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ERNESTO CARDENAL, LA SOMBRA VOLANDO

Por Vicnte Undurraga
Publicado en revista Santiago. 7 de marzo de 2020



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Que tuvo una influencia muy grande de Neruda, que le costó mucho librarse de ella, que pudo hacerlo gracias a la poesía norteamericana, dijo Ernesto Cardenal en una entrevista a los 92 años, y es verdad que la influencia de Neruda es notoria en ciertos momentos suyos como notoria y notable es, en muchos más momentos, su liberación por la vía norteamericana: “Sobre todo la enseñanza de Pound, muy simple, fue para mí fundamental. Consiste en que en la poesía se puede decir todo, igual que en la prosa. Entonces puede haber poesía didáctica, poesía humorística, poesía científica, poesía amorosa, poesía política”.

Podría decirse que sus más de sesenta años de escritura fueron la demostración sistemática y portentosa de ese principio, tan discutible y hasta nefasto en otros casos como en el suyo productivo y admirable. Cardenal escribió salmos y epigramas con reconocida gracia y afilada ironía, soberbios poemas de amor (“fueron muchos los enamoramientos”), poemas meditativos, poemas como estampas del paisaje, como crónicas, como recuperación de historias y voces indígenas, poemas pop –famoso el de Marilyn Monroe–, poemas como relatos policiales o fantásticos, alegatos políticos, rezos, elegías, diatribas y un impresionante Cántico cósmico (1989), literal y literariamente inmenso, que en casi 600 páginas alza una suerte de canto general pero en vez de continental, galáctico, que explora “qué nos une en el universo” y para hacerlo pasa, con la naturalidad del viento, del relato de la muerte de una amiga a macizas disquisiciones sobre la materia estelar o el polen.

En todos esos registros se movió Cardenal con destreza y personalidad, con sentido del sonido y astucia narrativa –tanta o más que la que mostró en sus memorias. Hay para muchos gustos en su copiosa obra, pero sobre todo hay para distintos momentos de la vida del gusto de cada quien.

Lo que llamó exteriorismo –así definió a su poesía– es una literatura atenta al mundo, pendiente del mundo, de su tiempo y su gente, pero escrita desde un indisimulado sitio personal: el desamor padecido en la juventud, unas veces, el monasterio en que se encerró una temporada, otras, o la fascinación latinoamericana, la utopía revolucionaria, la desilusión de la utopía revolucionaria, el asombro celestial, la amistad… Toda su poesía es exteriorista pero jamás decorativa porque hay un sujeto interior que se detiene, observa la realidad y la abraza en versos que no desdeñan ningún elemento en su andar. Semáforos y rascacielos conviven, así, perfectamente bien con Dios y presos sandinistas, con “la sexualidad del átomo” y las “noches tropicales de Centroamérica”.

No estuvo solo en su afán. La poesía de Cardenal surge y se desarrolla en un país que es uno de los tres o cuatro más potentes de la lengua en materia de poesía, el país de Rubén Darío, de Ernesto Mejía Sánchez, de José Coronel Urtecho, de Claribel Alegría y, por sobre todo, de ese genio mayúsculo y que algún día quizá sea central como hoy lo es Vallejo: Carlos Martínez Rivas, de quien Cardenal fue amigo desde joven, pese a ubicarse en las antípodas de su concepción de mundo, pues Martínez Rivas fue un descreído absoluto, un despojado allí donde Cardenal era un esperanzado. En sus memorias Cardenal da buena cuenta de lo mucho que, pese o gracias a esa diferencia, los unía, de partida la admiración (fue “el genio de mi generación”, escribió) y las andanzas y enamoramientos juveniles, en un caso por la misma mujer: “Fue mi rival, y yo rompí mi amistad con él, como por cinco días”.

Es obvio que Cardenal fue un poeta que no sólo estuvo a la altura de la gran tradición nicaragüense sino que la amplió, volviéndose un poeta central de Latinoamérica, influyendo en muchos y rimando con lo que hacían poco antes o poco después o al mismo tiempo muchos otros. Con Parra, desde luego, cuyo mutuo aprecio manifestaran en poemas y entrevistas. Y en tantos chilenos resuena de algún modo la voz de Cardenal, desde Bolaño (que le dedicó uno de sus buenos poemas y escribió que este sacerdote católico en los 70 les “fascinaba, a nosotros precisamente, que éramos lascivos y pecadores”) hasta Bertoni. Rosabetty Muñoz lo citaba recién hace unas semanas en una columna y Zurita ha dicho que Cardenal es “el único poeta de nuestro tiempo que nos da el derecho a renombrar la esperanza”. Su relación con Chile, ya que estamos, es antigua y estuvo marcada por una notable vida editorial. Acá se publicó su Homenaje a los indios americanos (1970) en la legendaria colección Cormorán con cubierta de Gracia Barrios (luego sería reformulado como Los ovnis de oro), y desde entonces se han sucedido las antologías chilenas de su poesía. En 2014, sin ir más lejos, fue el invitado principal de Chillán Poesía, festival al que llegó desde Santiago en un precarísimo vuelo, suficiente en todo caso para llegar vivo y revolucionar una ciudad tan ahumada como subrepticiamente bien dispuesta al gran arte, cuna como es de Arrau, los Parra, Marta Colvin.

