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Y su último acto de amor fue abandonarme. Al cuidado de mí mismo, a mi hombría.
No lo comprendí hasta ahora, cuando el sol acaba de formar los contornos de la casa, abierta la ventana.
Aquí es donde comienza nuestra historia.
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Un mar imposible sobre las calles y tejados. Otra vez el mediodía y su presencia irrefutable.
Salgo a comprar. Entre sus manos, la fruta adquiere una dignidad especial, es quizás la luz que las devuelve a su consistencia, en ese cesto oscuro.
Reconozco en las manos una delicadeza familiar; en su cuerpo, la versión menuda de mi cuerpo. Yo, más blanco, me camuflo entre los rubios, pertenezco a ellos con vergüenza.
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Hemos convenido juntarnos cerca de la estación de buses interurbanos. Odio ese lugar, el olor a fruta podrida, el olor a orina que es también el olor de los vagabundos que -a las doce del día- disfrutan los domingos extendidos en la vereda junto a sus perros. Acaso los perros –esos perros tiñosos- sean la criatura menos deshonrosa de todo este lugar. Alrededor, los vendedores callejeros se ríen de mí con insolencia.
La veo llegar desde la esquina. El gran portal de la estación la hace caer como naturalmente caen las cosas en su sitio. Reconozco en ella algo que todavía puedo llamar cercano. Pienso que esa es la razón por la que vine hasta acá, la única por la cual saldría al encuentro cariñoso de sus brazos. La veo preguntar por alguna indicación a esos hombres que la complacen, sonreír con ellos y dejarlos, mirar luego confundida a ambos lados de la calle.
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Christian se vino por una semana. Antes había estado dos años o algo así, ocupado en leer la Metafísica y a Petrarca en ediciones indecorosas. Estamos en la rotisería, mañana mismo se vuelve para Asunción. Tenemos unas cuantas horas que aprovechamos para conversar, mirarnos las caras después de tanto tiempo, adivinar las transformaciones más superficiales de los rostros, la panza en cada uno, el peinado, la facha; aprovechar la luz de esta tarde de verano, porque la luz se ha hecho más importante, vivir de día, estar sentados, mirar detenidamente el entorno.
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Nos vamos por un rato a la plaza, espiamos a los niños que juegan en ese sitio: el roce de los brazos jóvenes en los árboles, la fricción en los toboganes, columpios y tiovivos, el ardor que en nosotros persiste señalando una herida sin cuerpo.
Sentados en nuestra flacidez de ilustrados nos confundimos con padres y pederastas. Mejor ir y embestir, usurpar y colonizar los juegos, ahuyentar a los niños, horrorizarlos con nuestro entusiasmo.
Perdidos los ojos en la gran mancha de luz que es el verano, extendemos los brazos al cielo. La ciudad, como nosotros, iluminada con generosidad pero vacía.
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Hoy, en otra ciudad, nos encontramos. Estamos juntos toda la tarde. Ahora Christian tiene una hija y una esposa, una remera beige, championes de fútbol y una explosión de canas a un lado de la cabeza, como si un polvo blanquísimo escapara por su cuesca fisurada.
Me tiene un regalo. Vuelve con un libro que hace un par de años yo le di a él, cuando se fue para Asunción definitivamente. Dice que no entiende en primer lugar por qué se lo regalé. Yo me callo. Siempre es una cagada que te dejen solo.