopción de este esquema impide examinar su pensamiento más allá de los mezquinos márgenes de una construcción biográfica basada en anécdotas entretenidas referidas por terceros y, en ocasiones, desde una familiaridad que raya en la impudicia, sin detenerse a examinar el problema de la autoridad del testimonio y su relación con la verdad.

Quinto, se insiste ciegamente en la filiación de Violeta con la comunidad, en su preferencia por la gente, antes que por su arte —según sus propios términos, poco antes de morir— como excusa para apropiarse de su imagen, sin otras consideraciones. Esta apropiación indiferenciada, irresponsable y superficial revela no sólo una pereza mental persistente, sino que encubre una necesidad de escamotear la mala conciencia relativa al escándalo de su suicidio.

Y, sexto, en el marco de la conmemoración de su nonagésimo natalicio, se intentó posicionar la imagen de una Violeta apolítica, que habría actuado “como un ser humano”, antes que como integrante de un partido, el Partido Comunista, en este caso, del cual fue militante durante un período. Ciertamente, la posición frente al mundo de Violeta desborda el marco interpretativo de la realidad propio del PC. Pero es falso que ella careciera de una posición política. Su impugnación del capitalismo, cuyas modalidades llegaron a adquirir un espesor peculiar y complejo, a medida que su obra evolucionaba, fue declarada por ella, expresamente, a propósito de El gavilán, en la entrevista que concedió a Mario Céspedes en 1960, para Radio Universidad de Concepción.

Bajo este mismo criterio, legitimado en vistas a un adelgazamiento de su impronta y el fortalecimiento de la industria cultural, corresponde situar las siguientes deformaciones y reducciones. Primero, la insistencia en posicionar a Violeta como “la primera Rock & Pop Star de Chile”, por medios de comunicación supuestamente alternativos, irreverentes y “transversales”, según la terminología eufemística de moda, pero que gozan de excelentes relaciones con el mercado y la farándula. Segundo, la participación de Minera Escondida, perteneciente a la transnacional BHP Billiton, que auspicia la exposición de la obra plástica de Violeta en el Centro Cultural Palacio La Moneda. Su slogan publicitario: “Violeta Parra, la que vino escondida”, exhibe sin pudor lo que pudiera describirse como una alianza estratégica de marcas. Esta empresa auspició, además, un libro de lujo con la reproducción de dicha obra. La misma que Violeta, en vida, quiso saber destinada al pueblo de Chile, décadas antes de que éste se transformara en una masa sin alma de sobrevivientes oportunistas y consumidores voraces. Y, tercero, su inclusión en el ranking competitivo “Los 10 grandes chilenos de nuestra historia”, funcional al mercado de la telefonía, la televisión y la electrónica, utilizando como excusa la conmemoración del Bicentenario y la espuria ideología de la identidad y la participación ciudadana, a él asociada.

La construcción de tal imagen, desde éstos y otros lugares comunes, ha sido útil hasta ahora, en orden a cosificar a Violeta como mercancía, negarle su calidad de sujeto pensante, arraigado en recónditas profundidades del alma, despolitizar su obra y negarle su radicalidad filosófica. Tras sucesivas operaciones ideológicas, Violeta ha devenido trofeo exótico de los dueños de Chile, con la complicidad de la Fundación Violeta Parra y la indolencia depravada del Estado chileno. Esto obliga a adoptar una posición clara frente a Violeta y sus sacrificadores. En particular, sus sacrificadores póstumos.

El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra, busca ser un aporte a la profundización en el pensamiento de la polifacética artista, indagando los lineamientos centrales de su vasta relevancia filosófica. Está dirigido, entre otros, a intérpretes musicales y en danza, profesores, investigadores y realizadores de un hipotético cine político con raíces metafísicas y poéticas, cuyo horizonte fuese madurar y constituirse sobre una percepción profunda y una base intelectual sólida, rigurosa y consciente. Mediante el método que aquí se denomina una arqueología del alma, se propone, primero, interpretar El gavilán como texto de persecución, según el marco teórico de René Girard. Y, segundo, sobre la base del concepto de sincronicidad de Carl Gustav Jung, que integra su teoría de los arquetipos y el inconsciente colectivo, se propone interpretar El gavilán como prefiguración del golpe de Estado de 1973 y su posteridad, considerada como la era del exilio del alma, cuyo sentido será explicado a continuación.

