Proyecto Patrimonio - 2004 | index | Mauricio Wacquez | Autores |

 






"Cinco y Una Ficciones"

Mauricio Wacquez

 



"El Momento Extenuado"

Y entonces, el reflector que iluminaba
el mundo se apagó y nunca hubo para
mí desde aquel día una luz más intensa que la de
esta vela de cocina...

Tennesee Williams. "Un tranvía llamado deseo"

a Marta Gil Solá


-¡Uhaaaaa, Uhaaaa! -chillaba el chico. Gregoria lo meció con ese movimiento al que estaba tan acostumbrada. Sentía que hacerlo era el único remedio para no quedarse con los brazos vacíos, mirando la ventana. Tenía que mecerlo. Le limpió con su mano tan negra un poco de leche cortada que le escurría por el mentón y lo meció, lo meció largamente.

Era domingo. La casa vacía tenía un aspecto más sereno, más lleno de fantasmas; sin sus habitantes parecía una caja hermética, sin ruidos, una caja que no tuviera peso. Y ella, adentro, entre todas esas cosas ausentes.

Una vez más miró la ventana pensando que no eran aún las siete. Cuando empezara la música se subiría a esa ventana y miraría... Deseó que el chico se durmiera y la dejara tranquila; sólo un momento, una hora, mientras durara la música.

¡Uhaaaa!, ¡Uhaaaaa!

El calor de la tarde aflojaba. La ventana era menos brillante. "Me voy a poner vieja cuidando chicos". Casi dió una carcajada. Le gustaría, le gustaría...correr entre sus chicos, esperar un marido, lavar la ropa blanca con sus manos negras. "Me moriré criando chicos". Vio aquella boca rosada, abierta con el llanto, y los ojillos arrugados y pequeños. Pensó que le gustaría acariciar un hombre, delicadamente, como a un chico. Tocarle la tersura de las manos y la humedad de los ojos. Pero al instante recordó la orden: "No salgas, Gregoria, ni te separes del niño". ¿Qué pretendían con eso? El cerco terminaría de cerrarse cuando se diera cuenta que siempre, toda la vida, escucharía voces como esa. Aunque ahora el cerco todavía estaba abierto. Tenía la ventana por donde entraría la música a las siete de la tarde. Y esto era mucho más hermoso y era preferible a los días de semana. Los días de semana y los otros días. Cuando era joven no sentía los días de semana. En ese tiempo pensaba que aún podía casarse. ¿Cuántos años han pasado? Sonrió. Se daba cuenta que había sido engañada. Pero es tan común el sentirse engañada. De nuevo oyó la voz de su amiga Dora; "Anda, anímate y entra de niñera; tienes casa, comida y puedes cobrar un sueldo cuando quieras. Los niños con un poco de paciencia casi no se sienten". "Sí, no se sienten" -repitió como una sonánbula- "no se sienten". Pero, ¿por qué tener que amarlos? Uno y otro y luego otro; recibir aquel semidespojo de un vientre y empezar a limpiarlo, a vivir a cada grito suyo. "Y luego se lo arrebatan a una ". Sintió que un brazo se le ponía tenso y que cerraba el puño sudoroso. La ventana palidecía y la sombra ocultaba ya muchas partes de la pieza. "Van a ser las siete" -pensó-. El niño, más quieto, empezaba a dormirse. Ella cerró los ojos y se sintó con las mejillas tirantes, como si palideciera.

Todo aquello sucedía por etapas. "Sí, el sistema" -se oyó decir- recibir un niño, cuidarlo, lavarlo, verlo crecer tan lentamente. Porque era eso, era el tiempo, tan demasiado largo. Tiempo necesario para mecerlo, para verlo reír, para amarlo al fin. Y aquello terminaba cuando crecía. Después, todo volvía a comenzar de nuevo.

Bostezó y alargó las piernas. El fin de la tarde comenzaba y Gregoria se alegró interiormente. Además, el niño dormía. La tarde no había expulsado aún su calor y se sentía sudorosa, incómoda.

