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La poesía entre los vivos y los muertos

Por Vicente Undurraga
Publicado en Lunes 14 de enero 2019 en La Tercera



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El viernes al mediodía dirigí mis pasos a la estación Baquedano para recibir un ejemplar numerado de la Poesía completa de Humberto Díaz-Casanueva, el n°51 de los 100 que el sello Das Kapital imprimió como anticipo de la edición que saldrá en marzo.

Como Eduardo Anguita o Rosamel del Valle, Díaz-Casanueva (1906-1992) es un gran poeta que quedó un poco en tierra de nadie, extraviado entre dos épocas centrales de la poesía chilena, la de los grandes de principios del siglo XX –Mistral, Neruda, De Rokha, Huidobro– y la del surgimiento, en la segunda mitad del siglo, de voces de gran resonancia dentro y fuera del país –Parra, Rojas, Violeta, Lihn–.

Esto por supuesto es muy relativo pues Díaz-Casanueva obtuvo el Premio Nacional y siempre ha tenido lectores y estudiosos, pero no tantos como podría, igual que Anguita, pues al haberse abocado a una poesía presuntamente oscura o antigua, en contraste con las tendencias vanguardistas y coloquiales, quedaron ocultos por las grandes alamedas que abrió la antipoesía y el cruce entre poemas y artes visuales de los años 70. Felizmente, la obra de Díaz-Casanueva ha comenzado a rescatarse, siendo todo un hito la publicación de esta Poesía completa.

Mi maravilloso plan era leerlo de cabeza el fin de semana y dedicarle una columna para no tener que estar hablando otra vez de las chivas de Chadwick, las aberraciones de Maduro y otras balaustradas de la cochina contingencia. Así que volví a la oficina con el ejemplar de 1001 páginas ojeando feliz sus versos radiantes: “Una vez nos enojamos para conocernos de nuevo”.  

En eso estaba, disponiéndome a cerrar la jornada oficinesca para enterrarme en Díaz-Casanueva cuando escuché la noticia: murió en su Barcelona natal Claudio López de Lamadrid, la cabeza literaria mundial de la editorial en que trabajo y el gran puente de las últimas décadas para la literatura en castellano escrita a uno y otro lado del Atlántico. Se han publicado varios y preciosos obituarios (como el de su compañera Ángeles González Sinde o los de sus amigos Miguel Aguilar, Emiliano Monge o Rafael Gumucio). Una muerte tan abrupta y temprana aturde y apena y mi plan de columna se vino abajo.

O no tanto, porque es perfectamente lógico celebrar y honrar aquí, al hablar de Díaz-Casanueva, la relación del gran lector y editor que fue Claudio con la poesía, en particular la chilena, de la que era un absoluto hincha y a la que conocía como pocos y por la cual siempre estaba inquiriendo, encargando libros, sondeando nombres. Creo que le hubiera gustado la historia y la voz de Díaz-Casanueva, el poeta, filósofo y diplomático que escribió 16 libros, entre ellos una elegía a la muerte de Rosamel del Valle (Sol ciego) y un poema tremendo sobre el apartheid africano (El niño de Robben Island).

Un día antes de recibir el libro y la negra noticia, caminaba por Avenida Santa María en dirección a Plaza Italia cuando leí unos versos escritos en las paredes que contienen al río Mapocho: “Y cuando ya de nosotros / sólo quede algo como una orilla / tenme también en ti / guárdame en ti como la interrogación de las aguas / que se marchan”. Son de un poema de Raúl Zurita que, por esas casualidades de la muerte, Claudio subió maravillado a Instagram ese mismo jueves, un día antes de morir. Ahora son cientos los que en España y Latinoamérica guardarán en sí a Claudio, como una luz, como un hermano, como un lector generoso y fuera de serie que se despidió del mundo con esos versos que hoy bordean, como al río, a tantos corazones devastados.

Los vivos guardan a los muertos en sí, en la memoria, es decir en el corazón, y quizás, quién sabe, los muertos nos guarden y resguarden a nosotros. Si hay un punto de contacto entre unos y otros, ese punto es la gran poesía y la gran música, que Claudio tanto amaba. Fue precisamente Zurita quien, en una clase el año 2002, nos hizo reparar a un montón de inocentes pollos antipoéticos en estos poetas que tan rápido estábamos dejando de lado. Leí entonces el glorioso Réquiem de Díaz-Casanueva, escrito tras la muerte de su madre en 1944. Es una elegía inmensa con versos que hoy le quisiera dedicar en agradecimiento al jefe Claudio, que seguro los hubiera apreciado, versos que ya no le hablarán a él sino de él, de lo que deja entre los vivos: “Y todo vuelve a la memoria nublado por el llanto / todo vuelve y rueda al vacío / y un oscuro temor me queda como rastro”.



 

 

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Por Vicente Undurraga
Publicado en Lunes 14 de enero 2019 en La Tercera