El poeta había llegado al final del camino. Entró a la Avenida La Paz. Pero, según la Junta, la Guerra Interna sólo comenzaba. Se detuvo el curioso cortejo. El canto pasó de la sordina al coro. Aunque el aire le era lejanamente familiar, no lo distinguía bien. La música nunca fue su fuerte. La percibió primero débil, poderosa después. Porque lo sentía todo, como nunca, de modo tal vez hipertrofiado. A través de los oídos muertos seguía escuchando. A través de los ojos muertos seguía mirando. Pero con una condición nueva, con otra intensidad y otra claridad. Oía lo que antes le resultó inaudible. Veía lo que mientras vivió se le mantuvo invisible. Penetraba los muros, anulaba la distancia. Era un anteojo de larga vista y un audífono de X potencia.
Volodia Teitelboim
Allí la vio. A ella. Esperanza. Sí, se llamaba Esperanza a Pesar de Todo, así como otras mujeres pueden llamarse Pilar Pérez de Arce o Jimena Álvarez de Toledo o Ana Hidalgo de Cisneros. Apellidos compuestos, diversas amalgamas de abolengos. La suya era una dinastía de pobres. Conocía a sus padres. Raimundo y Margarita. Los conoció en Lota cuando la madre esperaba precisamente que naciera la que sería esta mujer y con seguridad fue de ella, siempre dispuesta a poner al mal tiempo buena cara, la idea tan peregrina, que él celebró a gritos, de bautizarla con ese nombre. Pero ahora vio que su cara no era buena. Había una sombra de pánico, como traspuesta, ojos volando aunque sus pies anduvieran en tierra. El poeta le habló de repente y ella se estremeció. Para darle confianza y quitarle el susto le dijo: Te conozco desde antes de nacer. Y fíjate que ahora te hablo después de morir. Me morí anteayer. Pensó después, arrepentido, que con esas palabras la sobresaltaría aún más; pero ella no pareció asombrada. Cuéntame, ¿qué estás haciendo en la casa de enfrente? ¿No vienes a mi entierro? reprochó un poco ofendido. Se dio vuelta como para escucharla mejor y advirtió entonces por qué a ella todo ese diálogo sin voz, de sonido imperceptible, le sonaba natural. Era como su atmósfera propia, un aire donde flotaban y nadaban los muertos. ¿Qué estás haciendo ahí, Esperanza a Pesar de Todo? He venido por alguien. ¿Por quién? ¿Por tu madre, tu padre? No, por él. Como casi todos, comencé a buscarlo hace dos semanas. Sí, hace dos semanas me dieron a mí también el tiro de gracia. Pero resistí doce días con sus doce o sus veinticuatro noches. Doce días con sus veinticuatro noches, repitió ella como un eco distante, desde el momento en que me llamaron por teléfono. Yo era la única que tenía teléfono en la población. Muchas veces, casi siempre, eran recados para otros. Pero esta vez era por Roque. ¿Lo conocí yo? No creo. Pero usted conoció a su padre, el poeta que murió en Pisagua en tiempos del campo de concentración de González Videla. Cuando se levantó el toque de queda, el jueves salí a buscarlo. Fui primero al Estadio Nacional. Mi madre me dijo que yo nací a raíz de una noche de amor después de la concentración en el Estadio Nacional, cuando usted recitó un poema que ella recordaba. Pero que yo no quiero recordar. ¿Por qué? ¿El nombre del poema? "El pueblo lo llama Gabriel". Casi como si dijéramos "el pueblo lo llama César Augusto". ¿El pueblo no lo llama Pinocho? No. Pinocho tiene eso que llaman conciencia. Cada vez que dice una mentira le crece la nariz. Y éste llena de mentiras el aire. Yo pasé papelito tras papelito a una monja, a una visitadora social, a una enfermera. En cada uno decía con letra grande: Roque Morales. El sistema era: si el buscado estaba allí devolvían el papelito. Si no estaba, no devolvían nada. Esperé el jueves, esperé el viernes. Las colas de mujeres eran más largas que todas las colas que ha habido en el mundo para comprar pan, parafina, naranjas, lo que sea. En lugar de canastas, al frente los soldados instalaban ametralladoras. Una mujer vieja delante de mí no recibió el papelito de vuelta. Al segundo día rompió a llorar. Entonces el soldado que nos correspondía disparó ráfagas al aire. Así le cortó el llanto. La