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VIDA Y MUERTE DE ANA GONZÁLEZ
Por Vicente Undurraga
Publicado en La Tercera PM, 29 de Octubre de 2018
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“Se fue en paz porque más no podía hacer”, dijo una nieta en su funeral. Los 93 años que vivió Ana González calan hondo por su coraje, perseverancia, entereza y mantención del odio a raya –pese a haberlo padecido en dosis monstruosas.
El 28 de abril de 1976, como se sabe, desaparecieron sus hijos Manuel Guillermo y Luis Emilio (¡Luis Emilio Recabarren!) con su esposa, Nalvia Mena, embarazada de tres meses. Esa noche “el Puntito”, el hijo de dos años de estos últimos, fue dejado afuera de la casa de Ana por agentes de la DINA. Al día siguiente desapareció el marido de Ana, Manuel Recabarren, quedando el Puntito sin abuelo ni padres ni hermano. Ya adulto, radicado en Suecia y dedicado a la danza, diría: “Yo siento que mis padres viven en mi cuerpo”.
Impresiona la contundencia y ubicuidad del cariño y admiración que ha desatado la muerte de Ana, cuyo destino trágico, griego, teje un relato de intensidad único en la historia de Chile al trenzarse con el carácter férreo, magnánimo y luminoso que ella siempre mostró. “El odio no me ciega. El odio no me echa a perder”, dice Ana en el documental de los 90 Quiero llorar a mares (está en youtube). Ahí, filmada en Villa Grimaldi a 20 años de esas desapariciones que hoy llevan 42 sin aclararse, Ana hace gala de su absoluta nobleza mientras le cuenta al recuerdo de su marido que la casa está siempre llena.
La mujer que supo estar a la altura de su desesperante espera (nunca dejó esa casa en que vivió con su marido y sus hijos, si bien cerró para siempre el portón por el que una mañana salieron para jamás volver); la mujer que encabezó la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y que en dictadura se paseó por centros de detención y morgues buscando a los suyos; la mujer que hizo huelgas de hambre y se encadenó al Congreso junto a otras desafiando la brutalidad policial para hacer conocida su lucha, en fin, esa chilena que enfrentó la vida con ira y pena, como reconocía, pero sin miedo y sin odio, como enfatizaba, tuvo todo para ser ganada por el rencor y el derrumbamiento pero prefirió pasar sus días de pie buscando y en un permanente dar y darse por sus muertos y sus vivos. De otro modo no se explica la energía, la risa e incluso la alegría que quienes la conocieron testimonian como sus rasgos esenciales, junto al tesón y el cigarro humeante que acompañaron una vida de grandeza que hará inolvidable la de los suyos. Y esa será, ya es, su gran victoria.
El gobierno podría haber declarado duelo nacional, pero sería pedirle peras al pino plástico. Homenajes, igual, no faltaron: desde la masiva caravana fúnebre hasta una viralizada viñeta de Francisco Olea que la muestra a punto de encontrarse con los suyos en algo así como el Cielo, pasando por un sentido saludo de Bachelet y los vibrantes recuerdos de su compañero de lucha Mariano Puga. También circuló la crónica donde Lemebel, ante la imagen de su amiga, se preguntaba “cómo se nace de nuevo después de tanto infierno, me digo, recordando la vez que le ofrecí un pito de marihuana y ella me dijo: Si tantas cosas me han pasado, no creo que esto me haga tan mal”.
Ana González, como Carmen Hertz y otras bravas de la historia chilena, nos recuerda que ese ser humano que puede parir es capaz de infinitamente mayor resistencia y atrevimiento que cualquier macho recio o milico fuera de quicio. Más coraje y honor tuvo, por lo pronto, que sus verdugos acuartelados en su brutalidad y acolchonados por cómplices pasivos, como alguien por ahí les llamó.
En tiempos de Bolsonaro, que reivindica la tortura sin más, cuando aparece poco menos que como choreza el relativizar el horror de Estado, la figura de Ana seguirá viva y creciendo para hacer ver como irreductible –imperdonable, inolvidable, inaceptable– lo irreductible: el respeto a la vida ajena.
El 5 de octubre la revista Palabra Pública publicó una entrevista –la última– donde Ana González repasa su vida y la carta que en 2004 le mandó a Cheyre: “Los porfiados hechos”, le dice al entonces incuestionado Comandante en Jefe del Ejército, “lo llevan a un único camino: la impunidad no puede ser el epílogo de esta tragedia nacional”.