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Todos los bosques
Belén Iannuzzi / Editorial Pánico el Pánico / Buenos Aires, 2012

Por Valeria Tentoni



 

 

 

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«Escóndeme antes de que mire el mundo», pide Luis Alberto Spinetta en El lenguaje del cielo, del disco Para los árboles. Parece imposible no hacer andar esa música, esas manos que componen la mímica del árbol de la portada de Todos los bosques, al abrir el libro. Y es que Belén Iannuzzi (Buenos Aires, 1979) no deja de advertirnos que la banda sonora de su libro (de su poesía, de su vida) es esa: la de la enorme arboleda encantada del poeta y músico argentino. Las referencias a la obra de Spinetta operan como uno de los caminos posibles de entrada a este pequeño y frondoso poemario, publicado por Editorial Pánico el Pánico.

Pero hay todavía mucho más que un homenaje en Todos los bosques. Hay una cazadora oculta, subida al árbol, esperando por la revelación de la imagen junto a los pájaros. Una viajera que sabe que el movimiento es condición de supervivencia. La poeta emprende su excursión, maravillosamente melancólica, hacia todos los bosques que fue antes de ser este.

Iannuzzi despierta perdida, con los zorzales, tras la poda. Como Joni Mitchell canta en Big yellow taxi, se encuentra ante un paraíso pavimentado en el que «se llevaron todos los árboles / y los pusieron en un museo de árboles». La autopista hacia el futuro, higienizada por la tala, es «una ola / en la orilla de algo»: brea que intenta pero no logra cubrir la memoria verde. La intemperie a la que nos condena esa devastación funciona como simulacro de vida, por ejemplo, en el poema Érica García se fue a vivir a Vermont:

ahora que nos espiamos
nos conocemos
por Facebook
escribo las cosas que tengo para hacer
en la mano izquierda,
pero me olvido de mirarme la mano.

vivimos apilados en edificios,
cuando abrimos la puerta
no se escuchan los árboles
agitados por el viento del invierno,
no se siente el invierno,
no lo vemos
detrás de los neones
del Barrio Chino.

no teníamos nada para hacer
pasábamos la noche
en el Salón Pueyrredón
esperando que se hiciera de día
después Érica García se fue a vivir a Vermont
y el Salón Pueyrredón se mudó de lugar.

entonces pasamos la noche en internet
hasta que llega la mañana
no tenemos la paciencia
no logramos la atención necesaria
para leer novelas como Lolita.

El amor es un campamento sobre las ruinas del bosque. La versión herida de una canción que se escucha en otro idioma. «Amor hubiera sido / que me dejaras usar / tus pantuflas en invierno», escribe, tirando piedras al río. Piedras que se saca del pecho, como la que sigue:

nos quedamos quietos
en la cama
como si fuéramos
piedras preciosas
en una vidriera
o animales camuflados
en la vegetación.

Iannuzzi también, como dice Spinetta, puede ver «que solo estallan las hojas al brillar / y se produce en esto tanta luz / que ni las piedras ocultan / su vida para mí» en su poema:

el pasado tiene el gusto
de las frutas abrillantadas
que se encienden
como luciérnagas
en los restos de pan dulce
del primero de enero.

Todos los bosques fue escrito «un poco en Noruega, un poco en Buenos Aires, y corregido esperando un micro en Montevideo». De la primera locación brota un diario de viaje que cierra el libro, donde el sol es «una bombita de 25, una luz encendida en un pasillo para que los niños no tengan miedo de noche» y los jardines están nevados con azúcar impalpable. En estas crónicas poéticas, Iannuzzi nos cuenta que «Los noruegos literalmente adoran la luz que tan poco tienen». La belleza parece florecer, así, como una hija al cuidado de las sombras, del montaje de las copas de los árboles deteniendo los rayos. Puede pensarse en el Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki: «Lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra».

Iannuzzi baja de la copa del árbol, ahora. Ya no hay terror por el Bosque de la noche:

sola en el bosque de noche
hice fuerza con mis brazos
arranqué una araucaria.

las raíces tenían
niños cajas
cunas botas de goma
piedras preciosas abalorios
todas las casas
donde ya no vivimos
todas las rutas atrás
manteles de cumpleaños
bicicletas con ruedas auxiliares.

las raíces tenían
un bosque de noche
sin camino de vuelta.

Leí el libro de Belén escuchando a Spinetta. Me gusta pensar que ella lo escribió, también, escuchándolo. Me gusta pensar en Spinetta como en un poeta, y en la poesía como en una música que brota al cuidado de las sombras.

No sé si estas cosas son verdad. No sé si la verdad es algo que interese a la poesía o a la música. Ni siquiera sé si yo escuchaba a Spinetta o escuchaba, en realidad, la canción de esos dos árboles raspándose; el que él hizo con sus manos en la tapa de su disco y el que está de pie en la portada del libro de Iannuzzi. Ese crash crash que se enreda en este poema de Leonard Cohen, escrito en 1963;

Rompiste la delgada autopista
por la que yo conducía borracho
en un tanque preparado
la rompiste
con tu horquilla de hierro

No te preguntas nunca
qué hacen estos bosques
bajo mis ruedas

Crash crash cantan
los árboles al caer
raspando uno contra otro
como las peludas patas de los grillos

Dónde iba yo cuando
la rompiste
como un hilo entre los dientes de madre
jamás lo sabré

Crash crash cantan los árboles
Qué gran bosque
Qué gran tanque
Qué extraños fragmentos de una autopista
se han enredado en mis orugas*

 

* COHEN, Leonard: Parásitos del paraíso, traducción de Antonio Resines, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2007, pág. 57.




 

 

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