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Proscritos del aire y de la luz
 (Prólogo a Subterra, de Baldomero Lillo, Ediciones UDP, 2018)

Por Vicente Undurraga


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Si se considera que pasó a la historia chilena como el escritor que le dio una voz literariamente consistente a los explotados de la minería del carbón, a aquellos hombres que en condiciones infrahumanas trabajaron todas sus vidas de sol a sol –sin verlo pues lo hacían subterráneamente– para aumentar las riquezas de unos patrones impíos y despóticos que no mostraban, como si fueran maquetas de cartón piedra, asomo alguno de humanidad o consideración, no deja de ser irónico que Baldomero Lillo (1867-1923) fuera sobrino de Eusebio Lillo, autor del himno nacional que habla de Chile como “copia feliz del Edén”, que le dice al país “que o la tumba serás de los libres / o el asilo contra la opresión”. Copia infeliz del infierno, más bien, el Chile que retrató Baldomero Lillo fue el país de los “proscritos del aire y de la luz”, como se lee en su cuento “Juan Fariña”.

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Aunque hay quien sostiene que quizás llegó al mundo en Lebu, donde nacerían luego Gonzalo Rojas y Elvira Hernández, lo más probable es que Lillo haya nacido en la Lota donde se crió y que años después retrataría para la posteridad. Lo cierto es que a los treinta y un años Baldomero dejó atrás las calles y pulperías de Lota y se fue a Santiago, donde se convertiría rápidamente en escritor, colaborando en periódicos y en la Universidad de Chile al tiempo que frecuentaba a autores como Federico Gana y Augusto D’Halmar. Pero tuvo una vida corta y apenas dejó, aparte de Subterra y Subsole –sus dos libros publicados en vida–, una veintena de relatos dispersos y un conato de novela inspirado en la matanza de Santa María de Iquique. Mientras su hermano, el también escritor Samuel Lillo, cuyo influjo y vigencia son infinitamente menores, lo sobrevivió treinta y cinco años, llegando incluso a obtener el Premio Nacional de Literatura en 1947, Baldomero sólo ganó un premio: el del concurso literario de la Revista Católica en 1903. Pero fue un premio clave –se lo dieron por “Juan Fariña”– pues propició la publicación al año siguiente de Subterra.

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No cualquier colección de cuentos se deja leer por más de cien años. ¿Por qué a más de un siglo de su primera publicación se siguen leyendo y editando, estudiando y adaptando al cine y al teatro los cuentos que Baldomero Lillo reunió bajo el título de Subterra (originalmente ocho y años después ampliada la edición a trece por el propio autor)? ¿Por qué, pese a la extinción definitiva de ese mundo del carbón y sus alrededores que antes que nadie, y como nadie después, retrató? ¿Por qué, pese a su sobrecarga de adjetivos –una verdadera compulsión calificativa parece poseer con frecuencia a Lillo, que adjetiva muchas veces cada tres o cuatro palabras o bien redundantemente, como cuando califica una llovizna de “fina”–? ¿Por qué, si la vida de los hombres que retrata es un mundo de blancos y negros radicales, con víctimas y victimarios con poco o nulo espacio para los matices y los claroscuros? ¿Por qué, pese a la obligatoriedad de la lectura escolar de que es objeto, esa imposición que tanto daña al libro, al autor y a veces a la literatura en general? ¿Por qué, pese a todo esto, Subterra se sostiene, se reedita en colecciones populares y críticas y se lee y se sigue leyendo? ¿Por qué, en otras palabras, es un clásico? ¿Qué sitúa a estos relatos en el centro del canon cuentístico chileno (que, sin ser como el rioplatense, tiene puntos altísimos como Juan Emar, María Luisa Bombal, Mauricio Wacquez o Roberto Bolaño)?

Me parece que hay tres principales motivos, uno social o histórico o cultural en sentido amplio, digamos, y dos netamente literarios: 1) la vigencia travestida y atenuada –pero vigencia al fin– del abuso como eje rector de la chilenidad; 2) la notable sagacidad narrativa del autor y 3) el carácter fundacional de su obra para la literatura chilena.

La dinámica conjunción de estos tres factores explica suficientemente la centralidad de este libro que, no solamente en sentido literal, muestra a Chile desde abajo.

