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Eunice Odio
Por Vicente Undurraga
Publicado en Guionbajo el 30 de agosto de 2020
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La costarricense Eunice Odio (1919-1974) nació en San José y al colegio fue tarde y sin ganas, pero en su casa leyó siempre mucho. Luego, rápido, todo se iría oscureciendo: en su adolescencia murió su madre y muy joven fue obligada a casarse con un hombre de quien sólo apreció su gran biblioteca familiar. Se separó al poco tiempo, en 1947 se fue a vivir a Guatemala, escribió, publicó su primer libro, simpatizó con las ideas de izquierda, recorrió Cuba y Centroamérica y en su paso por Nicaragua se ganó la temprana admiración de Carlos Martínez Rivas, con quien conforma un dúo que es a la poesía centroamericana lo que a la sudamericana son Gabriela Mistral y César Vallejo, para decirlo todo de una vez.
Pese a ello, y a la admiración que le tuvieron figuras como Augusto Monterroso o Rosamel del Valle, nunca fue difundida y reconocida en el continente como merecía. A mediados de los años 50 se radicó en México. Ahí se casó de nuevo, esta vez feliz y voluntariamente, con el pintor Rodolfo Zanabria, trabajó como periodista, trabó amistad con Elena Garro, Octavio Paz y otros y se alejó de las ideas de izquierda hasta volverse derechamente anticomunista, al punto de ser señalada como espía de la CIA, pero los años mostrarían que más bien la CIA la habría espiado a ella por coincidir en fiestas con Lee Harvey Oswald, quien asesinaría tiempo después al presidente Kennedy. Lo cierto es que su indisimulado anticastrismo incrementó el ninguneo de la oficialidad cultural latinoamericana a una obra poética cuyo peso con el solo correr de los años sepultaría a varios.
Entre tanto, Eunice se fue ensimismando y, junto a la escritura —ya principalmente epistolar—, se entregó al alcohol y a la teosofía y el esoterismo, alcanzando arrebatos místicos y trances como uno que describe ella misma en una de sus cartas ya legendarias. Un día, cuenta, despertó y mientras esperaba que le trajeran el café a la cama, “empezaron a salir, de mi cuerpo, una enorme cantidad de filamentos luminosos, que tendría entre 6 y 8 cm de largo y el grueso de un cabello muy fino… Aquello debe haber durado unos diez minutos. Está de más que me quedé estupefacta a más no poder”.
Fuera de este sumario recuento biográfico, Eunice Odio escribió tempranamente una poesía cuya lectura supone lo que quería Rimbaud que supusiera toda gran poesía, un desarreglo de todos los sentidos. En rigor, publicó sólo tres libros, los tres tan irrepetibles como su nombre. El primero es un largo poema erótico y metafísico, Los elementos terrestres (Guatemala, 1948), que tiene el efecto de un “golpe de viento nuevo”, para decirlo con un verso suyo, y que recuerda a San Juan de la Cruz y en cierto modo a Safo; el segundo fue una recopilación de poemas publicada en Argentina en 1953, Zona en territorio del alba. Y el tercero ya es otra cosa, algo que la pone en la cima de la poesía castellana, un libro hecho de varias voces, una especie de drama griego y de diálogo pavesiano que suma 500 páginas y se titula El tránsito de fuego (El Salvador, 1957) y entre cuyos versos se lee esto: “Por la calle va un hombre. / Tiene esqueleto de ir, él solo, tiernamente / a su primer recuerdo”. Y también: “Para la gran alegría hemos venido”.
En marzo de 1973, alertados por el fuerte olor que denunciaron sus vecinos, una amiga y la policía entraron a su departamento y encontraron su cadáver en la tina. Había muerto diez días antes, de causas que se desconocen, aunque se descartó el suicidio. Poco después, Monterroso escribiría: “Quemaba; no daba cuartel; no lo pedía. Su vida correspondió siempre a su muerte. En esto fue consecuente y nadie debe quejarse: estuvo viva, está muerta, está viva”.
