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Materias de libre competencia y regulación de Andrés Florit Cento

Por Valeria Tentoni
Bahía Blanca / Agosto de 2012


 

 

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Materias de libre competencia y regulación llegó a mi casa por correo en diciembre pasado, con una dedicatoria del autor, a quien todavía no había conocido en persona. Todos los libros deberían llegar por correo, no hay nada más hermoso que recibir libros por correo.

Rompí el sobre de papel madera y encontré un turquesa fulgurante, un libro precioso, bien hecho. Encontré también una foto de Andrés en la solapa, con una remera a rayas, celeste, frente a un mar de un turquesa todavía más abundante y perfecto.

Pero yo, a Andrés, ya le había conocido la voz. No sé si hay algo más íntimo en una persona que su manera de sacarse palabras de encima, de hacerse sonar. O, por lo menos, me gusta pensar que en esa música particular que cada uno de nosotros porta y modula hay algo imposible de escribir.

Uno de los poemas que componen el libro se había publicado en la Audioteca de poesía contemporánea, un blog que tengo el gusto de editar. El poema cargado, en ese caso, se llama Contra el profesor de técnico manual. Es un poema de revancha, de venganza en plato frío en el que se puede escuchar, si se presta atención, al adolescente que Florit fue caminando de vuelta de la escuela, apretando los dientes, embroncado contra un molde al que su cuerpo se negaba a caer, un molde del que su profesor salió sin sobrantes y del que se mostraba como ejemplo. La voz de Andrés era una botella de Coca-Cola sacudida por años y años que, finalmente, se abría, supurando como una lastimadura dolorosa.

Cuando se publicó el poema, Andrés estaba trabajando todavía en esto que ahora es un libro turquesa. De nombre, le iba a poner Lo que se llama vida.

Pero le puso otro. Le puso: Materias de libre competencia y regulación, que es otra forma de llamar a la vida, digamos. Que es otra forma de decir que somos arrojados a una vida en la que, a veces, tomamos más decisiones de las que quisiéramos tomar, porque tomar decisiones nos vuelve tan héroes como culpables.

Leí su libro con su voz presente, leí como si me estuviese recitando, uno por uno, los poemas. Y esto fue así también porque Andrés escribe su libro en primera persona: el suyo es un intento desesperado de conservación, desesperado como todos los intentos que alcanzan su objetivo, una estrategia para estaquear momentos en una hoja a la que pueda volver. Florit es un cazador astuto: mira el mundo que lo rodea y lo detiene en el exacto instante en el que está por transfigurarse, espera con paciencia hasta que la ola crece y la retrata un segundo antes de que rompa contra el futuro. Espera por el turquesa, haciendo equilibrio sobre las piedras, descalzo, bajo «el sol como un padre atosigante», como escribe.

Su madre estará, para siempre, cortando el pan en la cocina, en este libro. Y estará la música de Gustavo Cerati, de Luis Alberto Spinetta, de Charly García: música argentina –o la música no es de nadie– en el libro de Andrés, al otro lado de la cordillera. También Harrison, Ringo, Radiohead, Cobain, tantos músicos como poetas, invitados a habitar sus páginas. Cosas que antes dijeron otros y que ahora dice él, sin considerar a la redundancia como un riesgo, porque, dice «todo es perfectamente innecesario, una voluminosa hoja en blanco» o porque, como también escribe, «el buen cover te hace olvidar la original». Florit espolvorea entre sus textos, textos de otros. Ese también es un procedimiento de rescate y de autorretrato: si algo somos en nuestras bibliotecas, es todo lo que subrayamos en libros escritos por otros.

También están, en este poemario, sus amigos. Algunos a los que reconozco con mucho cariño; Ernesto, hoy con nosotros. También Enrique Winter, está Julieta, supongo, Marchant, Juan Pablo Pereyra. Hay nombres propios escritos «para que no se rompan»: hay nombres propios de otros, escritos para apropiárselos, para acercarlos. Está Andrés Florit como amigo de Andrés Florit, también; porque cuando estamos entre amigos, nos convertimos en una persona distinta que nos cae mejor. Está la vida, «escrita en otra lengua».

«Todos los caminos tienen su porción de cielo», dice Andrés, y también: «Yo te decía la verdad pero la verdad cambió». Esa última línea estuvo rebotándome en la cabeza durante días. Se la leí a varios amigos, nunca pude explicarles qué es lo que me hace esa línea, pero me la repetí y la miré como se miran las cosas hermosas terminadas de hacer sin nuestra ayuda. «Yo te decía la verdad pero la verdad cambió». Los buenos libros nos hacen eso: nos persiguen aún después de cerrados.

Me interesa mucho la poesía que se está escribiendo en Chile en este momento. La de Andrés no hace sino reforzar mi entusiasmo.

Él hace andar su libro en primera, porque conoce el truco –legítimo, por otra parte–, como escribe: «Canta tu ombligo y serás universal». Pero no lo hace de manera autocomplaciente o histérica, sino que, por el contrario, escribe sacándose los clavos que en ese aula de su adolescencia le perforaron las manos, con la robusta tranquilidad del que confiesa sin el objetivo de poner a nadie de su lado. Estamos ante un libro maduro, bien calibrado: una madera que se estacionó en el placer de la espera.

Materias de libre competencia y regulación se cierra diciendo: «Paso en limpio mi vida / te la ofrezco en esta bandeja blanca». Invito, entonces, a todos, a degustar este libro, a escuchar la música de este libro, de este autorretrato lúcido y demoledor de Andrés que tanto tanto gusto me dio leer y que tanto gusto me da presentar hoy.
 
Hasta ahí la presentación formal. Pero quisiera agregar ahora algo que le dije a Florit en el auto, camino al carrete, como lo llaman ustedes.

Andrés, si tu libro fuese una enfermedad, no se me pasó.




 

 

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