Violeta vivió para el amor y la creación, a los que entendió como fundamento de una existencia noble y elevada. Estaba conectada con mundos extraños, ignotos, inconcebibles ya, en este Chile que muere bajo la égida del neoliberalismo, dominado por el hedonismo de la sociedad consumo, la mezquindad organizada contra todo aquello que se sustraiga a sus redes de poder, y el anecdotismo banal como aproximación a las obras y los autores, actitudes y prácticas legitimadas por la industria cultural, el mercado de la entretención, y la difamación y banalización del pensamiento, a todo nivel.

Cuando Violeta compuso El gavilán, dio forma a la zona de una soledad absoluta, como trasfondo de ésta. Era no sólo la soledad enconada de la traición amorosa, sino aquélla del mecanismo del chivo expiatorio, de la violencia colectiva y homicida, ejercida con propósitos fundacionales o restauradores. Y era, además, la soledad absoluta del exilio del alma, impedida de integrar conciencia e inconsciente. Según Jung, la capacidad de conjunción de los opuestos es lo propio del alma, como condición de posibilidad de la conciencia. Por eso, la imagen de la hablante de El gavilán corresponde a un fantasma, un yo póstumo o un sujeto post mortem, testigo de su aniquilación por Gavilán, que narra su historia como un alma en pena, buscando reconstituir la escena del crimen, en busca de verdad y justicia.

Tal vez, haya existido un punto en que Violeta llegó a percibir un vacío espantoso: el vacío del alma, los afectos, la inteligencia y el mundo. ¿Qué pudo ser aquello? ¿Una visión de Dios, en la era de su ausencia, o acaso del Príncipe y los Hijos de las Tinieblas?  Como sea, lo que vio o escuchó no era sólo humano. Es posible que ella no pudiera concebirlo, pero plasmó la intuición de ese vacío en su obra. Era la intuición de un desgarramiento cósmico, de un dolor inefable, pero que se muestra como un antiguo gesto de súplica. Pues era el amor mismo, que moría en medio de un abismo sin música, ni luz; un abismo helado, sin creatividad, ni conciencia, ni alma, ni compasión, ni abrazo. Algo así como el árido fondo inenarrable de la finitud de los seres.

Tal vez, Violeta haya cruzado un umbral extraño, alcanzando a percibir no sólo la muerte del amor, sino sus cruentas consecuencias, cifradas en la imposibilidad misma de la vida o el proceso de su desnaturalización radical. Y, en su núcleo, el abismo del Mal, manifestado a través de la clausura de la verdad, el conocimiento, la conciencia, la percepción, los sentimientos y la imaginación, y a través del agotamiento de la posibilidad misma de acceder a un sentido profundo de la realidad.

Si Violeta y su obra eran el alma de Chile, ellas encarnan la tragedia del amor y la creación, que destellan en su máxima plenitud, contrastando ese instante único con su brutal extinción y hundimiento, al ser desoídos por la comunidad, partícipe de la alienación, la indolencia depravada, el vacío del pensamiento como norma, la traición como forma de vida, y las tinieblas del alma como proyecto y descendencia. La alta concepción de la vida, que de Violeta y su obra se desprende, es destruida por esa entropía recalcitrante, como en La sociedad de los poetas muertos (1989), de Peter Weir, donde la creatividad de sus jóvenes protagonistas destella por única vez en sus vidas, imponiéndose, ineluctablemente y con violencia, su normalización, autoextinción y destinación al cumplimiento de sus obligaciones sociales, sin más. O como en La mirada de Ulises (1995), de Theo Angelopoulus, una obra mayor del cine político contemporáneo, donde la esperanza en el amor, cuya cifra es el fin de todo exilio, la posibilidad de una memoria histórica, de la capacidad de conciencia y de la constitución de un sujeto, es destruida por la guerra, el fanatismo y la carnicería en nombre de Dios. Las imágenes negras del mundo se imponen como trágica conclusión de la intensa búsqueda de la película primordial de los hermanos Manakis, documentalistas griegos de principios del siglo XX, quienes habían registrado las costumbres del pueblo y la decadencia del Imperio Otomano (1299-1922). La búsqueda de esas miradas griegas inocentes culmina en Sarajevo, devastada durante la Guerra de Bosnia (1992-1995). Pero, en su lugar, aparecen dichas imágenes negras, que constituyen la prefiguración de una quiebra radical, una pérdida de sentido extrema e irrevocable, y un exilio perpetuo, manifestados como imposibilidad del amor y la memoria y, en consecuencia, de la conciencia y el alma. Pues “Grecia se muere”, y ya no es posible acceder a la primera mirada, ni a la verdad, ni al fondo de las cosas.

