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EL COREANO
Han pasado diez
años. Levanto los ojos y la veo a usted tomada de la barra del
troley. Sí, es usted: el mismo peinado, la misma lejanía en la mirada azul, sus olvidados ojos de
astígmata. Eso posee vida en usted. Sus ojos brillan como la única
zona intacta del rostro. Sin pestañas, sin cejas, aún conservan la
dolorida tenacidad de antaño. Esa mirada me subleva por dentro, me
crispa, aparto la cara y miro por la ventanilla. A través del
cambiante paisaje de la calle, la continúo observando, una joven
memoria recoge su rostro detallado: el asombro de los párpados
tirantes, el hueco que baja desde la frente, de piel rosada y
brillante, la boca como un crispado ano lleno de ironía. Donde un día
la sorprendí maquillándose, sólo hay ahora una escalonada catarata de
piel injertada: sus mejillas sin vello. Quisiera que recordara una
cosa: la ventana de mi pieza en la calle Beauchef. Ventana y casa sólo
existen ahora como un sueño de nuestra memoria: he visto el hoyo que
han dejado en su lugar: los futuros subterráneos de un edificio. El
parque se veía desde la cama al fondo de la pieza. No me va a creer,
me refiero a nuestra pieza, mía y de él, antes de que usted llegara,
recuerdo, con esos atuendos de gringa pobre. Pienso en la visión que
aparecía al abrir la ventana en el verano. Él la abría al crepúsculo,
sin encender las luces: los ciegos zancudos zumbaban en la oscuridad:
no sospechaban el abrigo de la habitación. El parque, el parque sí, y
más allá, entre los árboles, el lago que espejeaba los últimos fulgores del
cielo. No sabe lo hermosas que eran esas tardes. Claro, en ese tiempo
usted aún no conocía a mi padre. También quiero hablarle de
Valdivia. Cuando él llegó para buscarme. Ese día, yo había ido a
Corral y volvía, casi de noche, en el último vapor. Imagine la esquiva
luz del crepúsculo de verano, las enormes sombras sobre el río, las
calles ágiles que subían hasta la casa. Piense en mi asombro, súbito
pretexto para el llanto, al verlo sentado con su terno blanco. No
quisiera caer en ociosas explicaciones. Su piel estaba bronceada y en
sus besos sentí una sorprendida humedad. Esa noche, antes del viaje,
lo vi desvestirse frente al espejo, ponerse su pijama de seda. A mi
lado, junto a mi oreja, su suave ronquido despertó en mí otro
recuerdo: la cara estompada de mi madre. La maleta, camino a la
estación, contenía a un lado, la ropa extranjera que él tenía, al
otro, mi mezquino vestuario. Unas indecisas gotas de sudor vacilaban
sobre su frente. Junto al andén me tomó la mano y me dejé llevar.
Seguramente usted pensó alguna vez que para mí, Valdivia no tiene otro
tiempo que el de ese día, ni otro rostro que ese que yo no me cansaba
de mirar. (Antes de que usted llegara: las olorosas plantas del
corredor. Las azaleas, los rododendros, los juncos del jardín. Mis
juguetes esparcidos por el patio.) Él siempre trabajaba de noche,
usted lo sabe. Debe conocer esos largos momentos frente al espejo en
los que ni una arruga de la camisa, ni una desviación de la corbata de
rosa, pasaban inadvertidas. ¿Recuerda el olor a lavanda? Salía por las
rendijas de la puerta, invadía el pasillo, el comedor, sorprendía el
suave perfume de los naranjos que maduraban en la sombra, al fondo del
patio. A las nueve de la noche en punto, con las dos manos, levantaba
el vestón, lo observaba meticulosamente antes de ajustárselo y volver
a contemplarse en el espejo de luna. Sentado en la cama, con los pies
que aún no tocaban el choapino del piso, yo, y no usted, admiraba esa
brillante figura recargada de joyas, esa cabeza infinitamente repetida
por los espejos de la pieza. En ese tiempo él también tarareaba las
melodías que por la noche tocaría la orquesta. Un beso. Una
recomendación. Antes de partir recorría detenidamente la casa apagando
las luces. Como si no hubieran tenido otro destino que el honrar su
belleza, una a una, salvo la pequeña lámpara del velador, se
extinguían haciendo que los pasos fueran más sonoros, más
reconocibles. Recuerdo las noches de verano, durante las
vacaciones. La ventana permanecía abierta. Cuando oía golpearse la
reja de la calle, yo apagaba la última luz para que entrara la noche.