mujer tuvo entonces hipo. Y se asustó mucho porque no podía contenerlo. Al oír el hipo el soldado disparó nuevas ráfagas. La fila completa se tiró al suelo. Así todo el santo día. Dejé esa fila frente al Estadio. Fui a buscarlo al Regimiento Tacna, al Buin, al Maturana. Colas, colas, colas. Nada. Allí un soldado me dijo: ¿Por qué no va mejor a buscarlo a otra parte? En eso he estado, don Pablo, desde entonces. Con una voz canto sin ruido. Con la otra le converso a usted. Sí, me dijo el soldado, señora o señorita, le recomiendo que comience a buscar al revés. ¿Qué es buscar al revés? Es buscarlo no entre los vivos sino entre los muertos. Pero eso, le dije, es empezar por el final. ¿Empezar por la muerte, no por la vida? Sí. Exactamente, dijo el poeta, antiguo lector de la Biblia. Porque en estos días todo está al revés. Los hombres están patas arriba y cabeza abajo. Son los días del final, en el sentido que son los días de la muerte. Y hay que empezar por el final para llegar a un nuevo principio, hay que morir para resucitar, hay que vivir para ver y luchar, hay que morir para seguir. No le entiendo, don Pablo, tal vez porque estoy muy nerviosa. En una semana he vaciado un frasco de Valium. Entonces fuimos a buscarlo al final del final, allí donde va a entrar usted en unos minutos más. Nos vinimos a pie por la Avenida La Paz y nos fuimos al Cementerio General. ¡Pero qué lesera venir a buscarlo aquí! dijo un sepulturero. ¿Entonces usted sabe que no está muerto? No sé nada, dijo, pero búsquelo primero en la casa del frente. Me pasé a la Morgue, con una multitud tan grande como la que esperaba a las puertas del Estadio Nacional, estirando el cogote para leer las listas clavadas en la puerta como largas sábanas de papel donde estaba escrito el nombre de la muerte. En una cuarta lista vi un nombre parecido: Rodney Mirales. El segundo apellido estaba correcto. Pensé es él. Luego dije no es él. Lo expliqué a una mujer con anteojos que estaba al lado. Perdóneme por lo que voy a decirle, dijo: debe ser él. Estos pacos son malos dactilógrafos. Lo hacen todo al lote. Además andan con demasiado trabajo. Tienen que matar a demasiada gente. Tienen que escribir demasiados nombres de asesinados. Tienen apuro. Cometen errores de máquina. Yo que usted (yo estoy buscando a mi hijo de quince años) pediría, reclamaría ese cadáver, aunque su nombre no esté bien escrito, para salir de dudas y porque un error de máquina no siempre nos salva de la muerte. Me abrí paso, don Pablo,
como pude en medio de la muchedumbre donde cada uno buscaba un cadáver distinto y se lo pedí a un sargento con casco sentado detrás de un escritorio. Bien, me dijo, traiga un documento de identidad del muerto y se lo entregaremos. Pero eso es burocrático, le dije tontamente. No, me dijo, eso es antiburocrático. Lo único que acredita al hombre son sus papeles. El hombre es un papel o mil papeles. El hombre es papeleo. Sí, acotó el poeta, se va la carne pero quedan los papeles. A veces, refutó ella, no quedan los papeles, se esfuman antes que la carne Cuando fui a buscar los papeles a la casa ya no estaban. Hubo antes un allanamiento. Hablamos por aquí, por allá. Entonces los papeles aparecieron. Un compañero había ido a verme apenas se levantó el toque y al no encontrarme se había llevado los documentos de nosotros dos. Así los recuperé. Mujer de poca fe, recuerda que te llamas Esperanza a Pesar de Todo, dijo el poeta con tono burlesco. ¿No ves que los papeles sobreviven a la carne? Si él había muerto, los papeles vivían, persistían. Aunque yo, justamente porque, como usted dice, me llamo Esperanza a Pesar de Todo, me aferraba a la idea de que Roque no era Rodney y Morales no era Mirales, de que el papel de la puerta no era un hombre muerto detrás de esa puerta. Me llamó la atención: en la puerta de la Morgue había mucho menos vigilancia que ahora que usted pasa por la calle cantando, don Pablo. Sólo dos carabineros, a la puerta de un garage con rejas. Era feriado, empezaba el week-end. Usted sabe, en la administración, en el