Ahora bien, El Diablo en la música es, en cuanto a sus resultados no previsibles, una meditación acerca del significado de la muerte de Violeta, desde el punto de vista de su relevancia filosófica y cultural. Segundo, una meditación acerca de la degradación de la música, y su uso sistemático como instrumento de tortura con el fin de proteger al torturador del dolor y la subjetividad de la víctima. Y, tercero, una meditación acerca de la manipulación y la banalización de la música por la industria del envilecimiento y sus prolongaciones, entre las que destaca el lumpenfascismo, definido por la reproducción de las relaciones y mecanismos de dominación en todos sus niveles, y legitimado como norma de sobrevivencia durante la postdictadura. Pero este trabajo es, sobre todo, un registro y una fenomenología, entre otros que pudiera haber, de la quiebra espiritual de Chile.
           
La traición es un dominio del Diablo, como correctamente indica Enrico Castelli, en su  estudio acerca de lo demoníaco en el arte de los pintores-teólogos del siglo XV. Acaso aquélla sea el núcleo último del Mal, la evidencia patente del vacío del alma que constituye la tragedia de Chile. La extinción de esa conciencia profunda inicia su tramo final con el suicidio de Allende, precedido por Violeta, y otros, antes que ellos. Las generaciones más jóvenes y vitales, y, en razón de esto, aduladas y preferidas por el mercado, como la novedad absoluta, no la han hecho, ni la harán renacer, porque la muerte de Chile es transgeneracional.

“La firmeza serena de la dignidad hecha hombre”, a la que Allende se refiriera en su Discurso en la Gran Logia de Chile (1970), a propósito de Aguirre Cerda enfrentado a una tentativa de golpe de Estado, no puede tener cabida en un mundo donde el amor ha muerto. Para que esas expresiones recuperaran su auténtico espesor y fuerza, sería necesaria una estatura moral y espiritual forjada durante décadas, tal vez siglos, sobre la base de una memoria persistente y una tradición viva, hasta que una figura como Allende volviera a surgir. Para que lo real revelase su interior, habría, en último término, que destruir el actual modelo de raíz, accediendo a los niveles más profundos del inconsciente, lo cual supone la construcción silenciosa de un sentido moral y una vida interior, en vistas a la constitución de un sujeto capaz de resistir los aparatos de dominación.

El espíritu, ese hálito de vida que trasciende a Dios mismo, esa autoconciencia luminosa que hace posible la vida en su forma noble, se extingue. Pero dona su propio sufrimiento, su fatiga inenarrable y los signos de su propio proceso de extinción, como último vestigio de sí, para que sus testigos dejen registro de él.

La imagen de dicho proceso es plasmada por Violeta en El gavilán. Su luz sangrienta y terrible es parte de esa donación, destinada a las generaciones constituidas por la dictadura —que se encona como una herida de muerte— y su posteridad imposible, remota o dudosa. Esta fenomenología de la extinción del espíritu es, por lo tanto, un registro de la evolución de esa herida, como imagen del matadero de la historia, y un documento de la quiebra de Chile. El dilema, que se desprende de tal estado de cosas, se sintetiza bajo la fórmula: envilecimiento o muerte, impuesta, consolidada y celebrada bajo el espacio abortivo de la postdictadura: el neoliberalismo y su constituva denegación de verdad, amor y justicia, que hacen imposible la vida en su forma noble. El Diablo en la música busca ser un aporte a la reflexión, debate y conciencia acerca de ese proceso del espíritu en Chile, que se despeña convertido en una fosa maldita, un abismo sin música, ni luz. Este trabajo es, en último término, un registro de su autopsia, como aporte a la construcción de su memoria y conciencia de sí.

