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EL EXACTO CONTRARIO DE GARCÍA MÁRQUEZ
Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila
Atalanta, 2012, 1407 páginas

Por Vicente Undurraga
Publicado en The Clinic, abril de 2013


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El colombiano Nicolás Gómez Dávila fue un escritor y filósofo cuya obra, reunida hace un par de años por primera vez en castellano, consiste en un ingente conjunto de aforismos –escolios los llama el autor, esto es, “notas que se ponen a un texto para explicarlo”– que alcanzan casi las 1500 páginas. Los publicó en vida en sucesivas tandas. Se lo pescó poco. Esta edición ofrece la oportunidad de conocer y abrumarse ante el que ha de ser uno de los pensamientos más poderosos y rudos del continente, y de los más concernientes (en el sentido del punctum fotográfico de Barthes, de “aquello que me punza”). Si a Gómez Dávila se le conoce poco y mal en el ámbito de habla hispana se debe en gran medida al carácter reaccionario e insolente de sus pensamientos, y a cierto provincianismo de los intelectuales del continente, pues su obra ya tiene suficiente crédito en otras partes. En los años 90 –para decirlo toda de una vez– Ernst Jünger expresaba ya su gran admiración por estos escolios.

Católico adinerado y sedentario ejemplar, Gómez Dávila se educó parcialmente en Francia, donde ayudado por una enfermedad larga estudió lenguas y literaturas clásicas. Luego volvió a Colombia, se casó, tuvo tres hijos y algunos amigos y se encerró en su biblioteca –30.000 volúmenes tenía en ella, y al centro el cuadro de una mujer con las tetas al aire– a leer y escribir, desarrollando, como dice Franco Volpi en su prólogo, “la biblioterapia como forma de vida” y trabajando en una obra que es el exacto contrario de la de su coterráneo García Márquez. Hay “dos maneras tolerables de escribir”, dice Gómez Dávila en sus textos de juventud: “una lenta y minuciosa, otra corta y elíptica”. Si García Márquez despliega su genio de la primera manera, Gómez Dávila lo hace, sin duda, de la segunda, en las antípodas de Macondo.

Llamó a sus aforismos Escolios a un texto implícito. El texto implícito debiera ser una obra central, y los escolios un poco lo que Parerga y paralipómena, de Schopenhauer, es a El mundo como voluntad y representación: la marginalia, las anotaciones, adiciones, enmiendas y puntualizaciones que orbitan dicha obra central. La diferencia, clara está, es que esa obra central, metódica, coherente, estructurada, Gómez Dávila se la saltó borgeanamente. Quizá saltar sea un verbo inadecuado. En un libro de ensayos de circulación restringida que publicó de joven (Textos) hay cuarenta páginas que son un “tratado de la reacción”, y hay quienes piensan que ese es el texto implícito al que sus escolios se remiten. Más bien, pienso yo, para Gómez Dávila el texto implícito al que se refiere su obra no es ya un tratado sobre el mundo sino el mundo mismo –“la totalidad de los hechos”, diría otro filósofo–. O bien lo implícito es una mirada sobre el mundo, una mirada tácita pues un tratado, por sus rigideces, no podría contenerla, a menos que se tratase –oh genialidad– de un tratado imaginario, es decir variable. Esto puede explicar el hecho de que muchos escolios sean, entre sí, contradictorios, excluyentes. Fueron escritos durante toda una vida. Si el mundo es cambiante y a menudo paradójico y el sujeto que lo observa es cambiante y a menudo paradójico, cómo no iba a serlo el pensamiento que por escrito pretende congregarlos. Cada página de este libro tiene en promedio unos ocho escolios. Por 1.400 páginas, da 11.200 escolios. Alguien podrá contarlos y rectificar la cifra, pero un dígito no cambiará el enorme alcance de estas miles de “gotas puras de lucidez”, expresiones de un pensamiento impertinente, demoledor, despreciativo en ocasiones e incluso humillador (cuando expone, en palabras de Volpi, “la dureza de aquello que nosotros no habíamos pensado”), hilarante también, virulento, afiladísimo, soberbio, iluminador, siempre estimulante, fino, irritante; todos estos adjetivos se hacen pocos, o demasiados, y como sea resultan inexactos –de los adjetivos dejó dicho el mismo Gómez Dávila que son algo así como meros sucedáneos del pensamiento–; quizá sea más apropiado entonces definirlo por negación. Nunca es fome. Nunca es blando. No es testimonial ni autorreferente, aunque su propia experiencia sea el sustrato de sus pensamientos, pero no su asunto. Nunca es tibio. Cálido sí, en la medida en que hace ver a la literatura como un refugio posible donde pasar nada menos que la vida casi entera, pero nunca tibio. En ocasiones es desatadamente arbitrario, nunca un latero ecuánime. Literario ante todo, siempre opera escrituralmente bajo el criterio de que ninguna idea es tan importante como para que no sea importante el cómo se la expresa.

