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“Y todo eso sin hablar del futuro”
Daiana Henderson
Por Valeria Tentoni
Fotografía de Luciano Bouvet
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Daiana Henderson nació en Paraná en 1988. Ahora vive en Rosario, donde estudia Comunicación Social y codirige el fanzine de poesía Pegaláctico. Publicó Colectivo maquinario (Ediciones Diatriba, 2011), Verao (Ediciones Neutrinos, Entre Ríos, 2012) y El gran dorado (Iván Rosado, 2012). En breve, saldrá A través del liso por la editora digital Determinado Rumor que lleva adelante Sebastián Morfes.
Bueno, yo no la conozco a Daiana. Esto es: nunca estuvimos en el mismo lugar en el mismo momento. De ella me habló Milton López, un amigo que publicó también su libro (El quinto sueño) en la colección de poesía joven de Iván Rosado. Fue una vez que íbamos volviendo de una lectura, caminando, con nuestras bicis a los costados. Paseándolas como grandes mascotas mecánicas por una ciudad en la que el sol bajaba.
El gran dorado, dijo. Yo pensé en Salinger. Asocié pez plátano. Banana, pero plátano en casi todas las traducciones. Plátano, plateado. Bueno, así fui. Pensé en la risa del guardián entre el centeno –¡Jo!
Los poemas de Daiana Henderson: como un cuchillo que se clava en el centro de una torta en el horno, para ver si todavía está cruda. Y sale limpio y húmedo, y esa humedad se retira de a poco hasta abandonar el metal y dejarlo brillante, como si recién acabara de ser puesto en el mundo.
Hay descubrimiento y hay música. Hay microexploraciones. Apuntes de una biografía que se reescribe una y otra vez y con eso se confunde de cuerpo, una voz que se apropia de otras voces que dicen. Miniaturas pedaleando al costado de un río. Hay distancia y hay extranjería y hay saudade. Un corazón que bombea tranquilo, sin apurarse, firme, lleno de vida y rodeado de afecto. Una vida en la que se ríe seguido. Eso imagino, una risa así: ¡Jo!
Le escribí. Le pedí un poema para la Audioteca de poesía contemporánea, que pueden escuchar acá. Le hice algunas preguntas. Estas son las respuestas (intervine apenas con algunas negritas):
Siempre escribí, desde muy chica, excepto durante la secundaria, aunque leía bastante. Unos años después retomé. Para mí fue muy importante dar, entonces, con el taller de Fernando Callero, a donde caí casi de casualidad. Fue muy estimulante, empecé a escribir como una máquina, 10 o 15 poemas por semana. A Fernando, los fines de semana, le llevaba al taller tres o cuatro. Algunos le gustaban mucho, me festejaba, me daba cuerda, iba identificando lo que yo hacía, y yo me sorprendía, porque escribía medio sin saber lo que estaba haciendo. De todo lo que escribí en ese período no sobrevivió nada. A partir de ahí se inició para mí una vía de aprendizaje infinita. Fui tomando mayor conciencia de lo que podía y de lo que me interesaba. A fines de ese año, Fernando publicó “Colectivo maquinario” por Ediciones Diatriba, una pequeña plaqueta que fue mi primera publicación. A ese poema, en retrospectiva, quizás lo siento un poco inmaduro, pero es un pequeño recorte de un momento de producción muy fresco que Fernando supo rescatar. De lo contrario, hubiera desaparecido junto con todo lo otro.
En cuanto a la lectura, antes recaía sobre los mismos autores renombrados que ya no me podían aportar mucho, Borges y Cortázar me habían quemado la cabeza, ya no los aguantaba más pero no podía salirme. A partir de talleres y otros encuentros se me abrió un universo, como una biblioteca paralela; me llegaban libros raros, chiquitos, artesanales, de editoriales independientes, poemas frescos, transparentes, de gente que estaba escribiendo con un compromiso latente que se notaba. Fue un portal. Sentí que antes de eso estaba viviendo fuera de mi tiempo. Algo así.
Además, a partir de aquel primer taller, conformamos un buen grupo de amigos, con quienes empezamos a hacer el fanzine, pasarnos cosas, leer, corregirnos, criticarnos, bardearnos. Los amigos -tanto de Paraná como de Rosario, así como los que fui haciendo después gracias a la poesía- fueron fundamentales para encarar la escritura no ya intuitivamente, sino con una cuota mayor de responsabilidad. Lo siguen siendo.
*
Tengo un archivero mental, voy guardando cosas. Algún día me sirven, empiezo a escribir y recupero algo de esas imágenes o ideas que me vienen bien para lo que estoy tratando de desarrollar. Otras veces sucede de una manera más espontánea: uno percibe algo y empieza a asociar palabras, mentalmente, se desencadenan imágenes concretas o ideas medio difusas.
