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Yoko de Víctor Quezada
(libros del perro negro, 2013)
Por Patricio Urzúa
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Dudé cuando Víctor me pidió que presentara Yoko (Libros del Perro Negro, 2013). Dudé porque me dijo que era un libro de poemas y yo de poesía entiendo bien poco. Llegué a una solución que me permitió darme el gusto de presentar este texto, y que además me permitió salvar el propio e irrelevante temor a la poesía. Yoko no es, para mí, un libro de poemas. Es una colección de escenas poéticas o de pequeños fragmentos, instantáneas dispersas que son poéticas casi por accidente. Lo que me parece, modestamente, que no es lo mismo que un libro de poemas.
Y esa calidad que tienen estos textos como de origami, precisos y precarios, fue lo que para mí hizo de Yoko un objeto cautivador.
Yoko evoca lugares ajenos, lugares más allá del presente, presencias que solo existen como la sombra o el recorte de alguien que no está… o mejor, Yoko evoca aspectos en los que la presencia de alguien se revela solo en mezquinos pedazos, como las facetas de un diamante, que sugieren una totalidad distante. Porque una persona es imposible de poseer, de la misma manera en que el amor es imposible de traspasar a la superficialidad de una hoja de papel o un monitor.
Hay en Yoko palabras que se repiten: reverente, presencia, rayo. Hay palabras que se repiten porque quizá a estas alturas contar una historia o escribir un poema no sea más que el acto de repetir palabras que alguien más ya escribió o dijo antes, mejor o peor aparejadas con otras palabras que también son de segunda mano. O tal vez esa sea la enfermedad de alguien que tal vez ha leído demasiado como para conservar su buena salud.
Si las palabras son un medio más bien gastado de tanto cambiar de manos, lo que hay que buscar es lo que busca Víctor: una voz, un juego, una exploración en las posibilidades de combinar una y otra vez estos pobres ingredientes, como hace con acierto en un fragmento, o un poema, llamado “Sobre todo después el mar se cierra”, mientras habla del corazón sin nombrarlo:
“Recuerdo el nocturno asiento, cuando remedó sístoles y diástoles del pecho mío directo escuchando. Yo sostuve su cabeza mientras la boca roja remedaba sístoles cerrándose, diástoles abriéndose, en una analogía para mi precisa en su voz.
Yo dije algo parecido a: nunca, creo que nunca he abrazado a una muchacha de esta forma. Antes no sostuve la cabeza de una mujer en mi pecho y su pureza me pareció el mundo”.
Yoko es también, me parece, una colección de intentos por capturar lo inasible, de cazar la esencia esquiva que se esconde tras las cosas trascendentes y anodinas. Intento aun más valioso por cuánto deja de inconcluso, por aquello que traza apenas con un par de líneas o abandona cuando recién comienza a esbozar. Vale tanto por lo que dice, o por lo que ahí está dicho, como por sus espacios en blanco, por sus oraciones flotantes. También, por la ambigüedad con que Víctor, o el hablante, por usar una palabra de las clases de castellano, se relaciona con aquello de lo que escribe, y sobre todo con Yoko, que puede ser tan solo una planta en un macetero de plástico… pero que también puede ser algo más.
Curioso: Yoko está atravesado por Moby Dick, o más bien por un pasaje cerca del final de la novela de Melville que ha fascinado a Víctor –y a algunos otros-: el que describe cómo la madera inútil de un ataúd se convierte al final de todo en una tabla de salvación, en un salvavidas accidental. También en Yoko hay consejos de lectura –o más bien, advertencias acerca de libros que es mejor mantener cerrados, libros que es mejor no leer o quizá olvidar una vez leídos-. Yoko, por supuesto, escapa de esta lista.