"En 1989, la mexicana Selma Ancira, a quien los años dejarían ver
como una de las mejores y más persistentes traductoras al castellano
de la gran literatura rusa —de Tolstói a Bulgákov—, se acercó, mediada
por Sergio Pitol, a la oficina del editor Jorge Herralde en Barcelona.
Hablaron de libros, de los rusos. “¿Qué te gustaría traducir para
Anagrama?”, le preguntó Herralde. Y aunque no iba preparada, Ancira
no vaciló en proponer una antología de ensayos de una poeta rusa
inigualable, Marina Tsvetáieva (1892-1941), cuya obra en castellano
por entonces era casi inexistente, no así hoy en que contamos con
múltiples traducciones de su prosa y su poesía —desde Severo Sarduy
a Olvido García Valdés lo han hecho; en Chile, Carlos Henrickson
tradujo y prologó sus grandes textos (Siete poemas, Das Kapital,
2016).
Ese libro señero que surgió del diálogo de traductora y editor se
llamó El poeta y el tiempo y al cabo de treinta y cinco años acaba de
ser reeditado, reabriendo la fiesta de estilo, entendimiento, audacia y
asombro que agencia su lectura. Reúne cuatro ensayos largos,
antecedidos de un breve texto autobiográfico titulado “Respuesta a un
cuestionario”, donde Tsvetáieva deja ver sus gustos, decisiones,
influencias y posiciones básicas (“con la derecha no publico nada,
debido a su profunda falta de cultura”).
Tsvetáieva tuvo una vida marcada por la ferocidad. Hostigada
por la Revolución, vivió entre el exilio y el retorno, la pobreza, la
amistad con Rilke y Pasternak, la lectura y la escritura como vida, la
crianza, la prisión de su hijo, la ejecución de su marido, culminando
todo en su suicidio en la localidad rusa de Elábuga. Su obra no es
menos feroz ni voltaica. En sus ensayos salta a la vista: no son
complementos a su poesía sino, como dijo Joseph Brodsky
parafraseando a Clausewitz, su continuación por otros medios, pues
los escribe aplicando “una tecnología específicamente poética”,
omitiendo lo evidente, generando encabalgamientos de sentido, nudos
y desates visuales, llevando al extremo “el grado de expresividad
lingüística de su prosa”, añade Brodsky, que luego despacha una
notable lectura del singular uso del guion largo en la escritura, en
verso y prosa, de Tsvetaieva, idea que en parte cabría quizás aplicar
también al uso del mismo que antes hiciera Emily Dickinson: la rayita,
aportando estilo telegráfico, “señala la proximidad de fenómenos y
salta por sobre las evidencias”. Esa concisión, que sortea lo obvio
mientras hace lo esencial, esa “colocación de palabras con la mayor
gravedad específica en la sucesión más eficaz” opera en estos cuatro
ensayos con potencia tan reveladora como guardiana de la dimensión
misteriosa de cada fenómeno que aborda: el tiempo, la escritura, la
amistad, la lectura, la muerte.
En “Un poeta a propósito de la crítica”, Tsvetáieva despliega de
forma radical el lado desafiante y sarcástico de su pensar. Al perfilar al
crítico, oficio al que indica de entrada como la posesión de un “oído
absoluto para el futuro”, la autora lleva a cabo meditaciones en torno a
su lugar y sus modos de desempeño, relacionándolo con otros
saberes humanos, como la zapatería, y estableciendo distinciones
afiladas entre crítica y opinión, movida esta última por una legítima
“relación” directa, la cercanía: “A la relación todo le está permitido
menos una cosa: proclamarse juicio”. Y al tiempo que piensa la forma
de composición de la poesía, las malas prácticas de la mediocridad, la
incidencia del dinero en la escritura, la vida privada más o menos
escandalosa de todo autor y otros frentes del quehacer literario,
despacha consideraciones así: “El crítico-prontuario, el que analiza la
obra desde el punto de vista de la forma, que omite el qué y mira sólo
el cómo, el crítico que en un poema no ve ni al protagonista ni al autor
(en vez de creado: ‘hecho’) y resuelve todo con la palabra ‘técnica’, es
un fenómeno si no nocivo, sí inútil”. Y sigue: “Generar pequeños
poetas es un pecado y un daño. Tras haber proclamado que la poesía
es oficio, ustedes arrastran a sus círculos a personas que no han sido
creadas para ella”.
Tsvetaieva es una ensayista que abre zanjas y claros en zonas
habitualmente espesas o azumagadas. Sus herramientas son una
prosa afilada y vivaz, la luz cálida de su entendimiento, un humor que
lo airea todo y la bravura ocasional de su decir, como cuando aboga
para la poesía por un estado de posesión, en detrimento del
“contenido de posesión”, algo así como la pura pose: “En un número
infinitamente mayor al del poeta, existe el falso-poeta, el esteta que se
atraganta de arte y no de los elementos, un ser muerto para Dios y
para los hombres –pero muerto en vano”. Fulminante, posee a la vez
una alta delicadeza para abrazar aquello en lo que cree o que
encuentra.
Una meditación especialmente honda se abre en “El poeta y el
tiempo” y “El arte a la luz de la conciencia”, dos ensayos decisivos.
Acerca del lugar de la poesía, de su relación con su época, dice: “Ser
contemporáneo es crear el propio tiempo y no reflejarlo. Reflejarlo, sí,
pero no como espejo sino como escudo”. Cierra el libro con “Algunas
cartas de Rainer Maria Rilke”, otro texto de devoción literaria que le
dedica a su gran amigo, a quien ya antes le ha dedicado uno de sus
poemas más poderosos, “De año nuevo”, y de quien en páginas
anteriores ha dicho: “Por Rilke nuestro tiempo le será perdonado a la
tierra”.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Oído absoluto para el futuro
"El poeta y el tiempo", Marina Tsvetáieva, Anagrama, 2024, 168 páginas
Por Vicente Undurraga
Publicado en Revista SANTIAGO, 27 de agosto 2024