A mí el mundo me gusta mucho, así que trato de mirarlo bastante. Hay cosas hermosas (no necesariamente felices) que no saben hablar por sí mismas. Uno vendría a reivindicarlas con las palabras, las trae y las hace existir de otro modo que aquel en el que ya existen. Es un modo innecesario, el de la poesía, y creo que ese es uno de sus grandes valores: que podría no existir, pero está ahí, sigue naciendo y se fortalece todo el tiempo.
*
No siempre trabajo de la misma forma, pero podría decir que la gran mayoría de las veces escribo el poema en la cabeza. Necesito espacio mental, despejar cosas. Empieza como un goteo: un verso, otro, otro, vuelvo al principio, repito, agrego algo, quito otra cosa, vuelvo al principio, y así, voy memorizando. Cuando termino de cerrarlo lo bajo al papel, lo materializo, veo la disposición, le doy más orden, lo arreglo, lo pulo. Hay veces en que estoy varias semanas con un poema en la cabeza y lo sigo manteniendo ahí hasta que tengo la necesidad de verlo.
También ando siempre con cuadernos, se me ocurren cosas, las escribo, tacho, reescribo. Otras veces, ante la urgencia, uso el celular. El último paso siempre es el Word. Son pocas las veces que escribo cosas que me gusten, directamente en la computadora. Por lo general, antes hacen un paseo.
De cualquier modo, siempre dedico mucho al trabajo de corrección, soy muy fanática. Dejo reposar los poemas unos días y vuelvo, para verlos mejor.
*
Yo sólo trato de escribir poemas que empiecen y que terminen. Tengo una mirada bastante micro sobre lo que escribo. No me pienso a mí misma escribiendo, en términos generales, lo hago, y aprendo constantemente para tratar de hacerlo mejor, intento ser responsable. Por eso, no creo que haya una clave para leerme, o al menos no pretendo que la haya, pero en todo caso, si para alguien la hubiera, estaría perfecto. Puede sonar un poco demagógico y repetido, pero pienso que en última instancia, si en la lectura hay concomitancia, los poemas pertenecen a quien se los apropia.
*
Ahora mismo estoy viendo poemas que tengo desparramados en distintos cuadernos, eligiendo los que me parece que vale la pena rescatar, pasándolos a la computadora. Entre algunos, empiezo a encontrar ciertas conexiones, principalmente porque pertenecen a un mismo período de producción. A veces, mientras los voy viendo, se genera una especie de contagio y me van surgiendo nuevos poemas sobre la marcha. Ahora estoy en eso, descartando cosas, rescatando otras, discutiendo bastante conmigo misma, soy muy severa.
También, a partir de un taller que hice el año pasado con Daniel García Helder, se conformó un grupo que –motivados por Daniel– siguió bastante en pie, nos juntamos una o dos veces por mes a corregirnos, a desarmarnos los poemas, unos a otros. Así que llevo ahí algo de lo que estoy escribiendo, cosas que están muy frescas todavía, y me hace muy bien que sean exigentes con lo que escribo. Por lo general, después de esos encuentros, agarro los poemas y los transformo en otra cosa. Poder ver las deficiencias en lo que uno escribe es algo sumamente saludable, y por más autocrítico que uno pueda ser, la mayoría de las veces se necesita de un ojo externo para eso. Para mí, el momento en que me doy cuenta de que lo que venía haciendo era una porquería, es inmensamente satisfactorio. Tanto o más que cuando logro escribir un poema que me gusta. Prefiero aprender del error que del acierto. Yo creo que aprender del acierto te va poniendo en una posición cómoda, y la comodidad es una de las peores cosas que le puede pasar a alguien que escribe.
El momento concreto de la escritura es solitario y silencioso, es uno contra uno mismo, tratando de que el que gane sea el poema. Pero todo el aprendizaje que hay alrededor, que antecede y atraviesa la escritura, es un proceso colectivo, conjunto. Es imposible escribir absolutamente aislado, aún estando encerrado. “Un poema sirve para no estar solo” dijo Alberto Laiseca.
Acá, algunos poemas de El gran dorado. Una breve selección de un libro que ojalá consigan para leer entero.
La ropa mojada junto a la rejilla
Escribir
sobre lo que se puede escribir
es como pensar en ser
lo que podemos ser,
¿por qué no quedarse quieto?,
¿por qué mejor no dejarse?,
charlar con el que
va sentado al lado, en vez
de poner esa cara de
“hacia donde voy es un lugar misterioso e importante
y todos me esperan allá”.
