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PINOCHETIPOS
(old zorronians)
Por Vicente Undurraga
Publicado en La Tercera, 11 de Febrero de 2019
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No es necesario ser pinochetista para ser pinochetista. Ya no es cuestión de definiciones, sino una forma de ser. Además de las tragedias y los perjuicios al fisco que ya conocemos y de una sociedad que no eligió sus bases –y que vive por ello en creciente crisis de legitimidad–, el pinochetismo legó al menos tres personalidades fuertes, tres tipos protagónicos en el Chile contemporáneo.
En sus formas elementales, los pinochetipos serían 1) el ordinario contumaz, que no conoce límites, salvo los ajenos, 2) el piadoso impío, gran manipulador emocional que le trabaja religiosamente a la torsión mañosa del sentido común valiéndose de casos humildes escogidos con malévolas pinzas, y 3) el artista o intelectual mendicante de una legitimidad crítica que no es capaz de procurarse con ideas y obras sólidas.
El manipulador podemos verlo encarnado hoy en la ministra de Educación Marcela Cubillos. Al tuitear una y otra vez que se ha reunido con apoderados que la interrogan con descontento por el ingreso no selectivo de sus hijos a la educación, lo que la ministra califica de “pregunta válida”, se sitúa como paradigma de quien, bajo la máscara sonriente de una empatía falaz, manipula sentimientos nacionales llevando agua a su molino con el objetivo de soldar las piezas sueltas del modelo neoliberal implantado por su admirado general. ¿No es acaso lo mismo que hacía ya en su primera juventud cuando apoyaba “con mucha fe” la campaña del SÍ intentando convencer al país de “creer en lo que no vemos pero existe”? Pregunta válida. Esta figura, que puede parecer exagerada por su aparente buena onda, también se encarna en personalidades como Joaquín Lavín o Evelyn Matthei: son el pinochetipo blando, el policía bueno, risueño, que nos marea con casos y cosas simpaticonas, con una presunta cercanía que bien mirada es microclientelismo puro y con una permanente referencia a Dios y/o a nuestro propio bien.
En una línea afín se sitúa el sujeto cultural que quiere endosar su poca relevancia como tal al hecho de pensar diferente (al sentido común progre, se entiende), como si el problema fuese ese y no, más bien, su no-pensar o su pensar leso. Este patrón encuentra expresión reciente en Alberto Plaza, el cantautor cientológico que considera suficiente su derecho a expresarse y pensar diferente –derechos por los que nunca luchó, más bien ayudaba a la general enajenación cantando para que cantara la vida mientras la muerte pauteaba un largo réquiem por el territorio– para reclamar como válidas las cosas que se le ocurre proferir, como cuando dijo que en Daniela Vega “veía a un hombre haciendo el rol de mujer”. Perfecto bandido de la libre opinión, Plaza crítica las ideas de Marx o Simone de Beauvoir sin necesidad de leerlas porque le basta con observar, dice, sus efectos sociales.
Este pinochetipo también se ofrece con máscaras de expresión reblandecida e incluso, si conviene, alegará no ser pinochetista, lo cual puede ser cierto, aunque igual procederá como férreo defensor del legado profundo del general, ese que tiene que ver con la privatización de lo público, la mano dura policial como método de control colegial de la nación y un conservadurismo sexual y cultural de kindergarten que propicia abusos e ignorancias supinas.
Y llegamos al tercer tipo, el más definido: el pinochetista a mucha honra, sujeto de una ordinariez feroz, prepotente, azorronado (old zorronian), deslenguado, segurísimo de sus posesiones y ansioso por pertenecer a un mundo al cual nunca pertenecerá, la clase alta-alta o élite fina, porque no existe en Chile tal cosa, y si existe un remedo de ella, este pinochet-lover será siempre ahí un advenedizo.
Se suele ilustrar a este pinochetipo estridente con figuras femeninas añosas, teñidas y vociferantes como Paty Maldonado, pero ejemplos masculinos y jóvenes sobran, desde Moreira hasta los diputados Urrutia o Flores, pasando por camioneros agresivos, discotequeros impunes y patrones de fundo de toda escala. Su encarnación, que es siempre ganadora, soberbia y maleducada, cobró fama en la adiposa figura de Matías Pérez Cruz, que manda cartas al diario para el natalicio del dictador, que busca ascender adjuntando a su primer apellido el segundo y poniendo una viña (productora de un excelente vino, todo hay que decirlo) y que en traje de baño gasificó con su hedor conductual pinochetípico a la patria entera, que ya no está para descaros tales.