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Una Violeta llamada Chile en un país llamado Parra

Por Rafael Gumucio
Publicadas en https://elpais.com/ 14 de julio de 2017


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"No me lo hace a mí, se lo hace a Chile”, solía decirle Violeta Parra, nacida hace 100 años en San Carlos (región del Bío Bío), a toda suerte de funcionarios diplomáticos cuando le negaban subvenciones y apoyo. Estaba convencida de modo innegable que Chile era ella, y ella era Chile. A la luz de su posteridad, es imposible negar que Violeta Parra es Chile y Chile es en gran parte su creación, la idea de una cierta tristeza que ríe, de una cierta pasión que baila, de una cierta pobreza que no rechaza darse ningún lujo.

Folcloristas, rockeros, raperos, poperos, pero también escritores, pintores, arquitectos, filósofos y bailarines buscan en la obra siempre inconclusa, siempre debutante, de Violeta una raíz a la que asirse. La nueva canción chilena, pero también la Nueva Trova cubana, la obra de Mercedes Sosa, Paco Ibáñez o Joaquín Sabina no se entienden sin Violeta. Una obra que crece y se complica en la medida en que se encuentran nuevos tapices, cuadros, grabaciones, cartas y manuscritos que dan cuenta de su manía de convertir todo en personal, todo en único, evitando siempre el prestigio de los profesionales, siendo en todo siempre una debutante que consigue la obra maestra en el primer ensayo.

Su fuerza nace quizás de su capacidad de contagio. Así lo cuenta en sus décimas, el relato de su vida en versos de ocho silabas, que su hermano mayor, su hermano-padre como lo llamaba ella, el antipoeta Nicanor Parra, le encargó escribir. Ahí cuenta cómo el sarampión que trajo de Santiago viajó con ella en tren al sur de Chile, matando animales y hombres. El secreto placer con que cuenta las muertes que su sobrevivencia costó es quizás una de las claves de su magia. Una magia en cierta medida negra.

Violeta, que murió no en vano en las tierras de La Quintrala, una terrateniente colonial famosa por azotar a sus hombres. La Violeta que encarna la madre pero también el padre de todo chileno. La Violenta Parra, como la llamaba su hermano Nicanor, que no se hizo nunca la dulce, o la frágil, pero que no dejaba nunca, sin embargo, de seducir. Porque no es fácil escuchar sin una mezcla de rabia y de emoción la voz quebrada y metálica de Violeta, que rechaza toda melancolía, toda nostalgia, pero no le tiene miedo casi nunca a la muerte, al dolor, a la pobreza, a la rabia. Una voz que “lleva 40 años sufriendo”, como dice ella para explicar por qué ella y solo ella puede cantar su ballet atonal El gavilán.

Violeta, hija de profesor primario que murió demasiado luego y demasiado pobre, se ganó la vida cantando en circos, calles y velorios. Llegó de Chillán a Santiago vestida de gitana de Triana, cantándole al río Manzanares. Formó luego con su hermana Hilda un dúo que interpretaba con la misma facilidad boleros y rancheras. Un día cualquiera de 1952, impaciente ante la poca atención que su hermano Nicanor le prestaba, le preguntó qué leía con tanta atención. Su hermano estudiaba la poesía popular chilena del siglo XIX para intentar escribir un Martín Fierro chileno. Violeta se fue bruscamente de la casa de su hermano para volver a las pocas horas con cientos de hojas llenas a rabiar de versos.

“Estudia eso mejor”, le dijo. Nicanor se encontró de pronto con canciones como las que cantaban los ciegos en los bares de mala muerte en los que perdió su fortuna su padre. “Canto a lo humano y lo divino”, como ese que improvisaban sus tíos y amigos en guitarrones de 12 cuerdas. Todo un tesoro infinito de versos, imágenes, comidas y ritos que siempre habían estado ahí, al alcance de la mano, pero que nadie se había dignado en recoger antes de que Violeta Parra lo empezara a hacer.

Violeta Parra, que dejó el dúo con su hermana y su matrimonio con el maquinista Luis Cereceda, decidió no sólo recopilar esas canciones, sino habitarlas de cuerpo entero. Su forma de vestir, de hablar, de comer, de amar, se hizo a la medida de esa idea de Chile, popular e inevitable, pobre de solemnidad y rico de colores, de contrastes. Se sentaba siempre en un piso más bajo que los campesinos a los que entrevistaba, pero terminaba por cantar ellas sus canciones, una más entre los mapuches, chilotes, campesinos y mineros que iban entregando sus canciones y dichos a su incómoda grabadora.

Le preguntaron en París que, si tuviera que elegir entre la pintura, la música, los tapices o la poesía, qué arte escogería. “Escogería quedarme con la gente”, respondió ella, pero no hizo, sin embargo, más que arrancar lo más que pudo de su adorado país. Mientras cantaba en Varsovia en el Festival de la Juventud que auspiciaba la Internacional Comunista, su hija Rosa murió de frío en Santiago. No volvió antes de grabar en Londres y exponer en el Museo de Artes Decorativas de París. Esos éxitos, que contrastaban con la inestabilidad sentimental y material de su vida en Chile, no hicieron más que acelerar la tragedia. En febrero de 1967, en la carpa polvorienta en la que quería fundar una universidad del folclore, Violeta Parra se disparó en la cabeza.

Esa muerte, que se parece a la de los presidentes Allende y Balmaceda, era quizás lo único que le faltaba a Violeta para cerrar la alianza eterna con el país. Un país suicida como ella, violento como ella, un país mujer como ella, que como ella también es perfectamente capaz de cantarle gracias a la vida justo cuando está a punto de matarse. Un homenaje, una despedida, un canto de esperanza, pero también una ironía antipoética, un chiste cruel, un desafío: un gracias a la vida ante el que a la vida no le queda más que responder:

—De nada, comadre, vuelva cuando quiera, en su casa no más está.


 

 

 

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Una Violeta llamada Chile en un país llamado Parra
Por Rafael Gumucio
Publicadas en https://elpais.com/ 14 de julio de 2017