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Muchos de los hechos, conductas y modos que Lillo narra siguen operando, aunque actualizados y atemperados, en el Chile contemporáneo. No por nada más de medio siglo después Víctor Jara les dedicaría una de sus mejores canciones justamente a los mineros del carbón, los “caras negras”, aunque lo hizo utilizando, como nunca, un estilo minimalista que está en las antípodas del de Baldomero:

Voy
Vengo
Subo
Bajo
Todo para qué
Nada para mí

Minero soy
A la mina voy
A la muerte voy
Minero soy

Abro
Saco
Sudo
Sangro
Todo pa’l patrón
Nada pa’l dolor.

Otro caso elocuente, mucho más cercano en el tiempo, sería el de las condiciones en que trabajaban los 33 mineros de la San José que quedaron atrapados bajo tierra el año 2010 (si bien es cierto que hace un siglo nadie habría movido ni un tractor viejo para rescatarlos). Pero donde más clara se ve la actualidad nacional de lo retratado por Lillo es en la perennidad de ciertas figuras como la del hipócrita severo, plasmado por Lillo en ese patrón y alguacil que en “La mano pegada” se desvive por desenmascarar el ardid mendicante de un pobre viejo zarrapastroso para escarmentarlo con palizas públicas de modo de aleccionar moralmente a la población, todo mientras se solaza por haber logrado colar unas vacas tísicas en una venta de ganado al por mayor.

En verdad era infrahumano el mundo que desde joven Lillo tan de cerca conoció y que en estos cuentos se dedicó a mostrar con realismo, más que sucio, carbonizado: la minería estaba dominada por patrones y mandos medios canallescos, maximizadores del rendimiento y la productividad que, amparados por una legislación laboral no sólo ciega sino derechamente permisiva, ejecutaban relaciones de aprovechamiento sistemáticas, al punto que la mina es personificada en los cuentos como un ser sádico que hace vivir a sus rehenes peor que si estuvieran presos, como se ve a las claras en “La compuerta número 12”, donde la mina es presentada como un “monstruo insaciable que arrancaba del regazo de las madres a los hijos apenas crecidos” y que “no soltaba nunca al que había cogido”. Pero consignar el dolor para la literatura no basta. Se necesita del arte que lo haga comparecer vivamente en la página. Lo que logra Lillo es justamente eso: visibilizar convincentemente; es la suya una literatura que “hace ver” en el sentido en que la poeta y crítica alemana Ingeborg Bachmann entendía dicho efecto: “La tarea del escritor no puede consistir en desmentir el dolor, borrar sus huellas y engañarnos al respecto. Por el contrario, tiene que reconocerlo y devolverlo a la realidad para que podamos ver. Ese dolor secreto nos vuelve sensibles a la experiencia, sobre todo a la de la verdad… Y esto es lo que debería logar el arte: que abriésemos los ojos en este sentido”. Desafío doblemente difícil pues se trata la carbonífera de una realidad acartonadamente cruel, casi caricaturesca; Lillo supo darse maña para transmitir vívidamente esa opresión sin límites.

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Sobre esa base, el primer factor netamente literario que explica la vigencia de Subterra es, por supuesto, la gran destreza narrativa que Lillo alcanza en sus mejores cuentos: el autor perfila personajes con mucho relieve y carácter sin recurrir casi nunca a disquisiciones sicológicas, sino más bien echando mano a escenas, diálogos y gestos elocuentes. Dibuja cuadros del horror y el espanto con trazo firme y sin alargarse ni caer en excesos ni monsergas (salvo uno que otro arranque calificativo); un buen ejemplo de esta prescindencia es cuando narra el suicidio de una madre desesperada que al enterarse de la muerte de su hijo se lanza al vacío de la mina y desaparece. Y entre sus arrebatos líricos, si bien varios son harto relamidos (“las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre”), Lillo tiene momentos de gran delicadeza visual, como la descripción que en el cuento “El pago” hace, en medio de un ambiente ominoso, de la luz de la luna que atraviesa “con la violencia de un proyectil” los nubarrones de un anochecer oscuro y ventoso.

Es innegable la pericia alcanzada por Lillo en un puñado de cuentos, como el que ha de ser su texto más famoso, “El Chiflón del Diablo”, donde de alguna manera contiene –y supera– los cuentos que le anteceden en el libro respecto al trabajo minero. Pero sobre todo destaca la habilidad que demuestra en cuentos como “Juan Fariña”, subtitulado “leyenda” y que es quizá su mejor creación, donde un inolvidable espectro ciego se venga por fin de la ignominia, cosa inaudita en los personajes de Lillo, uniendo mediante un desquiciado ardid el mar con la tierra, es decir colapsando la mina para siempre. O en “El registro”, donde pasa de la narración en pasado a presente como si nada para dar cuenta de ese imperecedero flagelo nacional que es la delación, el sapeo. O en “El pozo”, donde el factor cursi (“… por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos…”) convive con la astucia del autor, que va dosificando impecablemente el fluir de los hechos, permitiéndose incluso un amago de final feliz para darle paso a un muy bien consolidado remate trágico.

