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Nuevos nombres para la novela chilena
"Nina Asturriaga", Vicente Urbistondo.
Bibliotheca del Fenice. Argos Vergara. Barcelona, 1985. 717 págs.
Por Nora Catelli
Publicado en La Vanguardia, España, 26 de septiembre de 1985
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Nina Asturriaga es una muchacha chilena del medio siglo: las setecientas páginas de esta novela son la exposición pormenorizada de su no-transcurso por la vida. No-transcurso por la vida que, es por cierto, su transcurso por el texto: determinada por un desajuste onomástico (su primer apellido corresponde, por derecho propio, a los de más prosapia de Chile, mientras que el segundo la ata indisolublemente a una estirpe de peluqueras o actrices de pacotilla) y, por lo tanto, genealógico, que roe el corazón mismo de su vida de aristócrata criolla, y la convierte en un ser de bordes raídos, cuya vulnerabilidad está en función directa con su perfil de ángel de folletín o de novela galante.
La constitución de un personaje
Novela llena de historias en la que no hay historia, supone un cañamazo expuesto, de límites inaprehensibles, en cuyo centro hay un nombre (“Nina Asturriaga”) que es también un vacío. Esa oquedad, esa pura virtualidad, es atravesada por los hilos de muchos discursos, de tantos como sea posible fijar cuando uno se apresta a leer los deseos y las aprensiones de una sociedad con respecto a cada uno de sus miembros: la constelación de los apellidos, la fijación de las filiaciones, las iniciaciones de la infancia, la constitución misma de todo aquello que, como solemos decir, “imprime carácter” (el sitio en la mesa y en la misa, la invitación o no a una fiesta, la humillación presentida o inflingida, el modo en que se entra a un club). No se trata tal vez de la densidad proustiana, sino de un haz, un cruce de versiones —la novela de Urbistondo es un verdadero catálogo de todos los modos de la enunciación narrativa—; de ese cruce emerge la figura espectral y compacta a la vez de Nina Asturriaga. Compacta, sí, y en la frontera misma de la cuestión de qué es un personaje: ¿qué queremos decir cuando escribimos “personaje”? ¿Qué significa nuestro propio sentimiento de provisionalidad ante este término?. La propuesta de Urbistondo puede situarse, quizá, en la órbita de influencia de la narrativa anglosajona y, en particular, la de Henry James: el personaje es el efecto de un cruce de ópticas y de versiones y su subjetividad está sometida —en su misma existencia— a las preguntas que hace surgir en los otros. Y cuanto menos “conciencia de sí” le es posible el personaje, más depende de las otras conciencias (de los otros discursos de las otras conciencias): Nina Asturriaga, que no piensa de sí en términos abstractos, que no sabe de la existencia de un mundo de conceptos, ha de terminar, forzosamente, aplastada, reducida a cenizas por las voces de los otros, que la determinan, la constituyen y acaban por eliminarla.
Una trama estricta y a la vez inespecífica, sujeta por un sentido de la composición que puede recordar a Joyce: sin embargo, creo que en “Nina Asturriaga” existe una unidad discursiva (todas las voces tienden a un centro, el de la dueña y su nombre fatal) que no permite adscribirla del todo a la poética del estadillo del texto hacia la cual tiende la galaxia de Joyce. Además, utilizando una diferencia un tanto académica, puede decirse que esta novela es, más que parodia (en cuyo caso el objeto mismo de la parodia sería literario y estaría en la base del texto, incorporado a él), sátira, sátira de la sociedad de castas, sátira de sus valores y de los de su pseudo-cultura, con su consecuente retahíla de mezquindades: galanes, amigas insidiosas, gestos sociales cuya importancia ahoga y parece detener la Historia.
La lengua chilena
Todo ha sido bastante insólito en la aparición de esta novela: no circula casi y es posible que conquiste lectores de modo azaroso. Y sin embargo, además de sus méritos, Urbistondo tiene algo en común con los escritores chilenos de su generación, fundamentalmente con José Donoso y con Jorge Edwards: es la cualidad íntima, conversacional —no coloquial— absolutamente fluida de su prosa. Supongo que se trata de una permeabilidad especial de la lengua chilena, como si a ese país de castas lo atravesara longitudinalmente un instrumento “democrático”. Al revés de lo que sucede, en general, con los autores porteños (no los argentinos del interior) y uruguayos, que deben afrontar abruptos cambios en el registro de la lengua, los chilenos poseen y dominan todo un abanico de posibilidades cuya unión en un texto no produce sobresaltos. La prosa rioplatense se construye contra un horizonte poco homogéneo, sacudido por las olas inmigratorias, y el escritor lucha por la apropiación de todo el abanico de posibilidades o, al contrario, por la depuración constante de toda clase de brusquedades coloquiales; la chilena, en cambio, ondea, se desliza, vuelve sobre sí misma, como si tuviera una relación “natural” con el mundo de las palabras, una relación casi primigenia. Ilusión, desde luego, pero al mismo tiempo, rasgo reconocible, que tiene muy poco que ver con las necesidades del realismo o con su retórica: está también en Mauricio Wacquez, cuya narrativa no pertenece a la zona de Donoso y Edwards, o en el primer Skármeta, quien tampoco tiene nada que ver con ninguno de los tres citados.
Puede encontrarse excesiva a esta novela, excesivo su afán de totalización y sus ansias de infinito. Pero cada una de sus páginas es, no obstante, una muestra de mesura, humor y buen tono, de eufonía y gracia: suena impecable, innegablemente bien. Y su mundo puede ser infinito, pero jamás caótico, ya que está presidido por el equilibrio y el ritmo de un orden narrativo de evidente rigor.