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EN LA DIRECCIÓN OPUESTA
Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard. Anagrama, 2023, 432 páginas

Por Vicente Undurraga
Publicado en Revista Santiago, 26 de octubre 2023


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“Durante todos estos años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo... Aquí está lo Nuevo”, dijo en 1969 la poeta y ensayista Ingeborg Bachmann, que no solía exagerar, para referirse a la obra de Thomas Bernhard, que sí solía exagerar, y medio siglo después no solo parecen haber sido palabras acertadas, sino que siguen acertando, en presente y medio a medio porque, hoy como ayer, la prosa de Bernhard resulta inaudita: su inventiva y su invectiva, provocadoras y enérgicas entonces, en este tiempo de comedimiento y precauciones lo son tanto o más.  

Bernhard es autor de algunas novelas perfectas, como Corrección o Extinción (la última y la más larga y espesa de las que escribió y que tiene la curiosidad de terminar señalando a la dictadura de Pinochet, “la más atroz de todas”); de algunas sátiras inolvidables, como Maestros antiguos o Tala; de ensayos y discursos corrosivos y desarticuladores de cualquier acomodo cultural, como los recogidos en Mis premios y En busca de la verdad —donde se puede leer por ejemplo la negativa que envía en 1986 para recibir un reconocimiento: “Desde hace más de diez años no acepto premios ni títulos y, como es natural, tampoco aceptaré su ridículo título de catedrático. La asamblea de escritores de Granz es una reunión de imbéciles sin talento. Saludos cordiales”.

También fue autor de El imitador de voces, un conjunto de cuentos brevísimos que, aun en seis o siete líneas, logran misteriosamente mantener ese estilo obsesivo y caudaloso que lo caracteriza. Por toda esa obra, por la radicalidad de su prosa y del desapego que su mirada supone de toda ilusión, suele ser comparado con Samuel Beckett y con Robert Musil, al lado de los cuales se alza con fuego propio. Y con el paso de los años la furia de su prosa resiste y persiste, pues encuentra nuevo material de combustión en la siempre renovada pequeñez, abyección y ridiculez humana.

Nacido accidentalmente en Holanda, Bernhard (1931-1989) creció en Salzburgo, Austria, país al que odió con rigor y al que maldijo, con ese talento incomparable que tenía para el denuesto, en todos y cada uno de sus libros. Hijo de un campesino austríaco que no lo reconoció y al que nunca pudo conocer, fue criado por su madre, pero no fue un hijo agradecido (“No hay padres en absoluto, solo hay criminales como procreadores de nuevos seres”) y su gran referente, su formador intelectual y moral y literario fue su abuelo materno, que entre otras cosas le enseñó la felicidad de leer a Laurence Sterne.

A punto de cumplirse 35 años de su muerte, acaban de ser reeditados sus Relatos autobiográficos, libro que agrupa cinco novelas escritas entre 1975 y 1982: El origen. Una indicación; El sótano. Un alejamiento; El aliento. Una decisión; El frío. Un aislamiento y Un niño. Juntas constituyen “la mejor introducción posible para conocer a Thomas Bernhard”, según dice Miguel Sáenz, su excelente traductor al español (y biógrafo), en el prólogo, donde con total conocimiento de causa advierte que “leer a Bernhard, aunque no tiene nada de deprimente (al contrario, toda su obra es una exaltación de la supervivencia), puede cambiar la vida de una persona”.

En estos cinco relatos, cada uno de poco más de 100 páginas, Bernhard, con su prosa musical, barroca, vertiginosa, desquiciada y sin embargo perfectamente sólida, carente siquiera de un mero punto aparte y llena en cambio de repeticiones y vueltas reflexivas, de espirales de palabras que a veces son verdaderos tornados, reconstruye su vida entre sus ocho y sus 18 años, y lo hace centrándose en hitos que son para él puntos de inflexión en la historia de su carácter —no se ahorra al hacerlo los detalles incómodos porque, dice, “tengo sed de darme a conocer”.  
 
