Volodia Teitelboim:
Antes del olvido III
La vida, una suma de historias
El hombre, una suma
de memorias
por Ivan Quezada
E.
Rocinante Nº 65, Marzo 2004
Volodia se debate en su memoria. La línea se rompió
cuando hizo conscientes sus recuerdos. ¿O acaso la conciencia
es otra forma de memoria? La tautología es inevitable. Y la
espiral va y viene. Por
otro lado, se podría decir que el tiempo le juega una mala
pasada al escritor. Se reprocha su distracción, dejó
correr demasiados meses ausente de las palabras. Para colmo, la vida
cotidiana se entromete, desdibujando el pasado.
Pero no todo es tan sencillo. Sus diferentes edades le exigen retroceder,
vuelve a ser niño o adulto, como en los dos tomos anteriores.
El olvido es porfiado. ¿Qué es la vejez, al fin y al
cabo? Cuesta definirla. Siempre es un lío la época presente,
en especial cuando los días, los minutos, suman y suman recuerdos.
Se está ante un vacío inesperado, más recóndito,
difícil de precisar. Todo se transforma en dudas y el plan
pierde su silueta, la frialdad de ordenar un episodio tras otro, ganando
en vértigo.
Nunca es fácil el conocimiento de sí mismo para un hombre
modesto. Debe recurrir a tretas para alumbrar una idea sobre su derrotero,
como comentar la actualidad o hechos ajenos a su intimidad y así
desenvolver poco a poco al ser humano. El libro es un testimonio sin
límites, sin ataduras, por eso no puede tener fin: se convierte
en la vida del memorialista. Las anécdotas lo sobrepasan, hasta
convertirse en fábulas. Otra vez el “poeta jubilado precozmente”
se halla solo frente al oficio de escribir. Para romper este designio
busca la compañía de los muertos, casi siempre artistas
célebres, como el pintor Diego Rivera, con lo cual obtiene
la complicidad del lector ávido de heroísmo. Le da un
descanso a Neruda, para evitar que lo confundan. Su memoria ha conseguido
cierta libertad dramática.
El relato parece referirse al presente; compone un retrato más
que una retrospectiva. Se trata de una autobiografía atípica.
Tal vez esto se origine en los avatares que padece su optimismo. Necesita
explicarse, pero sin discursos preconcebidos. La lógica y la
retórica son útiles a los jóvenes, los patriarcas
están forzados a ser más directos. ¿Qué
fue de las viejas creencias, del deseo de cambiar el mundo? ¿Ahora
los ancianos son jóvenes y los jóvenes viejos? Basta
con escribir la palabra “esperanza”, para que afloren susceptibilidades.
¡Y qué decir de todos los errores cometidos al pretender
la utopía! Arribamos al leit motiv del libro: la contradicción
entre el político y el escritor. Es un problema sin solución.
Los hechos hablan por sí solos, dejando nuevamente un fondo
de incertidumbre.
Como el tiempo es irreversible, a Volodia no le queda otra alternativa
que increparse. Dice: “Valió la pena ensuciarse las manos,
las derrotas nunca son eternas, pero...”. En esto vemos su propósito
de diferenciar el credo socialista de sus enemigos. “¡Los muertos
son nuestros!”, parece clamar, ahondando en la tragedia de la historia.
Nadie es inocente, pero “tal vez algún día Juan Pies
Descalzos tendrá zapatos”. Los crímenes son ostensibles,
la literatura no es una alfombra para barrerlos debajo; el escritor
no puede restarse a las luchas de su época y debe asumir los
desmanes realizados en nombre de la justicia. Pero el asunto sobrepasa
la voluntad de los hombres. Es necesario continuar haciéndose
preguntas.
Esta disyuntiva ética obliga a un cuarto tomo, a proseguir
el trabajo. Creemos que la demora de Teitelboim rompió el esquema,
por lo cual resulta una virtud. Pues bien, no hay queja que valga:
ante él tiene lo impredecible y la oportunidad de profundizar
en la humanidad de su experiencia.