Por la calle se insinuaba un ruido arrastrado, de viento, un rumor sordo con pocas variaciones, como el acompañamiento de algo que aún tardaría en venir. La ventana se traspasaba de agujeros luminosos, de ramas, de quejidos; una pantalla por la que podría venir todo: la consolidación de la tarde y el olvido. Viento arrastrado, cortina de humo, pantalla de variaciones celestes. Era eso lo que sentía Gregoria y sintiéndolo no atinaba a incorporarse. Sólo esperaba sentada, con los brazos caídos, mirando una ventana que poco a poco le traería un sueño. Por ahí podía venir todo, incluso la sorpresa, el miedo. Pues se recortaba la tarde con sus tonos vinosos y sus ocres, sus celestes caprichosos y sus astros. Todo, cayendo por el cálido prisma de un atardecer inquieto, atrapando la luz con que se iluminaban las estrellas y las ventanas interiores. El rumor crecía con un ritmo vacilante, apenas perceptible, y Gregoria sabía lo que vendría. Al menos podía esperarlo. Porque sino, ¿para qué la tarde, la luz que bajaba y el domingo?, ¿para qué los astros que le daban paso a los sonidos? No, aquello debía venir. Se incorporó, se subió a la ventana y miró la glorieta. La anchura de la plaza se recortaba entre las nubes de polvo. Pudo ver perfectamente la glorieta sin músicos y los chicos que la rondaban y cantaban tomados de la mano. Se esforzó por mirar aún más y no pudo ver más que los niños, las madres y el polvo macilento. Luego suspiró, se dejó caer de la ventana y, con una mano un poco temblorosa, buscó el interruptor que encendía la luz de la pieza.

Madrid, abril de 1962



"El Fondo Tibio De Dios En La Arena"

¡Qué hora para salir! ¡Si se pudiera quedar bajo los árboles! Al otro lado sentía que algo estaba intranquilo; percibía el mar sin sonoridad, sin encanto, con presunción de importancia. Era cálido el aire y se notaba la queja por todas partes. La arena bailaba abrasada y el hastío también, desde su fondo cansado. Porque sentía que algo se había roto en él y en todas las cosas. ¡Aquél era su descanso!, no poder resistir ese deseo o no querer resistirlo.

Se apoyó en la puerta. Saldría al sol, a la arena seca y al aire cálido y luminoso. Llevaba todo: el brevario y el sombrero de paja. "¡Si pudiera acompañarlo Ignacio!" Pero aquél amigo sano y primitivo no había aparecido en todo el día; aquel ser que reía caminando a su lado y se entregaba a esas tardes cálidas a través del camino, ¿no volvería nunca? Sin pensar lo llamaba en medio de su tedio, le hablaba con los labios cerrados.

Salió al sol, sin querer, movido por un impulso irresistible. Sentía algo hueco, falto de materia, como un aburrimiento indefinido. Anduvo por la huerta hasta la entrada de la playa. Bajó a la arena y se quitó los zapatos; se enrolló la sotana a la cintura y fue hacia el agua lentamente. Al mismo tiempo rezaba. Dentro de lo suyo se sentía mejor. Caminó por la orilla húmeda sintiendo la sal pegajosa en las pestañas. Estaba solo, entre el Señor y el mar, lleno de la plenitud que le hizo gustar el padre Pablo, de ese misticismo que había digerido durante aquellos años. Ahora se manifestaba de manera espontánea como si no hubiese tenido génesis ni desarrollo. Aunque no, no era lo mismo; esto era algo más tocable, tocable como el mar, como la arena húmeda bajo los pies. Y bajo los pies su sombra, la sombra de él mismo reflejada en la tierra como un lazo. Quizás sin ese misticismo no tendría fuerzas para seguir. Necesitaba lo otro. Se hacía poca la fe.

Tropezó con los pies descalzos en unas algas que había arrojado el mar. Puso el breviario en el bolsillo y pensó: "¡Si por lo menos estuviera Ignacio!" Pero no era eso lo que le faltaba, era otra cosa, que sentía dentro de él. Era eso antiguo, saboreado miles de veces. Porque a pesar de tantos años estaba insatisfecho; no había tranquilidad porque eso no se manifestaba, porque no se había formado. Cuando fuera tomando forma comenzaría a morir y todo iría pasando poco a poco. Al llegar le diría: "Ya estás aquí, para librarme de esta desazón"; y lo vería venir por las aguas hasta llegar a la orilla; y se acercaría diciéndole: "Te sigo". ¿No había pronunciado estas palabras ante el altar al ordenarse? Sin embargo, aquí deseaba, quería verle, a la orilla del mar tenía que verlo. Lo buscaría. -"Esta ansia antigua"-; que le contuvo las manos y el pensamiento. ¿No huía del lecho cuando sus manos temblaban? Y todo eso porque alguna vez lo pudiera ver, por tocarlo, porque le manifestara físicamente su mandato: "Ven y sígueme".

