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«No sirve confiarse en la visión para especular»:
apuntes para «Estación Adversa» de Vicente Oyarzún

Por Mariana Camelio



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En la primera versión de su libro Mi vida, Lyn Hejinian escribe un poema de 37 oraciones por cada uno de sus 37 años. Por ejemplo:

Las olas revolvieron nuestros estómagos, como la lluvia de primavera sobre la pendiente de un huerto. La resistencia del dormir a estar dormido. En cada país hay una palabra que se acerca al sonido de los gatos, para igualar un inaislable retrato de las nubes con un estruendo en el aire. Pero el ruido constante no es una señal de música que está por llegar. “Todo es cuestión de sueño”, dice Cocteau, pero se le olvida el tiburón que no duerme. La ansiedad está alerta. Tal vez al inicio, incluso antes de que uno hable, la inquietud ya es convencional, estableciendo el límite incoherente que separa a los eventos de la experiencia.

Si desde el título ese libro tiene un afán de compendio o autobiografía, ¿qué aspectos —reales o imaginarios— de la vida de Hejinian están contenidos en la oración “en cada país hay una palabra que se acerca al sonido de los gatos”?, ¿qué se revela y que se elide de la propia experiencia con la frase “la resistencia del dormir a estar dormido”? Si es este una especie de diario de vida, ¿qué es entonces lo que se anota en un diario?

Antes de tener la tarea de presentarlo, hace casi dos meses, leía Estación Adversa de  Vicente Oyarzún. Escribí ahí, quizás con demasiada facilidad, que sus poemas recorren las imágenes de tres ciudades. Pensé en ese momento si acaso el libro operaba a la manera de una bitácora de viaje. Me pregunté qué es entonces lo que se anota en una bitácora; si llevara un cuaderno ahora —dije— qué es lo que elegiría para transcribirlo en el papel y de qué forma lo haría. La pregunta, aunque un poco burda, fue entonces qué de la experiencia es lo que elegimos comúnmente para traspasarlo a las palabras y, luego, qué de la experiencia es lo que se trabaja en el libro de Vicente.

Lo cito a él ahora: “parecen dispuestos a llevarnos/ barcos que empatizan/ con nuestra quietud/ necesitamos el polvo de turistas donde abunda un silencio/ de envoltorio/ los desperdicios en el agua/ sirven de contraste/ para aceptar tranquilamente/ la señal invisible de un cambio”. En este poema, dos personas recorren lo que queda después del último día de un carnaval venido a menos, y se sientan en un muelle. Miran los restos de serpentina y servilletas flotar sobre el agua. Cito de nuevo a Vicente: “la melodía interfiere en el barullo nocturno/ y estas últimas vistas/ no tan lejanas recoge la soledad/ del que patea una cajetilla de cigarros/ para ver si quedó alguno/ podemos interrumpir el rumor de la vigilia/ que de a poco se lleva el frío/ y sigue ahí detrás de los párpados/ mañana en la mañana/ la oscuridad se disipa y aun así”. Ambos fragmentos parecieran situarse justo antes o justo después de una acción en apariencia primordial, pero que no se enuncia. Terminó un carnaval del que solo podemos acceder a sus restos. Una voz yace desvelada, pero calla qué es lo que la mantiene despierta. En los dos casos no se sabe qué va a ocurrir una vez que salga el sol. Y, lo que creo interesante de esta escritura, es que eso pareciera no importar.

Hacia las afueras de Punta Arenas —en Río Seco particularmente— existe un Museo de Historia Natural emplazado en un ex frigorífico. De las vigas del techo cuelgan esqueletos de pájaros de distintas especies. A muchos se les han vuelto a pegar las plumas de las alas. Cito el poema de Estación Adversa que lo recuerda: “vuelo simulado del ave/ escoger la iluminación/ la adrenalina fija de la caída en picada/ antes que seque el pegamento/ osamentas sobre las vigas del techo nos observan/ un espacio intermedio/ entre vida y muerte”. Pienso en el trabajo forense milimétrico comprehendido en el cuerpo de esos pájaros, en sus poses, en la contradicción absoluta de que un esqueleto falseé el movimiento. Y pienso también que estos poemas de Vicente Oyarzún podrían situarse en ese espacio. No en el salto y ni en el golpe contra el suelo, sino en esa “adrenalina fija de la caída en picada”. No habitan, entonces, los acontecimientos, sino esa tensión en la que se sume un cuerpo antes de cualquier movimiento.

Vuelvo muy brevemente al fragmento de Hejinian: “La ansiedad está alerta. Tal vez al inicio, incluso antes de que uno hable, la inquietud ya es convencional, estableciendo el límite incoherente que separa a los eventos de la experiencia”. Y la pregunta aparece de nuevo. Si no se narran los eventos, cómo es que se traduce —o intenta traducir— la experiencia a las palabras.

Este traspaso en Estación Adversa está, a mi parecer, modalizado por esa suspensión, por ese ejercicio contra la impaciencia desde el cual se enuncia y que permite que emerjan otras formas.  Anoto al margen que, entre ellas, está la relación que se establece entre hablante y paisaje. Están las operaciones más simples, donde, por ejemplo, el habla adopta las características del terreno que recorre: “subimos una calle/ el diálogo empinado/ se interrumpe por el ritmo de la respiración”. Y otras un poco más complejas pero que encuentro interesantísimas, donde es la forma de operar de la memoria la que toma las formas del paisaje. Cito de nuevo: “por un segundo el viento nos intercambia trivialidades/ de la pampa vegetación y se aburre de nosotrxs/ dejándonos momentos que sobreviven a un sol difuso/ que posa sobre los guanacos de petróleo la cámara lenta”. El sol de una mañana con neblina y smog, o la luz a través de la tierra levantada por el viento en la pampa, imposibilitan la exactitud de la memoria, el acceso completo al acontecimiento.

Esto último, la percepción puesta en duda o la imagen incompleta, me parece, son otros de los grandes temas del poemario. Cito: “cuesta visualizar una esquina lejana/ tras la niebla que devora/ letreros colgantes luces rojas/ la memoria se reduce a la claridad/ de un diálogo inalcanzable/ no sirve confiarse en la visión/ para especular/ pero así seguimos/ reconstruyendo”, y luego, en el mismo poema pero con una forma más cinematográfica: “una corriente de aire antecede a la lluvia/ unx de los dos se inclina hacia el otrx/ es el único dato que tenemos”.

Me acuerdo de Anne Carson, que en “Variaciones sobre el derecho a guardar silencio”, advierte que: “hay algo enloquecedoramente atractivo en lo intraducible, en una palabra que guarda silencio en el tránsito”. Pienso en cómo estos poemas dan cuenta de ese silencio implicado en lo intraducible de una experiencia. Anoto que está la insistencia en el destiempo, en situarse en el momento anterior o posterior al acontecimiento, en negar la acción directa, y en poner en evidencia la imposibilidad de un recuerdo completo. Ximena Rivera escribe que “todos los versos conllevan una pregunta”, y me parece que en Estación Adversa la pregunta que contestamos constantemente en la lectura, es aquella sobre los silencios, sobre espacios vacíos y sus aperturas. En la posibilidad de crear en cada uno un “discurso sobre el tacto” propio y un trazado para habitar los espacios.



 

 

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