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          La Ciudad Que Habito,  de Verónica Zondek
        Por Carlos Henrickson
        
         
         
         
        
 
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        Desde  que en nuestra historia como occidentales se amasa y reamasa el concepto de  naturaleza, que la poesía se impuso la labor de buscar en ese espacio una verdad, anterior al modo de vida  presente. Hizo falta un buen mareo –y la resaca correspondiente después de  tanta Ilustración- para que el poeta  pudiese descubrir de vuelta que en el ser humano se había espinado fatalmente  esta segunda y más cruel naturaleza que es la vida enajenada de la ciudad  moderna, que en su propia dinámica supo generar nuevas pertenencias y nuevos  rituales, y ante la cual la otredad ya no era un problema de perspectiva.  Lo otro terminaba injertado en el  corazón de la conciencia creadora; vale decir, esa naturaleza verdadera e  íntegra era otro signo entre infinitos otros dentro de la fluidez artificial de  códigos que sustentaban exclusivamente lo que sería la poesía moderna, en su  necesidad y en la desolación de su ser obsoleto ante un mundo que iba dando  cada vez más anchas espaldas a la posibilidad humana.
          
          Esto  tiene como consecuencia ese lugar imposible del poeta: víctima y sujeto, héroe  y pie de página, su única resolución está en la obra, en irse en esa obra. En los márgenes de un lenguaje que se hace  estrecho, la conciencia de una poeta como Verónica Zondek (Santiago, 1953) en La Ciudad Que Habito (Valdivia: Ed.  Kultrún, 2012) no puede sino presentarse íntegra, dolorosamente en esta  pregunta sin respuesta sobre su lugar en el mundo: la pregunta es la obra  misma. Porque claro, se da a leer el  lugar, expreso y sin dudas (la ciudad de  Valdivia) y el yo de esta poética ha  dejado atrás todo pudor, como veremos; pero esta Valdivia no es Valdivia, y  este yo yace íntegro, extendido, en  el delicado juego de sentido que logra llevar toda concreción al estado  abstracto de los nombres, los verdaderos –y no es otro, se sabe, el rol de  transporte que cumple la poesía más alta.
lugar, expreso y sin dudas (la ciudad de  Valdivia) y el yo de esta poética ha  dejado atrás todo pudor, como veremos; pero esta Valdivia no es Valdivia, y  este yo yace íntegro, extendido, en  el delicado juego de sentido que logra llevar toda concreción al estado  abstracto de los nombres, los verdaderos –y no es otro, se sabe, el rol de  transporte que cumple la poesía más alta.
          
          Esta  Valdivia no es Valdivia. Y quizá alguna vez pudo haberlo sido, pero valga la  autorreferencia: los que pasamos crianzas en el sur, no necesitamos la historia  de la Conquista para leer destruidas a ciudades como Concepción o Valdivia.  Sabemos bien, por parte de padres y abuelos, que nada más en un siglo todo se  fue al suelo dos veces, y tuvimos la experiencia de ver dentro del plazo de  nuestras vidas como se iba al suelo de nuevo, e incluso sospechamos que antes  que nosotros mismos nos vayamos al suelo, veremos a ese sur desplomarse de  nuevo. Y siempre, sabemos, se va a refundar y reconstruir todo… ¿todo? Y es que  el objeto que se refunda y reconstruye es precisamente esa entelequia de nombre  y escudo de armas; porque los materiales ya no son los mismos, y hasta la  fisonomía cambia –y no olvidemos el permanente terremoto inmobiliario, que a  puñetazos no deja ni marca de historia, y sí no-marcas, no-lugares como heridas  en cada ciudad de nuestro territorio. 
          
          Pero  un poeta es capaz de ver algo más esencial y misterioso –algo que suena como el  joven poeta y filósofo, y viejo economista Karl Marx-: la ciudad es, más que  una expresión de cantidad o una suma de materias, una relación entre personas,  y persona acá puede también ser el aura del ancestro, personas pueden ser el  humedal Angachilla o los pájaros diluvianos que se  revelan lúcidamente como señas de eternidad: todo un tejido de existencia que  refleja el texto como una espesa urdimbre de hilos comunicables entre  conciencias vivas.  Esto hace que su  construcción pueda perfectamente ser hilada por el poeta, y ya no como una genial obra ex nihilo, sino con vara de  zahorí, en que la forma del tejido reproduce el trazado del subsuelo, lo que no  se ve, o con el instinto con que se urde la telaraña, con esa misma falsa  delicadeza y esa misma falsa gratuidad.
          
