EL AMOR DE CHILE
Por Volodia Teitelboim
De "En el país prohibido" Editorial Sudamericana, 1998
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Ignacio Valente -un sacerdote que, entre otros menesteres, escribe tratados antimarxistas- en hora temprana dijo sobre él: "Dificulto que exista hoy, en habla castellana, un poeta de treinta años que haya llegado tan lejos como Zurita". Cuando comenta este libro en noviembre del '87, sostiene que "un cristiano puede vislumbrar el carácter de tierra que tendrá el 'Cielo y Tierra nueva' -el Paraíso como cosmos físico- pero también podría hablarse de lo mejor de la utopía marxista, en los célebres términos de la naturaleza plenamente humanizada y del hombre hecho naturaleza plena". Hay millares de chilenos, para hablar en el lenguaje de Zurita, despojados de "las grandes / montañas y las nieves que se levantan / azules y se miran".
El exilio político y económico es exilio físico y espiritual respecto de la humanidad y de la naturaleza chilenas. Uno, reviviéndolas por un tiempo y con mayor fuerza dejándolas de ver, siente más intensamente que ha perdido el paisaje "tendido frente a los Andes"; que ha perdido los arenales del desierto de Atacama y la nieve de las estepas patagónicas, o sea, que ha perdido una parte de su ser. El poeta nos ha vuelto esa sensación más aguda. Cuando vimos de nuevo todas las cosas de Chile de norte a sur, de este a oeste, sentimos que nos hablaban en un idioma que era el Castellano y también un Esperanto universal.
Ahora vivimos mirando otro horizonte. El sol aparece por otro lado. En nuestro domicilio del destierro nos orientamos mal. No tenemos la montaña inmensa e inmediata como punto de referencia. Convertidos en animales terrestres, el mar está muy lejos.
De vuelta a Chile la cordillera y el océano los tenemos al alcance de la mano. Y aunque vivamos en Santiago, basta una hora de viaje para comprobar en cada ocaso la verdad del secreto que un día nos reveló Neruda: la contemplación del rayo verde instantáneo con que el sol se despide, como dando un último suspiro, antes de sumergirse en las aguas. En la capital enorme y gris, donde el hombre parece quemarse y asfixiarse a ratos, en esta época en que se prohiben públicamente, por decreto, en el país acostado, los grandes sueños, sin embargo ese rayo verde está siempre allí, tocado por el sombrero puro de las montañas azules, durante el breve verano y nevadas en las cumbres casi siempre. Cuan largo es el país entre las paredes que amenazan juntarse. Nos hacen falta esas montañas que están siempre acercándose, como lo dice el poeta. El drama de los millones de hombres que pululan en la base no les hace perder la majestad de su dimensión, la fuerza de su naturaleza, como diciéndole a la gente que padece a sus pies, en el fondo de los barrancos, ¡ánimo! ¡Hay que mirar hacia arriba! Un arriba que parece tan próximo. ¿Espejismos o perspectiva real? Es uno de los enigmas que el hombre debe descifrar. Zurita propone iniciar la ascensión.
Su obra inicial Purgatorio recoge la poesía escrita entre 1970-1977, un período muy crítico para el pueblo de su país y para él mismo. Es un libro donde todo está recogido como en una fotosíntesis. A ratos parece muy lejos de Neruda y muy cerca de Vallejo. Sólo a ratos cortos. Representa su peregrinación por el desierto. Camina por los arenales de Atacama, por su infinito como por el Gólgota, dejando pasar el viento. El quiere acabar con lo infinitamente desierto. Quiere volverlo azul, aunque no sea azul. Volverlo pastizal, aunque no tiene pastizales.
El golpe de septiembre lo hundió en la psicosis. Tiene el coraje de reproducir en su libro el certificado clínico de la psicóloga que lo atiende. Pero él pasará del desierto de Moisés a las áreas verdes, con intersecciones matemáticas y ángulos dibujados en el libro para hablar de Las llanuras del dolor, de las estaciones de Dante y Beatriz, pensando siempre en el Paraíso. Debe intentar alcanzarlo. Él y sus amigos, por medio de su lucha. Con esas palabras lo subraya.