Sorprende en Lillo la capacidad de estructurar, de la nada (es su primer libro), un conjunto de relatos de manera tan notable, con tanta solidez. Subterra no es una mera recopilación de cuentos con el común denominador temático de la minería, sino un entramado que sabe introducir, ahondar, incluso saturar con un mundo, estableciendo puntos de contacto y delicadas resonancias internas para luego introducir quiebres notables, como el que marca la irrupción del mencionado cuento “El pozo”, donde el libro literalmente sale a tierra, a tomar sol, cambiando de aire y transitando de la opresión a la vejación y, finalmente, al deseo y la venganza.

Por todo lo antes dicho, da para pensar el hecho notorio de que Baldomero Lillo en la segunda edición de Subterra (la primera es de 1904; la segunda, de 1917) haya incorporado cinco cuentos (“El registro”, “La barrena”, “Era él solo…”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”) que, en general, se salen del eje temático subterráneo, del que en todo caso ya se salían dos de los originales: “Caza mayor” y “El pozo”. Suponerle dejadez o atribuirlo a una mera coyuntura editorial sería subestimar a un autor que apenas publicó dos libros y que, como queda dicho, en este primero que es Subterra lo hizo con especial cuidado por la arquitectura general y las relaciones internas. Además, entre la primera y la segunda edición de Subterra Lillo publicó Subsole, un libro mucho más dúctil para recibir cuentos como “El registro”, “La barrena” o “Cañuela y petaca” (de hecho, estos dos últimos formaron inicialmente parte de Subsole hasta que el autor los trasladó a la segunda edición de Subterra). A mi parecer, y contrario a lo pensado por críticos como Leonidas Morales, estas inclusiones enriquecen sustancialmente Subterra, aportándole luminosidad y cortocircuitos que alejan al libro de la literatura de tesis y lo hacen ganar en imprevisibilidad e incluso humor, como el proyectado por los niños Cañuela y Petaca, esas especies de Bouvard y Pecuchet de poca monta que intentan irse de caza con resultados patéticos. Y es que, si bien en la obra de Lillo prevalecen atmósferas y emociones duras y rudas (“furia, terror y cansancio” son los sentimientos dominantes, según anota Jaime Concha en el prólogo a la obra completa de Lillo publicada hace una década por Ediciones Universidad Alberto Hurtado), hay un ocasional pero fulminante humor que ensancha el sentido y la vivacidad del libro, aunque hay que decir que es en Subsole donde aparece con más fuerza, especialmente en “Inamible”, ese hilarante cuento carabineril que evoca el cine de Raúl Ruiz o de Cristián Sánchez, del mismo modo en que se viene el recuerdo de la canción “Arriba quemando el sol” de Violeta Parra cuando al leer “El Chiflón del Diablo” aparece el siguiente pasaje: “La masa humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios”.  

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Por último, aunque no menos importantemente, el tercer elemento que hace que este libro siga titilando en el cielo parcialmente estrellado de la historia narrativa nacional es el estar en la base de una línea literaria que abrió una brecha –una compuerta, cabría decir– por la que habrían de transitar algunas de las voces más sólidas y singulares del país, un arco que incluye desde la novela social en cuyo centro está Nicomedes Guzmán, pasando por la narrativa inteligente y crítica de Manuel Rojas y la colérica y enérgica de Carlos Droguett, hasta llegar al presente, donde, por ejemplo, Pedro Lemebel lo ultra urbanizó y homosexualizó y Marcelo Mellado lo carnavalizó. O sea que, a juzgar por su herencia, la literatura de Baldomero Lillo no sólo se mantiene de pie sino que crece, se bifurca y amplía, proyectándose más de un siglo en distintas direcciones, como una barrena que nada ni nadie detiene y que refrenda sobradamente las palabras de quien no sólo ha sido uno de sus mejores continuadores, sino también uno de sus lectores más agudos, Carlos Droguett, quien dejó dicho que Baldomero Lillo fue “el que señaló el derrotero y encontró la veta”, siendo sus cuentos “el cimiento, la capa subterránea más profunda desde la que está naciendo lentamente, tal vez demasiado lentamente, la gran literatura chilena”.



 

 

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