Uno de los que supo reconocer en su escritura un espesor excepcional fue el poeta chileno Humberto Díaz-Casanueva, que prologó una antología publicada póstumamente en Venezuela por Monte Ávila que recogía poemas y también las cartas de Eunice al editor Juan Lizcano. Ahí, Díaz-Casanueva fue elocuente: “Ignorada, incomprendida... No tiene justificación una ignorancia que equivale a una arbitrariedad: a la proscripción del territorio de América de uno de sus valores más verticales, poderosos y heroicos”. No exageró.
* * *
OM
Quisiera desprenderme de mí,
romper con la profunda unidad de mis huesos,
desarraigar mis sienes de su limpio aposento,
sacar a mi criatura del claustro en que la lloro.
. . . . . . . . *
LA LLUVIA
La lluvia
ha dejado guardado su vestido,
para que no la vean las furias,
para que no lo toquen los pararrayos
con sus dedos de vino
y llanto.
La lluvia,
melancolía de nube descendida,
ha dejado guardado su vestido
en las puntas del aire.
Sobre la falda
se pasean los pájaros,
entre su burla de agua
la sonrisa menor de los arcángeles.
. . . . . . . . *
ESTE ES EL BOSQUE
A Alfonso Chase
Este es el bosque
y aquí, un momento,
mi corazón espía…
Van y vienen
los descendientes de los árboles
–escondidos animales geométricos.
Se meten en sus cóncavas materias
–sienes aéreas,
largos fantasmas de alas sumergidas.
Se despliegan,
gravitan contra la sombra,
ciertas partes ascendentes
del poderoso y habitante oxígeno.
Este es el bosque desprendido
y aquí, en esta forma de sed,
pongo mi corazón a descansar,
a desandar,
un pensamiento de hojas que fue mío.
Aquí, sobre la tempestuosa apariencia
de una campana lanzada por la hierba.
Este es el bosque
y aquí mi corazón, desanudándose,
sólo es un ruido,
una alegría que se desvió por dentro
y se perdió incesantemente
y no puede encontrarse,
o siquiera parecerse a sí misma.
Aquí mi corazón
–este es el bosque–
reposa celebrando su partida.
Se va, irá pronto en camino,
como después, como antes,
como si “siempre irse” fuera su pronombre.
Parte hacia ayer,
hacia el día de un año que nadie vio crecer
porque se devoró,
porque comió de su propia substancia.
Va hoy, fue antes,
irá siempre en camino
abandonando páramos,
espinas,
huesos activos,
la posada que parecía del tamaño del mundo
y solo era
un espejo flamígero.
Se va, se irá, siempre se ha ido,
abandonando calles invencibles,
meses deshabitados,
casas cerradas por el tiempo verde.
Se irá, se fue,
haciendo compañía
a todo aquello que contiene el aire
de fronteras difusas
y espumas prolongadas hasta el canto;
haciendo compañía
a todo lo que vive
llevado por el espacio
y abandonado por los frutos del mar, del sol, del viento;
por lo que da la Tierra
girando sobre su éxtasis;
por lo que no se dijo jamás eternamente
que negaba la atmósfera.
Vamos, levántate,
es hora de partir.
¿A dónde vamos, compañero, sin nada al sol?
Vamos a la sagrada forma
que no duerme jamás;
al atareado aroma solitario, a la sangre
que sólo sale al viento por un golpe,
desgastando lo que toca en su tránsito.
Vamos al gran torrente que imagina
lo que palpamos
y no vemos,
cegados por su tacto iluminado
y su anegado resplandor.
Vamos al sitio de la sien, al pasar de los huesos
perfectos, despoblados, desollados.
Vamos a nuestros días en secreto;
a nuestra piel que ocultamente pasa por manos
atmosféricas,
por tactos elevados a potencia.
Tengo frío. Tenemos.
No debíamos salir a ser mirados
y tenidos por suyos;
y desgajados
y partidos
como el árbol que somos,
que nos sueña.
Caminemos.
Entremos
a no salir jamás:
a cumplir con nuestra obligación de latir,
de sollozar,
de morir
en la sola compañía
del último de nuestros huesos
que oyó llamar a la Tierra.
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