La poesía de Rosabetty Muñoz puede ser vista como un minucioso y tan delicado como descarnado estudio de la naturaleza humana, una obra “obligada a la vigilia” que no desatiende nada, ni lo ominoso ni las diversas formas de la colaboración humana, ni lo amoroso ni lo mortuorio, ni lo erótico ni lo nauseabundo, ni lo local ni lo afuerino, ni la “descomposición de la memoria” ni “la violenta sangre en oleadas” que a menudo nos anega, ni las “indecentes salpicaduras”, nada.
Sin embargo –o quizás más bien justamente por eso– es una poesía despojada, sin alardes, sin espacio para la verbosidad, una voz que con frecuencia cede la voz dando paso a intervenciones impensadas y monólogos donde lo femenino –el “mujerío”, como dicen sus poemas– tiene especial cabida.
Y como no es posible estudiar la naturaleza humana sin considerarla en relación a la naturaleza misma, su escritura es también un intento de aprehender los movimientos y las formas naturales, el clima, la geografía, la flora y la fauna y su vinculación ineluctable con la conducta, la locura y el destino humanos. Ratas y cerros, olas furiosas y manzanas, fogones y vientos huracanados, barro y lluvia y perros, así, conviven página a página con las más variadas encarnaciones de la humanidad y la cultura.
En cuarenta años de escritura es poco lo que ha cambiado sustancialmente en los versos siempre breves, sencillos y libres de Rosabetty Muñoz. Sus temas sí varían libro a libro, lo que es visible ya desde los títulos de cada uno, pero el gran tema es siempre el mismo, la mujer y el hombre, en ese orden: sus actos y ritos, sus tránsitos por este mundo en etapas circulares, a menudo desquiciadas.
Como si de las lecciones de una anatomía y una psicología humanas se tratase, sus libros se han abocado sucesivamente al parto y el aborto, a la crianza con sus rigores y dulzores, al deseo y sus formas de encausarse, a veces sórdidas, a veces gozosas, al amor y el odio, a lo político, lo social, lo idiosincrático (“Hostilidad de las altas rejas / alambres de púas portones alarmas / veloces carreteras”), al miedo, a la fe o su ausencia, a la decrepitud, al morir. En sus páginas, “sombra y mundo conversan” de tal modo que accedemos –y este es quizás el gran logro de su arte– al espectáculo de “la palabra entrando en la oscuridad”, tal como las barrenas de los mineros de Sub-terra penetran en la tierra penumbrosa mientras la escritura de Baldomero Lillo abre a nuestros ojos ese mundo de “proscritos del aire y de la luz”. Puede haber ahí algún grado de familiaridad literaria de Muñoz, como igualmente cabría encontrarla, y en mayor medida, con la poesía de Violeta Parra.
Como Violeta, siempre Rosabetty acomete sus exploraciones con el ojo curioso y sagaz del etnógrafo, nunca con la suficiencia del inspector o el inquisidor. Para decirlo con unos versos suyos, está plenamente “dispuesta a internarse / en la acidez del paisaje”. Pero sus libros no son ciencia, no aspiran a ese modo de conocimiento sino al que se alcanza mediante las intuiciones y lo insinuado en imágenes. Lo que hace Rosabetty Muñoz con la naturaleza (la humana y la otra) es devolverla reformulada, convertida en algo más que un mero reflejo. No basta con intentar (ocioso sería) capturarla o describirla. Hay que re-crear sus mecanismos, sus fuerzas, exponer redibujada su belleza y su atrocidad, su complejidad. Y eso hace Rosabetty en versos que tienen algo de parquedad y escepticismo, pero también algo de la epifanía de los orientales y de la ironía y la narrativa antipoética, todo mezclado en una forma que introduce una personal “trizadura en el mundo conocido”, dejando así “el hueso expuesto”.
Es la suya, ya con una docena de títulos publicados, una voz distinguible de la poesía chilena del último medio siglo. Tiene libros como Hijos, Ratada o Ligia y varios poemas de su demás obra que alcanzan una total rotundidad, por ejemplo este poema de En lugar de morir, su segundo libro, de 1987, donde ya relucía la potencia nunca estridente de sus imágenes y la feliz precisión de su lenguaje:
Lo que amamos se deshace
en noches vacías como domingos.
Nada hay que pueda llenarnos el corazón.
Nada.
¿Qué podemos hacer
si lo más bello es lo que no ha pasado?
Apenas temerle al minuto sin sombra
volvernos caracoles
y rodear el universo de dos metros
con un hilo de plata
o esperar que la gracia caiga sobre nosotros
derramada como una copa de vino.
Pero lo más importante no son tales o cuales libros o poemas radiantes, sino –si cabe llamarlo así– el conjuro del conjunto, que si es o puede ser visto como un estudio de la naturaleza humana, es o puede ser visto también como algo distinto, como algo más: una salida, un punto de fuga, un espacio alternativo donde cabe la celebración y sobre todo donde, enfrentándola, es posible resarcirse de tanta miseria que el mundo y la gente prodigan. En el fondo, lo que la poesía de Rosabetty Muñoz se plantea y en buena medida resuelve es una cuestión que queda deslizada en uno de sus propios poemas (“Barrio de viudas”): “Cómo brillar después de tanto oscuro”. Si no una respuesta definitiva a esa encrucijada, esta poesía muestra al menos un maravilloso e ilustrativo modo de abordar luminosamente la oscuridad.
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EL HUESO EXPUESTO.
Prólogo a Rosabetty Muñoz En Breve, Editorial Usach, 2020.
Por Vicente Undurraga