ejército, el fin de semana es sagrado. La muerte no descansa; pero no sólo el domingo como Dios manda sino que también el sábado en la tarde, no como dijo el Dios de los cristianos sino como el hombre dispuso, se han hecho para descansar. Sólo la muerte no descansa. Para mí la muerte descansó el domingo. Por eso me morí un día lunes, murmuró el poeta. Incluso me cazó de un golpe al corazón. Oh, si un día nos dijeran que la muerte sólo trabaja hasta la una del sábado, sólo dejaríamos el domingo en el calendario. Cuando llegamos no nos permitieron entrar porque eran las dos. Las dos y cuarto. No es hora para buscar muertos si es sábado por la tarde. Volví a casa. Dormí. Regresé el domingo por la mañana. No me dejaron entrar. El lunes la muerte trabaja con el horario acostumbrado. Si lo sabré yo, dijo el poeta. Y es posible comprobarlo con papel y pañuelo en mano. ¿Pañuelo? preguntó el poeta. ¿Para llorar? No. Pañuelo no para los ojos, pañuelo para las narices, contestó Esperanza a Pesar de Todo. Entramos como los bandidos de las películas tapados con un pañuelo hasta los ojos. Esas son las películas de mi infancia, objetó corrigiendo el poeta, siempre deseoso de participación y reminiscencia. Ahora ya no se enmascaran con un pañuelo. Tú sabes, la revolución científico-técnica, agregó con un matiz de ironía. Todo es ahora más sofisticado. Incluso el golpe no se dio con pañuelo hasta los ojos (así jugábamos nosotros a los bandidos en Temuco el año 12) sino con cohetes disparados sobre la Moneda. Don Pablo, no me interrumpa tanto. ¿Es usted el que está contando o yo? Además usted tiene poco tiempo. En unos minutos más se acabará la Internacional, se acabarán los discursos y se lo llevarán al mausoleo de los Dittborn. No importa. Yo puedo seguir conversando contigo desde cualquier parte. ¿Aunque esté bajo tierra? Aunque esté bajo tierra y aun cuando sea sólo tierra. Pero no hablemos más de mí. Ahora lo que importa es que termines tu historia, aunque tu historia sólo comienza ahora. Bueno, entré y el olor nos rechazó. ¿Por qué nos y no me? inquirió el poeta con precisión lingüística. Porque iba con mi amiga Enriqueta. Ella no aguantó. Yo sentí que me desmayaba pero seguí. Muerte a precio de quemazón. Cadáveres vestido; desnudos, gordos, flacos; de niños, de ancianos, de vírgenes y abuelas, de mujeres lindas y otras no tanto, en los estantes. ¿Estantes? ¿Estaban dispuestos como libros? inquirió el poeta amante de las bibliotecas, incunables, bodonis. No, tendidos, como cajas de zapatos, pero no con el orden de las tiendas sino como fuera. Del suelo, porque muchos estaban tendidos en el piso, en las baldosas, llegaban hasta el techo. Me puse a hurguetear. Salía a respirar un poco al patio. Y volvía a la carga. Siete veces. Hasta que lo encontré. Allí estaba. Y entonces, como tenía tres cuerpos encima, forcejeamos, se nos cayeron los de arriba y por fin logré sacarlo. No me lo podía. Nunca pensé que Roque pudiera ser tan pesado. Una mujer siempre sabe el peso específico de su marido o de su amante. Por lo menos lo siente, lo ha sentido. No diga esas cosas, don Pablo, no es la hora. Entonces después del desorden de la muerte vino el orden militar de los cadáveres. A un lado los muertos sin nombre ni identificación; al otro los muertos reconocidos, los muertos que están a la espera... ¿A la espera de qué? A la espera de que los reclamen. Un altavoz gritaba con voz de regimiento: "Hay plazo de tres horas para retirar los cuerpos. Está prohibida cualquier ceremonia religiosa." No decían ya cualquier despedida política sino ceremonia religiosa. Le tienen miedo a Dios, a los santos. Disintió el poeta: miedo a los feligreses, a los fieles, a los vivos. Pero tú ves que eso no reza conmigo. Aquí tienes que mis pobres funerales han sido convertidos en una manifestación con cantos y fusiles ametralladoras. Los fusiles apuntan a los cantos, a las voces, a las gargantas. Todavía no sabemos cómo terminará esto. Tal vez disparen. Sí, me preocupa la gente. No es por mí. A mí pueden dispararme mil veces, pero no