Anteparaíso, publicado en 1982, responde al epígrafe: "oye Zurita -me dije sácate de la cabeza esos malos pensamientos". Como su colega el desterrado florentino habla de la vida nueva; como su compatriota Lacunza, vaticina un tiempo en que los hombres serán felices. Sucedió después del golpe de septiembre, cuando estaba preso en un barco de la "gloriosa Armada" de Chile. "Como en un sueño, cuando todo estaba perdido / Zurita me dijo que iba a amainar / porque en lo más profundo de la noche / había visto una estrella. Entonces / acurrucado contra el fondo de tablas del bote / me pareció que la luz nuevamente / iluminaba mis apagados ojos".
Miré de nuevo las playas de Chile. "Hasta el polvo se ilumina/ en esos parajes de fiesta". Al poeta le servían para lavar las mortajas.
Cuando regresé a Chile, habiendo leído a Zurita vi al país como tierra de horizontes y calvarios. "Por eso las cruces se llamaron también playas de Chile". La poesía puede ser la acusación más flamígera contra los crueles. Y este libro lo es, por el camino de nombrar a los que acribillaron su frente y quisieron devorarlo. Es una obra autobiográfica. Es una venganza dantesca. Como Alighieri aposentó a sus enemigos en los círculos del infierno. El pondrá los apodos a los culpables en las listas sin nombres de aquellos que apedrearon a los justos. Consideremos nosotros que entre esos justos apedreados estaba Zurita, como centenares de miles de otros apedreados. Las playas inmensas, consteladas, sus 4 mil kilómetros, con su sensación de costa que se pierde en la infinitud, invitan a la utopía, al sueño de la vida que debería ser. La patria renacería. Porque saliendo del agujero oscuro había vuelto a ver las estrellas. Como chileno incorregible volvió a ver también las cordilleras, porque es imposible no verlas, salvo cuando se está preso en un calabozo o cuando te tienen los ojos vendados. Y las verá como vio las playas. En ese momento las vio como un lugar en donde se consumaba el crimen.
"¿Y dónde quieres que cometa ese asesinato? / Lejos, en esas perdidas cordilleras de Chile". Al narrarlo cuenta seguramente una experiencia personal. "Con la cara ensangrentada llamé a su puerta: / podría ayudarme /le dije / tengo unos amigos / afuera / 'Márchate de aquí / me contestó antes que te eche a patadas'". En el poema siguiente, despertando de su sueño, vive otra escena del calvario. "Oye Zurita -me dijo toma a tu mujer y a tu / hijo y te largas de inmediato' / No macanees -le repuse- déjame dormir en paz, / soñaba con unas montañas que marchan.../ 'Olvida esas estupideces y apúrate / me urgió / No vas a creer que tienes todo el tiempo del / mundo. El Duce se está acercando'... Está bien -le repliqué casi llorando- ¿y dónde / podrá ella alumbrar tranquila? / Entonces, como si fuera la misma Cruz la que se:/ iluminase, Él contestó: / 'Lejos, en esas perdidas cordilleras de Chile'".
La última vez que lo vi me dijo que escribía un libro que llamaría La vida nueva. Ahora que estoy en el país publica un adelanto, El Amor de Chile. País querible. País terrible. País duro. Adorable, que mañana será más vivible.
La poesía, como la literatura, el arte, la cultura, el pueblo, han sido en Chile bastante apaleados, pero tienen raíces tercas. Son como el cactus de la costa. Abren su flor azul entre las piedras.
Nada es un calco del pasado. La imitación no tiene futuro. En el Chile interior y del exilio han surgido muchos poetas nuevos. Respetan a Neruda, lo leen, lo consideran cimiento y cornisa de la casa. Pero no son poéticamente nerudianos. Ni mistralianos ni huidobrianos ni rokhianos. Hay una revalorización de todos ellos, pero no se alistan como miembros de su séquito. A época distinta, poesía diferente. Aunque la raíz del árbol sea común.