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FUENTES DEL DERECHO
Martín Gubbins. Ediciones Tácitas, 2010.

Por Valeria Tentoni

 

Me fascina la poesía chilena, empecemos por ahí. Tengo un prejuicio positivo muy difícil de barrer, cuando recibo un libro de poesía chilena. Mi enamoramiento con ese cuerpo en crecimiento al otro lado de la cordillera empezó hace unos años, cuando conocí a Jorge Polanco y Guido Arroyo. Este último viaja muy seguido a Buenos Aires, por suerte para mí, porque además de contarlo entre mis amigos, y disfrutar de paseos que jamás hubiese dado sola en una ciudad en la que vivo hace más de siete años (me convierto, automáticamente, también en una turista), siempre llega con una carga nada desdeñable de producción de su país. Libros y libros, diminutos, gruesos, de autores que conozco o de personas que me son absolutamente desconocidas. Es una fiesta, para mí, que venga Guido. Una fiesta de cumpleaños improvisada en una fecha equivocada, en la que recibo por regalos, únicamente, libros (uno de esos cumpleaños que cualquier lector soñaría tener).

En su última visita, hace unas semanas, le conté sobre un libro que terminé de escribir este año. Ni bien empecé a hablar me nombró a Martín Gubbins, porque Guido tiene eso, también: es capaz de alojar en su memoria una cantidad de nombres y títulos insondable. Me dijo que, en su país, Gubbins había escrito un libro sobre la misma temática que yo: lo jurídico.

Me contacté con Martín, entonces, a quien yo no conocía. Me inquietaba la sola idea de que alguien, el mismo año que yo, hubiese trabajado el mismo tema; no tanto porque creyera que mi libro fuese una pieza de originalidad imbatible –ya hace tiempo me resigné al entendimiento de que todo fue escrito-, sino porque tengo mucha fe en las coincidencias. Las recibo como vectores de búsqueda, como señales de tránsito.

Resulta que Gubbins es abogado, y escribió Fuentes del derecho, publicado por Ediciones Tácitas en 2010. Le hablé de la coincidencia y se apuró a decirme que él no creía que hubiese escrito, como yo, un libro de poesía jurídica, sino que quiso “hacer, en verdad, una especie de exorcismo del lenguaje legal con la mirada de yo el poeta, y no poesía por yo el abogado”. Que me iba a enviar el libro por correo.

Recibo, de vez en vez, libros por carta. Mi portera (ustedes le dicen conserje, creo) retiene los libros por semanas: no sé qué tipo de odio me gané, pero es uno de efecto saboteador de envíos. Curiosamente, las fuentes del derecho de Gubbins llegaron a tiempo, por FedEx, en un sobre de esos que tienen globitos de aire hermosos de aplastar. Destruí el sobre con voracidad, casi con hambre.

Cargué el libro en mi bolso, y partí a la facultad, después a tribunales. Esto es: llevé el libro a hacer el mismo recorrido que yo hago, el recorrido del que salió mi propio libro. Cuando escribí Ne bis in idem le puse ese título jugando con la idea de que, como abogada futura, alguien podría confundir en mi currículum el poemario con un tratado sobre las garantías penales. Me parecía que ese pequeño engaño, inocuo, cargaba con la suficiente gracia como para justificarse. Lo mismo, entonces, con Las fuentes del derecho: un nombre de obra jurídica para un libro de poesía. Quizás algún jurista alguna vez lo confunda con un doctrinario, o quizás lo sea y la confusión configure una redundancia.

Entonces vamos al libro, ese cuerpo magnífico donde habitan tinterillos, licenciados en derecho, jueces, fórmulas, plazos, reos, declaraciones. Un libro en el que su autor desenmaraña la trama silenciosa, subcutánea, de los modismos jurídicos, poetizándolos.

Imagino primero a Gubbins como un niño jugando al rompecabezas: tomando el mapamundi completo del fenómeno jurídico, primero, y trozándolo (porque empieza por ser un gran veedor, un fiscalizador ingenioso, perspicaz) Con una cuchilla de filo troquelado, haciendo huecos en las uniones para hacerlas piezas. Luego, desordenando con violencia las fichas, pero no de modo aleatorio, no: Gubbins no quiere describir, apenas, en una fotografía fortuita. Quiere denunciar, resignificando. “…Debemos contentarnos/ Con una verdad formal/ Así la conformidad/ Entre una cosa determinada/ Y la idea que de ella hay/ Verdad absoluta/ Verdad material/ Verdades ficticias/ Verdad judicial…” La verdad, para Gubbins: algo que se decide con fórmulas demasiado cercanas a la matemática, para tratarse el derecho de una ciencia social. “…La certeza es/ En estricto rigor/ Una verdad posible…”

Ante conceptos como el de persona, igualdad, ley, convención, causa, o declaración, el autor deja al jurista rumiante de lado y se viste de pregunta. Le hace preguntas a las palabras mismas, a lo que las palabras proyectan, como mantras del orden. Rechaza la higienización del lenguaje, el proceso de extirpación al que fue sometido para ser útil a la codificación. La simbología de la miscelánea jurídica se subvierte, se trastorna. Juan Gelman escribió: “El poeta desorganiza el caos con loca exactitud”.

Y parece simple, en apariencia, digo: parece. Martín muchas veces se vale del formato de lista para construir sus poemas (por caso, su Tratado de libre comercio) También, del ejercicio de desplegar familias de palabras (¡qué concepto, el de familia de palabras!): “Ius/Justicia/Juez/Juzgar/Juicio/Justo/Jurista/Jurar…”. Y en esas piezas –porque Gubbins termina por completar el rompecabezas, pero a su manera, regenerando las coordenadas- se cifra un decir que nada tiene de ingenuo. Un decir intencionado, contestatario. Por momentos, inclusive, protestante. Gubbins parece ir en busca de los sentidos de los que se ha privado al vocabulario, en el universo judicial: “…Un tercero imparcial/ Uno que habla/ Una lengua mortal/ (…) Y cuando habla/ Falla.” ¿Qué quiere decir, entonces, verdaderamente, “fallar”? ¿Dictaminar, o equivocar? ¿Qué es lo que se mueve, lo que se está moviendo, debajo de las formas?

Los sentidos perdidos de las palabras: su malversación. Palabras retenidas ilícitamente en un ámbito seguro (lícito), un sistema cerrado de significaciones. Gubbins viene a rescatarlas, dotado de su ánimo descuartizador. Por arma tiene la pregunta: “¿Puede una fórmula medir y compensar el dolor del alma humana? ¿Qué método existe para calcular el daño? ¿Cuáles personas? ¿Es lo mismo?”. Gubbins sale a la calle, como salí yo cargando su libro, después de recolectar vocablos -maneras de hablar la justicia, de llevársela a la boca-. Regresa con el botín, y escribe su libro. No dejo de imaginarlo frente a una mesa de disección que se trueca en una mesa de comedor, un domingo, sobre la que reposan las formas, esperando que las moldee. Como cuando éramos chicos, y abollábamos plastilinas después de armar figuras, para crear nuevas. Y los colores a veces se mezclaban, se turbaban, se cruzaban y nacían colores nuevos. Colores nuevos para formas perdidas.

Martín Gubbins sale con vida de su batalla: lo certifica debidamente con una declaración jurada de supervivencia (y eso que es ningún pájaro). Ha escrito un libro desde el yo poeta, efectivamente: ha escapado a su yo abogado.


 

 

 

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