pueden matarme dos veces. Ya da lo mismo. Pero a los que caminan y cantan, a ésos pueden terminarles el canto terminándoles la vida. Sí, todo puede suceder en estos días, dijo ella. Pero a Roque todavía pueden castigarlo, muerto y todo. Si vence el plazo o se quiere hacer una ceremonia civil o religiosa, nos dejan sin el muerto. No entregan el cadáver. Es el reglamento, dicen. Todo según reglas estrictas. Todo según plazo. Así son personas decentes, enemigas de lo arbitrario. Cumplen con la norma, con la ley. ¿Con cuál norma, con cuál ley? Con la norma que han inventado dos minutos antes. O tres minutos después. Con la ley que se convierte en ley porque uno de la Junta escribe algo sobre fusilamiento en un papel o dicta la orden de matar a quien sea. Entonces ese dictado se transforma en ley sacrosanta, son Tablas de la Ley. ¿Qué harás con el cadáver? No sabemos bien qué hacer. Me gustaría llevarlo a Iquique y enterrarlo junto a su padre, el poeta de Pisagua, ése fue detenido el día de su segunda boda, con Herminia. Pero no hay transporte de muertos. O más bien es el único que hay ahora, transporte de muertos, de soldados, de prisioneros. Estoy en trámites para arrendar un nicho por tres meses. ¿En el cuerpo de los muertos de septiembre? Sí, en ese muro, una pequeña abertura, con boca de un metro de ancho y de altura, por dos de fondo. Allí, a ese muro de los muertos de septiembre, iré a dar yo, profetizó el vate. Me sacarán del mausoleo suntuoso porque ni los ricos ni yo, que no hemos vivido juntos, queremos como muertos dormir juntos. La Junta hará lo suyo. Esta gente que hoy viene a decirme adiós no me dice en verdad adiós sino hasta luego. Y volverán. Regresarán ellos, muchos, muchos más e irán al mausoleo de lujo a prenderle velas y a dejar flores no a los muertos ricos sino al poeta. Y entonces cada día habrá una ceremonia junto a ese mausoleo. Cada flor será como un fusil. Cada vela como una antorcha. La Junta llamará a los deudos de los ricos y dirá: Saquen ese ataúd del mausoleo. Y me sacarán. Comenzaré de nuevo la peregrinación. Hasta llegar adonde debo, antes de que pueda llegar a mi definitiva residencia en la tierra. Pero antes de llegar a Isla Negra, a la orilla del mar, dormiré un tiempo junto a los muertos de septiembre, en el muro de los nichos que son como casillas tapadas con cal de una oficina de correos llena de musgo, donde no llegan cartas, aunque a mí sí me llegan, dijo con un puntillo de vanidad. El cartero llama muchas veces. Llega vestido de pobre, de mujer, se pone todos los trajes, tiene todas las edades y viene a transmitirme mensajes a ultratumba, trayendo una carta en la mano. O un pañuelo. ¿Pero no para taparse las narices, don Pablo? No, aquí casi siempre huele bien. Un perfume a tierra, a lluvia; a veces, sólo a veces, a flores podridas. Iba a decir a flores perdidas. Pero nunca hay flores perdidas. Siempre cumplen su destino. Un destino al día, al minuto. Don Pablo, veo que se está poniendo medio poeta. No medio, hija, poeta entero, poeta y medio. Claro, qué tonta soy, me olvidaba que usted escribía. Y escribía cosas tan lindas. No sólo escribía. Sigo escribiendo. Y no sólo cosas lindas. A veces hay que escribir cosas feas. No creo en la estética. Creo en la vida. ¿Y no en la muerte, don Pablo? Sí, algo. Forma parte de la vida, al fin y al cabo. Usted no sabe que cuando usted vivía alguien dijo: el día que muera el poeta sería bueno embalsamarlo. No, quién dijo eso, por Dios. Un poeta embalsamado, jamás. Me hubiera gustado ser un poeta sin ataúd. A cuerpo libre, a carne desnuda. Con Roque hemos tenido ese problema. Cuando fui a tratar la urna, los de la funeraria me permitieron que me quedara allí porque había caído la noche, o sea, el toque. Y la noche en la calle es la muerte, usted sabe. Dormí dentro de un ataúd bastante cómodo y seguro. Porque pasaban las patrullas y yo estaba escondida adentro. Se veían contentos los dueños de la funeraria. Nunca el negocio fue tan bueno. Y los precios exorbitantes. He comprado el más sencillo. Tan sencillo como