Si bien no todas las personas lo hacen, o no justo en este momento, cuando se acaba un año y empieza otro, existen quienes examinan con ojo vigilante, reflexivo, crítico, el año que pasó. Yo pertenezco a ese grupo. Cuando estaba en ese proceso, en las últimas semanas de diciembre, leí Todo puede ser, la colección de ensayos y primer libro de Vicente Undurraga (Mundana Ediciones, 2022), quizás porque sabía de antemano que me iba a servir de muleta, de contraparte en un diálogo hasta entonces establecido conmigo misma, de compañero de cavilaciones, de mano amiga en el hombro.
Lo sabía, o más bien lo intuía, porque había leído algunos de los ensayos previamente en sus versiones publicadas en revistas. En particular, recuerdo haber leído “Recaer”, un consuelo y bálsamo para cualquier alma viciosa como la mía. Un texto que me sacó risas con sus kegoles y poemas de kegoles y sonrisas cómplices con sus descripciones del verbo y sus encarnaciones. «Son recaídas y excesos sin sentido. Por eso lo tienen. Porque riman o entroncan con el sinsentido que nos subyace. Son la forma de un pequeño abandono. De un no importar. Es una especie de consolación en el desborde, dejarse ir». Sí. «Es incluso haber sido un perfecto imbécil y volverlo a ser». También.
Luego estaba “Decidir”, un ensayo que, en el lugar que ocupa en la estructura del libro, al final de la primera parte, constituida por otros verbos, y antes de la segunda, constituida por lo inevitable, lo otro, la muerte, “Morir”, valida la fuerza de su contenido. Decidir se vuelve vasija para todo lo demás. Al leerlo, y al releerlo un año y meses más tarde, me sentí abrazada, movilizada, pero a detenerme a pensar, a decidir y claro, a cuestionar si mis decisiones no eran más que elecciones. Si no estaba siendo, estando, viviendo mi vida, mediante elecciones provenientes de un abanico de propuestas «dictadas por objetivos y motivaciones ubicados fuera de nuestro [mi] alcance», y no me faltaba establecer mi propio «pacto con el mundo», una forma mía de habitarlo.
Trasnochar, temer, creer, confiar, deber, recaer, tocar, leer, perder, reír, regar, quemar, caminar, abdicar, envidiar, decidir. Morir. Un hilo conductor armado por verbos en infinitivo, en potencia; un revisitar «con una renovada y ardiente conciencia de la finitud que nos acecha, de que se vive entre muertes, de las limitaciones que nos exceden e incitan», «una forma de atizar, de buscarle el lado al mundo y llevar adelante una vida que no se paralice ante tanta hostilidad y rigidez, que no sucumba. Que sepa soltar y saltar, como la rana de Basho».
Buscarle el lado al mundo. «En la reflexión está todo», escribió Peter Orner a propósito de la lectura en ¿Hay alguien ahí? (CHAI Editora, 2020), y es eso lo que Undurraga hace ejemplarmente en estas páginas. Porque ensayar, finalmente, es una forma de leer: de observar algo con detenimiento, de compartir una lectura que puede ser más o menos personal, más o menos académica, más o menos seria, en torno a un tema, a un algo. Como él mismo nos advierte en el prólogo, no busca prescribir nada, ni establecer modelo alguno. Los verbos, el algo, son pasados y recorridos por su cuerpo tibio, su mente aguda, su experiencia vital y su pluma ágil, dando como resultado textos de prosa precisa, rápida, íntima y cálida. El atizar al que alude en el párrafo antes citado, lo relaciona con la muerte de un ser querido aún fresca en el cuerpo. Sin volverse confesional, se toma de este hecho con cuidado y ternura y lo deposita en ese solo fragmento, ubicado en el cierre del prólogo, y nosotros que leemos el libro completo, en donde esa presencia está presente, valga la redundancia, podemos solo aspirar a comprender su trascendencia.
El atizar es una y la primera de las puertas de entrada a la encarnación de los verbos en primera persona que generosamente nos comparte el autor: entre fragmentos de poemas, destellos filosóficos, idas y vueltas sobre las variadas conjugaciones, juegos de ritmo en la prosa, y una mezcla amable de ironía, humor y cariño, se asoman su hábito de trasnochar, con un ensayo completo para él; aquella vez que se cayó en un hoyo en la calle y tuvo que dejarse rescatar tironeado por generosas manos forasteras; esa otra vez en que le clonaron la patente y le cobraron deudas en las que no había incurrido; la confesión de una envidia adolescente que pudrió en mayor o menor medida una joven amistad. Cómo lee y cómo camina y cómo riega. Y también cómo vive el duelo y cómo se enfrenta a la muerte.