Y la noche entraba llenándome la boca de estrellas. Tranquilamente,
un insomnio se imponía a la exigencia del sueño. Los ojos abiertos en
la oscuridad. Los últimos campanazos de una iglesia temblaban en el
aire tibio. Yo estoy ahí, en el lugar que luego usted ocupó, mientras
leía y esperaba. Yo no; con la sábana tapándome la boca, jugaba a
producir encuentros imposibles. La noche es lenta y sofocante. No
hay posición cuando no se duerme: una y otra vez buscaba las zonas
tersas y heladas de la cama. Pienso si usted ya nos miraba desde el
futuro, si ya sus embrujados ojos lo habían visto, si ya me habían
desplazado desde ese sitio donde comencé a morir. Pero el alba, en
el verano, no se hace esperar. Veo los árboles transparentes en la
pantalla de la ventana. Siento el auto detenerse con repetidas
aceleraciones del motor. Y la puerta que se abre y él que entra. Con
los ojos cerrados sigo sus movimientos: cerrar la puerta, desvestirse,
correr de agua en el cuarto de baño. Usted conoce esos
momentos. Él viene, se detiene un instante para mirarme, para
mirarla, dormir. Como ayer, la misma cortina vuelve a traslucir los
reflejos del amanecer. La ciudad suena allá afuera como un trompo al
que una cuerda cada vez más tensa -luces y colores encontrados-
descubre y exalta, oscurece y limita. Me duermo a su lado, pegado a él
como un gusano a la hoja, oyéndolo respirar y moverse. El mundo no era
malo dentro de esas sábanas que olían a nosotros. Pienso: "Tomaría
la botella de encima del botiquín..." ¿Cómo lo hizo? Dígame. Tomó la
botella del velador y simplemente... Usted no me mira. Por momentos su
mano como una garra se crispa sobre la barra del troley. Pero no
sospecha que todo el pasado, su belleza mutilada y perdida, se hallan
en juego en este instante. Las diversas coloraciones de su rostro -del
bronce al rosa, del blanco amarillento de los párpados al quemado,
casi negro, de la barbilla- bien valieron aquellos siete años. ¿No lo
cree ahora? Pienso: "Tomaría la botella de encima de la
mesa..." Las grúas sobre los edificios en construcción son arañas
increíbles, que juegan un lento ajedrez sobre la ciudad. Desde que he
vuelto podría contarle mi matrimonio. En las noches de insomnio,
pegado a mi mujer que duerme, vuelvo a pensar en usted, la imagino, la
sueño. Reconozco que esa revisión no sucede sino en las imágenes del
pasado, revueltas con rostros extraños, con lugares que falsean
nuestra relación. El dormitorio, donde me llevaron con los otros,
tenía una lámpara roja que vigilaba durante la noche. A través de los
siete años soñé mirando esa ampolleta de sangre y oyendo el viento que
rondaba los muros del reformatorio. Mi sueño repetido al infinito:
usted frente a mí, de espaldas a mí, cara a la batea. De súbito,
usted apareció entre nosotros. No nos dimos cuenta. Y con usted, los
gritos de esos esquivos hermanos que yo cuidaba, paseaba,
alimentaba. La tarde y el perfume de los diego de la noche
afirmados en las pilastras del corredor. La hora sofocante se aplacaba
con chorros de agua sobre el patio. Desde mi pieza, en la oscuridad,
oía batir los huevos en la cocina antes de la comida. Uno de esos
atardeceres decidí matarla a usted. Pero todo amor es imaginario.
Por eso me repito que usted y yo tuvimos las mismas monedas en la
mano, pagamos el mismo precio. ¿Recuerda? Yo me había negado a
sacarlos al parque; usted debió soportar toda la mañana sus llantos y
sus gritos. Durante el almuerzo, usted se fijó en esas tempranas
espinillas que tenía sobre mi frente. Prometió una rápida
curación. Pienso: "Tomaría la botella, el algodón, la aguja de
crochet, frotaría aplicadamente sobre la piel inflamada." Sentado
sobre la tapa del silencioso, cierro los ojos, porque, me dice, eso
sirve incluso para prevenir nuevos rebrotes. Entonces me embadurna los
párpados, al principio el nitrato de plata forma una película húmeda
sobre todo el rostro. Usted me sopla, sonríe, me revuelve el
pelo. (Recuerdo que ese día -¿es necesario decirlo?- llegaron los
obreros municipales a destapar la fosa. Los chuicos enmaderados con el
ácido quedaron alineados en el corredor hasta el otro día.) La
quemazón apareció primero en los flancos de la nariz y en los
párpados. Veo el parque y los árboles, árboles así, ramas así, y la
avenida Beauchef que aún recuerdo como si la mirara. Una costra
arrugada, en partes tirante, ese terciopelo opaco que hace resaltar
mis dientes, mis ojos húmedos, mi pelo amarillo. Durante el recreo,