A posteriori, fue posible constatar una ambigüedad imborrable en el texto del libro, una oscilación permanente entre la afirmación de la vida y de la muerte, la ausencia y el anhelo de Dios, la luz y la extinción del espíritu, la esperanza y la destinación al Infierno. Tal ambigüedad, que pudiera dar lugar a equívocos, trasciende la forma lógica. Pues es la marca indeleble de los derroteros y aporías del alma, en el presente constituido por una larga memoria de sangre, derrota, maldad, falsedad, traición, injusticia, inconsciencia y cinismo (la filosofía de los hombres sin alma, según Oscar Wilde); memoria siempre amenazada por las operaciones dirigidas a su desrealización oportunista.

“En Chile la noche es eterna”, expresa Ennio Moltedo, cuya voz antigua da una forma precisa a la tragedia de este profanado país. No obstante, el espíritu de Violeta era y continúa siendo radical y real, como si en algún punto ella hubiese cruzado la línea que separa los fenómenos de su fondo incognoscible, dando forma a dimensiones inconcebibles de la realidad. Mientras tanto, la vida y la música, modeladas por la carnicería neoliberal, en cualquiera de sus variantes, fluyen con indolencia, reproduciéndose ciegamente, como si la carencia de un sentido moral fuese su condición misma de posibilidad. Pero ante el espíritu antiguo de Violeta, ellas se muestran espurias y falsas, vacías e inconsistentes, en su radical envilecimiento, que ella iluminó con su materia viva. La luz de Violeta revela el vacío del mundo, el exilio del alma y la muerte del amor, como manifestaciones de la extinción del espíritu, que constituyen la herencia de Chile.

Ahora bien, las reflexiones acerca de tal extinción aparecen a lo largo del texto del libro, directa e indirectamente expresadas. Pero su curso tuvo un punto de inflexión, correspondiente a una primera decantación o maduración, la cual ocurrió en un momento preciso, tras la muerte del crítico de cine Sergio Salinas Roco (1942-2007). Al morir, Salinas ingresó al texto del libro de un modo extraño e incomprensible, dando forma a las bases de lo que pudiera llamarse una analítica de los escombros, como faceta específica de una arqueología del alma. Dicha analítica se refiere a la extinción como experiencia de mundo y concepto filosófico, siempre dolorosa en su relación con el ser epigonal y los registros que constituyen tanto su fenomenología como la articulación de su conciencia, memoria y forma filosófica. Esa decantación de elementos ha quedado plasmada en los últimos párrafos de las Consideraciones Preliminares. En ese mismo período surgió, además, la idea de elaborar e incluir una fotografía conceptual, acompañada de una explicación, que diera cuenta, simbólicamente, del proceso del libro.

En razón de lo anterior, dedico el texto de esta presentación a la memoria de Sergio Salinas, cuya luz tardía iluminó los escombros del espíritu, para una conciencia radicalizada de esta enconada tragedia chilena. Su percepción e inteligencia deslumbrantes y rigurosas, fueron y seguirán siendo una manifestación del ser profundo, en medio de esta agonía y decadencia sin retorno, contra los prestigios de la razón instrumental y su sofística, su barbarie encubierta y su ignominia.-          

 

Valparaíso, Marzo-Noviembre 2008.-

* Lucy Oporto Valencia, El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra. Altazor, Viña del Mar, 2008. Presentado el 25 de Noviembre de 2008, en Sala Viña del Mar.

 

 

 

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UN ABISMO SIN MÚSICA, NI LUZ.
Presentación de El Diablo en la música. La muerte del amor en El gavilán, de Violeta Parra,
por su autora. M. Lucy Oporto Valencia.