En una primera parte abocada a la vida y una segunda abocada a la muerte, intermediadas por un firme decidir, encontramos espacios para lo que es y para lo que no es, o más bien para lo que es, deja de ser y pasa a otro plano. Son espacios que se nutren, partes que se integran, con verbos que se entrecruzan entre la vida y la muerte, dejando de lado binarismos. En “Morir”, el autor se abre el pecho para contarnos su propia experiencia con la muerte, temiendo, confiando, perdiendo, decidiendo, y nos invita a reflexionar sobre nuestros contemporáneos intentos de «tapar el sol con un dedo», de ocultar la muerte, en vez de intentar aprender a convivir con ella.
La obra de la poeta mexicana Elisa Díaz Castelo también aborda este tema. Tanto en El reino de lo no lineal (FCE, 2020) como en Principia (Elefanta, 2021), nos invita, al igual que Undurraga, a mirar de frente lo que no queremos, no podemos, no sabemos mirar. Lo que duele. Lo que es invisible. «Porque ahí, bajo la vida, hay nada. / Sin doblar la negación, porque es posible / el haber de la ausencia»; «atamos un hilo al momento de tu muerte / y fuimos hacia adentro de nuestros días. / Como si se pudiera / regresar»; «Qué confusión, / permanecer y cesar».
En ambos autores abunda la duda, la incertidumbre que es la vida frente a la certeza de la muerte y, de nuevo, la incertidumbre, de lo que sea que venga después. «El final es la primera certidumbre», escribió Díaz Castelo; «una renovada y ardiente conciencia de la finitud que nos acecha, de que se vive entre muertes», escribió, como se cita más arriba, Undurraga. Una duda existencial, si se quiere, que a veces puede caernos como cemento encima. Pero también, y siempre que, o cuando, si se es optimista, logremos salir de la parálisis –«soltar y saltar, como la rana de Basho»–, la duda quita rigidez, abre posibilidades, un resquicio por donde entra el aire para el autor, para la prosa, pero por donde entramos también nosotros, los lectores, y nos hacemos parte del diálogo.
Se lee a Vicente Undurraga, como se lee a Elisa Díaz Castelo, y también a Peter Orner, sintiéndose acogido. «La duda es esencial», declara en “Temer”, «abre al mundo como la risa y el amor y esa apertura permite el ingreso de nuevos calores». La duda es, como los verbos en infinitivo, pura potencia. Se trata «de dudar a fondo, no metódica sino fulminante y decisivamente», nos aconseja en “Abdicar”, y también de buscar una risa que tenga «el sonido no de la burla sino del aflojar, de la duda y la ironía», en “Reír”.
«Se ríe para descomprimir», dice ese mismo párrafo. Y creo que en ese ensayo sobre la risa se encuentra una de las claves de la escritura de Undurraga. Esa descompresión, esa ligereza, que no es superficialidad, porque no carece de profundidad. Al contrario: logra ese equilibrio «a lo gato» del que habla en “Confiar”: amaestra la habilidad de conjugar cercanía y distancia, de entrar y salir de los verbos y lograr sacarles en el camino esas cosquillas al alma de las que habla con la voz de Eunice Odio en la apertura del libro. En ¿Hay alguien ahí? Peter Orner también declaró, al hablar de los efectos de una obra en el lector, que «la única pregunta que vale la pena hacerse es: ¿le hace cosquillas a tu alma o no?» Y las cosquillas son una bella metáfora porque nos pueden sacar risa o llanto, ternura o incomodidad, pero siempre serán un “Tocar” íntimo.
Las palabras de Todo puede ser están vivas. Y por eso nos hacen dudar y nos hacen cosquillas y nos tocan sin tocarnos. Constituyen una lectura que se disfruta, como una buena noche de conversación entre amigos, una mirada cómplice con un ser amado, un cigarrillo en la terraza tras un día difícil, o una cerveza helada en un día de calor. Están vivas y se vuelven parte de la experiencia del lector y, en mi caso, salieron del papel al mundo de afuera, me susurraron mensajes desde veredas mojadas, velas prendidas, mi jardín; se colaron en llamadas telefónicas con mi madre, con amigas, en charlas con colegas. «Todo puede ser, luego ya veremos», escribe el autor en “Decidir”, «todo tiene su entrada, su posible curso. Y se llega ahí con todo lo que somos, sin disociaciones, sin engaños. Asumiendo la mezcla extraña de conciencia, inconsciencia, voluntad, desidia, deseo, limitación, miedo y arrojo que somos». En “Leer”: «Leemos con todo lo que somos y no somos». Como todos, así llegué yo a este libro, y salí cambiada. Me sirvió de muleta y de contraparte en mi diálogo conmigo misma y de compañero de cavilaciones y de mano amiga en el hombro. Tanto así que, al revisar este texto, soy incapaz de desprenderme de la enorme cantidad de citas incluidas, que dan voz y articulan modos de ser y estar a los que yo, hasta ahora, no había podido dar forma. Todo puede ser es un libro amigo, compañero. Y ya me pongo cursi. Pero los fines de año.
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Habitar la potencia
"Todo puede ser", de Vicente Undurraga
(Mundana Ediciones, 2022)
Por Rocío Abarzúa
Publicado en Revista Origami, 31 de enero de 2023