Leerlo es ante todo una experiencia que sacude, se lo lea desde la coincidencia, la perplejidad o el furioso disenso. Aquí una digresión: le recomendé este libro a un amigo mayor, un lector muy agudo de literatura y filosofía, quien al día siguiente partió a comprarlo y a los dos días me llamó para decirme que este “huevón de mierda” lo tenía enfurecido y que quería poco menos que tirar el libro por la ventana, pues se sentía muy distante de su desprecio por el mundo y la calle, de su actitud altanera de erudito encerrado y platudo, de su postura de católico satisfecho. Le dije que yo jamás me desharía de un libro que tuviera sobre mí tal efecto. Un libro capaz de irritarme así, al contrario, lo pondría en el estante más a la mano, le dije. Estuvo de acuerdo, tras haberse desahogado. Creo que lo seguirá leyendo con furia, es decir con pasión, la que podrá mutar en placer.

¿Y contra qué despotrica, a todo esto, el malicioso Gómez Dávila? Aunque lo central no es contra qué sino cómo, con qué afilado poder de síntesis y sugerencia lo hace, habría que consignar entre sus principales blancos a la democracia, la modernidad y el progreso (“La sociedad del futuro: una esclavitud sin amos”), el marxismo (que “puso al servicio de los que no entienden las preguntas el más adecuado repertorio de respuestas”) y el liberalismo –pero en definitiva contra lo que arremete brutalmente son los clichés, las certezas y los convencimientos pagados de sí mismos que abundan en el mundo moderno, contra la imbecilidad, en fin–. Volpi lo llama en su prólogo un “Nietzsche colombiano” (y también sostiene livianamente que Gómez Dávila proviene de la nada, como si la cultura y la vida colombiana o latinoamericana fueran la nada y la europea el todo).

Ahora bien, en lo único que cree este Nietzsche cafetero es en Dios (“Todo fin diferente de Dios nos deshonra”). Todo lo que haya puesto el hombre entre el cielo y la tierra le produce sospechas. Es que la postura suya frente al mundo es la del ironista. Y dado que “la incertidumbre es el clima del alma”, lo que entiende Gómez Dávila por ironía no es una choreza baladí: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”.

No recuerdo dónde leí que cuando a Borges lo increparon unos jóvenes, creo que en una conferencia en Chile, diciéndole que la palabra conservador con que se definía a sí mismo a ellos les daba asco, Borges respondió que con conservador quería decir simplemente escéptico. Gómez Dávila sería reaccionario (no conservador) en ese mismo sentido. “Pensar suele reducirse a inventar razones para dudar de lo evidente”, dice este cristiano contrariador en sus escolios, cuyo valor intrínseco es enorme, mientras que sus alcances e influencias dependerán de la capacidad de ponderación de quien lea: “Las frases son piedrecillas que el escritor arroja en el alma del lector. El diámetro de las ondas concéntricas que desplazan depende de las dimensiones del estanque”.


 

 

 

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