También Cardenal hace chispeante contacto con poetas de la lengua en todas partes, como el guatemalteco Marco Antonio Flores o Antonio Cisneros de Perú, con quien lo hermana una poesía que en sus puntos altos tiene algo de la mejor crónica del Inca Garcilaso o de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, con la risa y la oralidad como esenciales conductores de sus relaciones o relatos. O con los poetas, siempre en Perú, del grupo Hora Zero, encabezado por Enrique Verástegui, Carmen Ollé y Jorge Pimentel; pese al equívoco de creer que el nombre de ese movimiento vanguardista peruano se debe al primer poemario de Cardenal –Hora 0–, lo cual es falso, la afinidad es evidente: el coloquialismo, la escritura como celebración de la vida, la vocación popular y el desborde o desate como poética combinada con un inédito interés por la ciencia.

Cardenal no es un poeta parejo de igual manera en que, dijo alguien, Neruda no lo fue: porque son como la naturaleza, vastos pero irregulares. Yo agregaría: felizmente irregulares. A veces se alarga mucho, por momentos se repite, algunas veces bordea el extravío (pero vuelve) o el descuido (aunque nunca lo abunda), pero no hay por dónde perderse si al otro lado de la balanza se ponen los muchos hallazgos con que dio, la creación de un modo de decir propio, las impensadas cercanías que propició y los varios poemas de belleza absoluta que despachó, como varios de Getsemany, Ky, uno de sus libros mayores: “Y entre sueños me pregunto por qué hay trenes todavía / y a quién llevan carga los trenes, qué carga llevarán,/ y de dónde viene los vagones, y hacia dónde van”.

Si bien los epigramas de los inicios de su carrera le dieron renombre y marcaron la deriva latina que siempre transitaría su obra, es igual de cierto que su primer libro, Hora 0, de 1960, marcaría otra gran deriva de su poesía: la vocación por el poema largo. Pero largo en serio.

Exquisito traductor de Catulo, Marcial y Ezra Pound, afinado amplificador de voces clave (poesía primitiva, expresiones callejeras, precursores como Joaquín Pasos o poemas de niños), Cardenal fue un hombre de fe sin ser ningún beato, antes al contrario: de ahí su cercanía con los movimientos emancipadores de la iglesia, cercanía que le costaría la reprimenda de Wojtyla y 35 años de castigo contra la pared sacramental. Igualmente, fue un hombre de esperanza política que se resistió a la deriva canalla de sus camaradas, pasando de ser un diligente colaborador del sandinismo y luego ministro de Daniel Ortega a un férreo opositor de este en su devenir tirano. Tanto, que en su funeral, mientras su cadáver de 95 años era despedido por centenares de colegas y amigos y admiradores, Cardenal fue funado por desaforados sandinistas que le gritaban traidor y vendido. “Llegaron a lo más bajo”, declaró Gioconda Belli, que también fue a despedir y honrar al poeta que dio nuevo alcance al habla nicaragüense, al punto que cabría endosarle los versos finales de su “Epitafio para Joaquín pasos”: “Recordadle cuando tengáis puentes de concreto, / grandes turbinas, tractores, plateados graneros, / buenos gobiernos. / Porque él purificó en sus poemas el lenguaje de su pueblo, / en el que un día se escribirán los tratados de comercio, / la Constitución, las cartas de amor, y los decretos”.

Una cosa más: aunque poeta de las cosas y la realidad, de la claridad y en sus puntos altos poeta derechamente luminoso, fue ante todo poeta, poeta a secas, es decir artista de la palabra, las imágenes y los pensamientos, que entreverados abren espacio a lo incierto, lo intuitivo, de modo que, sin ser oscura, siempre pasa en su poesía lo que en un verso suyo que leí hace ya casi veinte años y nunca se me salió de la memoria: “Delante de la luz va la sombra volando como un vampiro”.



 

 

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