el mío. No le puedo creer. Tienes que creerme. ¿Cuánto le costó? Más barato. ¿Pero cuánto? Nada. Me lo regaló el Hogar de Cristo. Fue entonces como un muerto proleta. Porque la mayoría no tiene plata para pagar el ataúd de sus muertos. Hemos tenido que hacer largas antesalas en la Morgue, en un cuarto de oficina del segundo piso. Pero el olor lo traspasa todo. ¿El perfume de la muerte cómo lo siente? Se nos mete adentro. Se nos pega en la piel, en el aliento. Es ácido. Bajamos a pedir un poco de aire, aire, aire libre. La cola sigue allí, da vueltas y más vueltas, se pierde por el cementerio, dobla por Panteón, por Recoleta. Entran los parientes con lentitud, avanzan, pero los recibe como una descarga muda. Es el olor. Es el hedor, repitió él como un eco correctivo. Retroceden. No pueden avanzar. A uno de los empleados le pregunté: ¿Cómo pueden aguantar? Es la costumbre, dijo él. Pero ésta es una costumbre multiplicada por mil. Nunca vimos tantos cadáveres. Todo el personal comenzó a trabajar tres turnos y al principio se quiso organizar, por orden de llegada, usted sabe, un sistema de tarjetitas (la moda de las tarjetitas) donde se anotaba además el lugar de procedencia del cadáver. Pero por la noche estaban repletas todas las salas, hubo que disponerlos en dos hileras dejando un pasadizo. Por allí entraba la gente y allí muchos retrocedían porque el olor los rechazaba. Yo les daba vuelta la cara para reconocerlos. Se acabaron las tarjetitas, dijo uno. Hace setenta y dos horas que estamos trabajando. Estoy tupido. Ahora es el cuarto día y no tengo idea de dónde están los cuerpos. Diariamente se llevan a la mayoría y siempre está repleto, porque sigue llegando material. Se los llevan y caen nuevos. ¿Adónde se los llevan? Al crematorio la mayoría. Los dos hornos normalmente funcionan una vez al mes. Ahora funcionan todos los días, veinticuatro horas. La orden es quemar a todos los que llegan con la cabeza destrozada y a los que tienen tres días sin ser reconocidos. Y sabe, don Pablo, he comprobado que es verdad lo que él me dijo: Señorita, la mayoría son jóvenes. La edad es término medio veintidós años. Me añadió que no todos los muertos van a la Morgue. Sólo llegan los recogidos en la vía pública, en los barrios, en los ríos, en el Estadio Nacional y en el Regimiento Tacna. ¿Cómo lo supiste? Porque se indica la procedencia en los papelitos. ¡Qué papelitos tan largos! Pegan seis listas cada día con muchas hojas tamaño oficio cada una a un espacio. Ese es el espacio del hombre, comentó el poeta. Un espacio. Lo llaman espacio simple, agregó Esperanza, largas listas de NN. Algunos hombres tienen un nombre, su nombre. Todos los demás se llaman NN. Sí, yo dije que la tierra, el pueblo se llama Juan. Pero tal vez se llama NN, dijo el poeta. Por eso tienen dos letras. Dos N. Dos nada, una para el pueblo y otra para la tierra. Pero la tierra y el pueblo son la nada que es todo, como el tiempo, como la vida, como la muerte. Esos días vi tantas NN que parecía que todo el abecedario se componía de una sola letra. NN, los sin nombre. Nada multiplicado por el múltiplo de nada. Cero multiplicado por cero. No, uno multiplicado por uno, y no sólo multiplicado sino sumado, dijo el poeta. Lo digo aunque las matemáticas nunca fueron mis amigas. Pero eso es así. El pueblo no es cero, aunque se llame NN. Hubo un apagón una noche en el Estadio y entre las NN vi un nombre a la luz de un fósforo. Era el nombre de un conocido suyo, don Pablo, Víctor Jara. ¿Dónde terminaron de matarlo? No se indicaba el lugar técnico de la muerte. Tampoco las siete estaciones de la tortura, dijo el poeta. Ni tampoco estaban todos. Sólo unos pocos tenían derecho a lista. A los demás no les pasaban lista. Sólo una parte ínfima. Los demás están fuera, olvidados del papel sellado. Entre ellos la mayoría Cristos que murieron antes de la edad, muchachos de barba rala y pelo largo.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
"La guerra interna", Volodia Teitelboim
(fragmento)
Edit. Joaquín Mortiz, 1979. México, 445 páginas