un semilleo de rostros se aglomeran en la puerta de la oficina. —
¡Coreano! ¡Coreano! Frente al retrato de Bernardo O'Higgins, la
señorita me tomó la temperatura. — ¿Está tu papá en la casa? —
Duerme todo el día. — ¡Ah!, ¿sí? — Trabaja en la noche, con una
orquesta. — Dile que pasaré a hablar con él antes de las
siete. El vidrio del retrato refleja, sí, el escozor, el fuego
negro que se pega, la sangre seca y endurecida de la minuciosa costra
que apenas respeta los ojos, la boca, de este antifaz. Caído de
boca, sobre la cama -luego de eludir todo encuentro al llegar- siento
que la frescura de la almohada mitiga el ardor de la piel. Cierro los
ojos, bordeo blandas zonas del jardín en las que el pasto húmedo, un
nuevo presentimiento de esa ansiada frescura, las gotas estáticas y
brillantes del rocío sobre las hojas, me bañan. Chorros de agua sobre
el polvo fino que no pueden juntarse como si fueran aceite y
vinagre. Me atrevo a mirarla de frente, meticulosamente. Escudado
tras los diez años que hicieron del niño que yo era un hombre
inidentificable, puedo mirar esos sellos que un día le dejé como
testimonio de que siempre podría reconocerla. Un cielo de nubes se
inclina sobre la ventanilla, se tiñe de limaduras de sol. La primavera
que se mete así en los huesos como un cuerpo extraño. Fosforescencias
de nácar, envolvente, que tapiza los cerros y desciende del cielo: la
luz amortiguada de septiembre. Y bien, estamos aquí, al fin, frente
a frente. Deseaba este encuentro. No ha sido fácil. Usted sabe,
primero los siete años de reformatorio, luego los tres pasados en esta
ciudad donde la mitad de la gente busca a la otra mitad sin
encontrarla. Tirado sobre la cama, aún continuaba escuchando el
grito de mis compañeros ¡Coreano! ¡Coreano! Como si con él me hubieran
puesto de golpe fuera de todos, me sintiera horriblemente extraño en
el mundo de los hombres. Él aún dormía y usted no me había visto
entrar. Durante los interrogatorios insistieron mucho en esos
detalles. ¿Qué podría decirles? ¿Qué la vi salir al patio, caminar
colgando la ropa sobre los alambres?, ¿que nunca me habría imaginado
que iba a levantarme, me iba a arrastrar al corredor y caminar hasta
donde usted estaba?, ¿que la vi de espaldas, frente a la batea donde
habían puesto el ácido, frente a la ventana que le reflejó a usted mi
negro rostro de coreano y le hizo decir Dios antes de sentir el golpe
y caer, la cara sumergida, confundida, revolcada en el ácido? ¿Les
podía decir esto? No. Un obstinado silencio me acompañó desde
entonces. Usted y yo nos separamos. Sin embargo, recuerde un detalle:
al despertar bruscamente con sus gritos, él no pudo reconocer a los
seres que lo habían amado.
Para Gerard Augustin Saint-Cloud, marzo
1968.
Excesos /Mauricio
Wacquez. Santiago :
Universitaria, 1971. 108 p.
Estos excesos sólo lo son en apariencia. Porque en
realidad presentan una de las aventuras de lenguaje más
escuetas, mas despojadas, menos excesivas de la actual
narrativa hispanoamericana. En realidad eluden todo exceso,
toda parafernalia, todo barroquismo que pudiera agregar joyas
o fuegos a la minuciosa economía de sus páginas. No es Blake o
Swedenborg —uno invocado, sugerido el otro- quien pudiera
definir la carne, la naturaleza o el color dé estos textos, ya
que en verdad más que el sueño, el profetismo o la videncia,
los habita la muerte. Wacquez escribe desde la memoria, acaso
la única materia que nos defiende de la muerte: la que con su
consoladora persistencia finge una forma de resurrección para
nuestro morirse cotidiano.
Pero es sin embargo el peso de
la misteriosa, de la turbadora sonrisa de la muerte lo que
otorga a estas páginas su tono mesurado, esa rara vez hallada
dignidad literaria que las sitúa limpiamente entre el silencio
y el desden. Para lectores indecisos, cabe aun una variante
conjetural. Estos cuentos hablan casi siempre de un niño, el
mismo niño, que empeñosamente reconstruye las muchas muertes
de la infancia, el terror infinito, la lucha vacilante y
oprobiosa hacia la identidad. En los últimos tramos del
combate el niño advierte tal vez que no ha ganado nada, que no
ha perdido nada. Que simplemente llega desde sus abrumantes,
sus memoriosas ruinas hasta la fatigada vida de los otros
abierta delante de el como una vieja y calida pradera, como un
verano interminable.
ALBERTO
COUSTE de la
contratapa
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