En El origen describe su nefasta educación en un instituto nacionalsocialista destruido al final de la Segunda Guerra Mundial y transformado en un instituto católico (“régimen del terror católico”): ambas cosas —nazismo y catolicismo— para Bernhard vienen a ser prácticamente lo mismo, una absoluta opresión: lo único que cambia tras la guerra es, sobre la pizarra en la sala de clases, una esvástica por una cruz. Esa es una época de espanto, de soledad, de permanente pensamiento en el suicidio y de una marcada conciencia de su vocación de aguafiestas de la vida familiar y nacional.  

El sótano, como bien lo dice su subtítulo, es la historia de “una decisión”, tomada no con demasiada premeditación pero sí con tenacidad: la de enmendar una mañana el rumbo y, en vez de ir al instituto, partir “en la dirección opuesta”, hacia los bajos fondos de la ciudad a trabajar como aprendiz del almacenero Podlaha, para posteriormente retomar sus estudios musicales. Ahí, mientras por una parte su suspicacia irónica y su carácter refractario a toda blandura se consolidan, el autor es capaz de mostrar la alegría contagiosa que lo arrebata por haberse decidido a ir en la dirección opuesta, alegría que no le quita peso a su despiadada mirada sino al contrario, le da relieve y mayor calado. Es la alegría del quiebre, ese al que aludió en una entrevista en 1975: “Creo que todo el mundo debe recibir en la vida alguna patada, y concretamente una muy decisiva. O una bofetada que lo saque a uno de casa y lo lance al otro lado de la calle”. Su propia obra literaria, de tan intensa y desafiante y hasta exasperante, puede ser para muchos esa patada.

En la secuencia siguen El aliento y El sótano, donde Bernhard describe la enfermedad respiratoria que contrae trabajando precisamente en el sótano de Podlaha, enfermedad que lo obliga a pasarse largas e infernales temporadas en hospitales y que, al convertirse en una afección pulmonar, lo tiene de casero en sanatorios desmoralizadores, periodo en el que, pese a su desencanto y al escepticismo que ha desarrollado como defensa, decide vivir: cuando las monjas enfermeras lo tienen casi desahuciado, él decide respirar: “Entre dos caminos posibles, me había decidido esa noche, en el instante decisivo, por el camino de la vida”.

Bernhard establece una diferencia que es la misma que establece Enrique Lihn en su Diario de muerte: ambos vienen a decir, con parecidas palabras incluso, que solo existen dos países, el de los sanos y el de los enfermos, los que para Bernhard tienen siempre algo de clarividentes. Habitante recurrente de hospitales, Bernhard los define como “círculos de conciencia”, diciendo que son, o debieran ser, lugares recurrentes para los intelectuales, pues allí el hombre se plantea las cuestiones más profundas y quien no los frecuenta se vuelve irremediablemente superficial.

Un niño rompe la cadena cronológica que muestran los primeros cuatro relatos para retrotraernos hacia la primera infancia de Bernhard, cuando tenía ocho años y la Segunda Guerra Mundial y el nazismo eran el telón de fondo de una infancia en ningún caso idílica.

Quizás los Relatos autobiográficos puedan oponer cierta resistencia a la primera lectura, porque Bernhard rehúye las pausas y los remansos y se vale de incontables pensamientos intercalados y duplicaciones de palabras y de frases, pero una vez que se entra en su música, en su endemoniado ritmo y en su energía arrasadora, su voz se vuelve hipnótica, imparable, completamente alucinante. Además de su lucidez casi perversa, de la densidad filosófica de sus observaciones, impresiona su sentido del humor, su malicia, su capacidad “para perforar la niebla humana”, su talento para el denuesto, cuyos blancos recurrentes son Austria (específicamente Salzburgo) y la iglesia católica (con particular énfasis en el Papa), pero también la maternidad, la seriedad y ciertos autores para él beatos, como Heidegger, al que ha definido en otro libro como “una vaca filosófica constantemente preñada que pastaba en la filosofía alemana”. 

Furibundo, impío, mordaz y magnéticamente exagerado, Bernhard desconfía de la verdad, pero cree en la posibilidad de ser verídico, de sostener una voz y una mirada que no sean nunca una forma de la satisfacción sino siempre de la indagación y la exploración. Por eso en estas páginas deja tan de lado los miramientos, a tal punto que llega a contar sin ambages cómo, en el entierro de su madre, le vino un ataque de risa que no pudo y tal vez ni quiso controlar. Esa risa nerviosa y feroz atraviesa toda su literatura.

 

 


 

 


 

 

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