          Por  esto mismo, la visión del poeta no es alucinación: es más bien una revelación  de las formas verdaderas. La osadía de la segunda persona con que Zondek  enfrenta a Valdivia desde el inicio mismo del poema, es invocación de mago,  esto es, exigencia ritual de revelación verdadera desde una distancia  trascendente -no se le habla a una comuna con límites administrativos, sino que  precisamente a Santa María la Blanca de Valdivia, con el correspondiente  ritual de negación, primordial para un éxito en el llamado chamánico. Esta  revelación no termina de tejerse, a través del viaje del poema, con la fusión  abismal con un misterio que esconde en sí la posibilidad de un lugar radicalmente otro, del cual la ciudad, como todo  lugar que esté cerca de nuestros orígenes (piense el lector en su caso),es una secreta imagen.
          
          Y  es que la poética de Zondek, como toda expresión efectivamente alta, se  dedica a esconder más que a develar. No es otro el soterrado enigma del título:  veo que está pleno de pliegues en los cuales su sentido se me trasmuta y cambia;  ¿es ésta sólo una ciudad? ¿se puede habitar algo como la ciudad que me entrega  este texto? ¿habita la hablante este lugar que me dice, o me está señalando  precisamente que no, mediante un efecto abiertamente irónico?
          
          Porque  esta ciudad -sospechosamente tan víctima y tan testigo como el poeta que la  invoca- puede ser también fuerza devastadora, en que la muerte de los  habitantes puede bien sólo ser el ansia de limpieza de animales molestos por  parte de esa madre trascendente cuyo bien y cuyo mal son tan enormes como la  vida misma y la historia en su sentido más hondo -bien y mal, al fin, conceptos  inútiles, que ya no se aplican. Todo sería tal vez más claro si alguna vez  pudiéramos tener al mundo de frente, para entregarnos la posibilidad del juicio  reposado. 
          
          Pero  el mundo no funciona así -jamás se pone realmente al alcance-, y un  poeta lo debe saber y debe darlo a conocer a los otros. Con la conciencia real  de que el yo y el otro son construcciones ficticias, Zondek nos  impone esa concepción imposible de explicar bajo lógica alguna de un momento en  que lo de afuera y lo de adentro, la historia y la existencia personal, la vida  y la muerte, se transforman en viejas químeras de una ciencia acabada e inútil;  en que esa extrema lucidez que el poeta se impone en el momento mayor de la  creación termina como síntoma ante un mundo amante de los nombres en su forma  escrita y gramaticable, pero no en la otra forma, la secreta, la que se  escribió antes. Esta tragedia yace en el corazón del poeta moderno, al  mismo tiempo en que yace en el corazón de la concepción moderna de ciudad: el  exilio no es, entonces, el de la flaca y débil figura del poeta maldito (como  quisiera la lectura más obvia), sino de toda una concepción del mundo que sólo  posee a la palabra como refugio y memoria.
        Se  saluda este libro, entonces, no como un hecho estético o político -como quien  intentase hacer geometría del mar, o medir una montaña por cómo se cae por su  barranco-, sino como una nueva muestra, para los pocos que aún leemos estas  cosas, de que la poesía puede llegar a ser y convocar un conocimiento superior.  Es fácil ser escéptico en cuanto a esto, pero si no fuera por las catacumbas de  los lectores de poesía, difícilmente podríamos seguir creyendo en esa noción  íntegra y misteriosa del mundo, en que el uno, el otro o el todo; la ciudad, el  país o el mundo; son palabras -ni más ni menos que eso- en una composición que  da cuenta de sí a través de una voz que sabemos ya que no es nuestra. Esta  inconsciencia trabajada y razonada rigurosamente es, sin ninguna duda, una  victoria, y un signo de Verdad. Si le pidiéramos otra cosa a La Ciudad Que  Habito, las palabras nos mentirían, como acostumbran cuando son usadas y  saben que son usadas. Leamos, entonces, en silencio.