Si sabemos, todos hemos pasado
por ese momento
en que salimos de la ducha
y nos quedamos
sentados sobre la tapa del inodoro
desnudos
y con las manos agarrándonos la cara,
para que no se nos salga,
para que por lo menos
eso nos quede.
En una cocina de Rosario
Dos lucecitas verdes del moódem en la oscuridad
titilan como si estuvieran asustadas.
Del freezer sale un ruido de viento polar
que me hace pensar que hay mundos
adentro de las cosas.
Adentro de la compu apagada
estaá Eugenia que se fue a España
con su familia durante la crisis
y no pudo volver nunca,
está Agu en Buenos Aires
tirado en la cama, pensando
con qué reemplazar el cigarrillo.
En mi celular sin crédito
hay varios mundos bloqueados:
en Paraná mi hermano que va a ser papá,
el Luchi volviéndose a Santa Fe para pensar todo de nuevo,
mi abuelo que a seis años de la muerte de mi abuela
volvió a vivir a su casa de Villaguay.
De la ventana para afuera hay en algún lugar un ex
que no dejo descansar en paz como los muertos
porque no nos perdono.
La luz amarilla de la calle
entra al cubículo de la cocina
para diferenciarme de la mesada
sobre la que me siento.
Apoyo la cabeza en la alacena
y hago shhh a las decisiones postergadas
y a la conversación que me dice
hay que ocuparse más y preocuparse menos.
Ya sé.
Ya sé todo lo que me van a decir y no aprendo.
Hay un agujero redondo con cables en la pared
esperando a que algo haga conexión.
Voy a la pieza, Lucha duerme,
la espera una semana difícil, pero duerme,
quiere decir que al menos ella
está en un mismo lugar.
Me acuesto mirando al revés la ventana
y pienso si las estrellas servirán para algo.
Cuando éramos chicos servían para decirnos
que ahí estaban los seres queridos.
Me gustaría verlas como perillas,
saber por qué no puedo conciliar el sueño,
saber en qué ciudad estoy
que no puedo estar acá, durmiendo.
Me lastimo las manos
pero me contento
con haberlas puesto esta vez.
Tropezar y venir a caer
justo acá, es una
necesidad desfondada.
Me siento a mirarme los daños,
me compadezco.
Vos escuchás el sonido seco,
salís a socorrerme,
se escapa tu perro
dorado entre las cercas
y me roza la espalda.
Limonada fresca, recién preparada,
me trae tu mujer.
Los niños merendando con vainillas
se asoman por la ventana
y preguntan quién es.
Poema amarillo
Hay una luz amarilla que entra
y se me confunde
con la parte de una película.
Cuando la volví a ver,
no la encontré.
Una noche en que me dije la verdad
en una cocina.
La sensación de mil tardes
en un lugar en que el anochecer
no me duela.
Un amor de otoño
que se quiere quedar.
Los pueblos, el hipódromo,
las fotos de la abuela joven,
la renoleta junto a los barcos del puerto.
Las gaviotas, lejos.
Un perfume del día de la madre,
los caramelos de miel,
las tardes adolescentes
de invierno junto al río
en que éramos felices
y no sabíamos.
El recuerdo de algo difuso,
una manguera en un patio que imagino,
bicicletas playeras llegando,
una con canasta: la mía
y vos en cuero y, en la canasta la cerveza
y la cerveza en el vaso
y el maní flotando
y todo eso sin hablar del futuro.
Las nubes que se hacen espuma,
el sol dorado que cae
y emparenta las casas, todas.
Igual que si miramos el mundo
a través del liso. Igual.
Hay un amarillo que se me confunde,
el de la juventud como un recuerdo,
pero yo soy joven.
La juventud que ya duele de lo amarilla,
como el resplandor de la medalla
de la cadenita que me regalaste,
que voy a perder un día
y me va a doler, también.
Las luces de un recital bajando sobre mí,
el pez tornasol saliendo al aire,
la torta de manzana dorándose,
una moneda girando una decisión,
una moneda a cambio de un caramelo de miel,
a cambio de un beso después
de una cerveza, a cambio de nada,
con las bicis tiradas a la sombra
del pescado que sale a la luz y no cree.
Es que los peces de río no imaginaron ese rayo
que cae en la medalla que me ponés ahora
en medio de la arena, entre los pelos dorados,
como inmortalizando el espacio.
La vez que me senté sola
en el frío de la cocina
y me dije la verdad y sentí
un amarillo que me venía
a dorar las pestañas
y estuve
en todos los amarillos a la vez,
como el recorrido de un hilo de oro
que al unir los puntos
hace perder la forma.
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