La sotana caída se mojaba cada vez con las olas, se mojaba como los pies en la sombra. Todo estaba lleno de luz, cargado de sal, igual que el aire primaveral está lleno de polen. Su reflejo era húmedo y pálido; daba la sensación de esas luces polarizadas del otoño que no son luces sino cansancio de luces, anual agonía de todo lo brillante, descanso final de una claridad confusa. Y eso que era verano y mediodía y caminaba por la playa sintiendo aquel flagelo pesado. No se paralizaba el antiguo anhelo dentro. Caminaba porque con el movimiento tenía la sensación de ir a alguna parte, en busca de algo. Quiso continuar con su brevario y se le hizo pesado por primera vez. El no estaba ahí. Ahí estaba plano, metido en una liturgia pedagógica. Quería ir al principio, a lo primario, donde El estaba con volumen, místico y lleno de fuerza, vivo en el interior del pensamiento, incorporado ya a sus estratos permanentes.

Duda con ansia en el camino. La última duda que tenía que ofrecer costosamente, ansia a la que tenía que renunciar para seguir adelante sin nada. No lograba volver por los caminos que lo habían llevado hasta ese punto. Antes aquello se iba gestando y el ansia tenía fuerza y podía crecer. Ahora, ya formado, rugía en el fondo.

Se pasó una mano por las cejas sudorosas y se vio envuelto en una luz blanca y amarilla que pasaba a través del sombrero. El mar sonoro y limpio se movía tembloroso en lo profundo de su paz inconciente. Mientras tanto, él recordaba el camino. Su vida verdadera, con un sentido desde el principio. El sentido sensato, formal y positivo. Sus estudios de teología, el padre Pablo, su vida casta y la lucha contra las manos temblorosas. Todo eso estaba concluido y empezaba otra cosa. Había sido una calle de pocos años en que el paisaje cambió poco. Al principio, las cosas surgían sin tropiezo exterior, sin trascendencia, sin sobresaltos. Sólo que en lo íntimo, allí donde todo se cerraba cuando dolía, estaba el daño que amenazaba todo, el sentido, la paz y el equilibrio. Ahora quería que se abriera y saliera vaciándose. Todo. Lo quería sin pensar. El ansia era más grande que el pensamiento. También lo lamentó por muchos años: "¡Este Dios invisible!"

Oyó el mar unísono, sin cambio, vuelto sobre su propio ruido. "Quizás está ahí la solución de eso. ¿No podría llegar a El si me fuera por el mar?" Y miró su sombra en la tierra.

El dolor se incorporaba a aquel estado de ánimo como un florecer nuevo, quebrado, prendido a un dominio de su constitución interior. Se preguntaba el por qué de aquello y un presentimiento que nacía con una sensación de aborto le respondía fuerte, dominante. Volvía a sentir la placenta de la cual había nacido su fe, volvía a tocarla cerosa y viva juanto a aquel despojo que hizo nacer. Y no gritaba. Su hora se manifestaba por última vez de una manera definida. Todo volvía desde el interior, todo pesaba. "Aquella hora, -se dijo-, aquella última hora; iré y me aferraré a mi último sentido". Porque una nueva astucia comenzaba a actuar buscando la salida; una nueva fe, construida sobre los escombros de la otra, se levantaba ingrávida desde el fondo mismo de su muerte, un hálito renovado, una simiente joven. Aunque también, eso, producto necesario de su seguridad, tenía la nueva conciencia; era un fruto que se gastaba entre los hombres, que hablaba de respirar, de moverse, de gustar el sol y la arena quemante.

Sin embargo, continuaba rezando. En un acto involuntario repetía las palabras de los libros como si su naturaleza se disociara en dos partes y una de ellas cayera, mientras la otra se relegaba a la inconciencia. El fervor presente estaría condenado al hastío de mañana. El límite de Dios alcanzaría la punta de su lengua y caería estéril en la arena ardiente. De pronto pensó: "Este aburrimiento indefinido".

La arena tendida desde sus pies, el cielo que descansaba ocre sobre ella, lo envolvían en esa luz de oro que revelaba un mediodía fatigoso, un mediodía que marcaba una ruta sin señal, turbía. Era la hora en que las cosas dan esa sombra definida, exacta, formada como el propio cuerpo. "La piel marca también el término del alma". Se sorpredió sonriendo. "El alma... ¿y después?... más alma". Antes la sentía como un mineral tembloroso; esa latencia que le alimentaba el cerebro y lo regaba acallándolo. Pero al fin, el alma, esa cosa hermética, aquí no latía.

Una bandada de pájaros pasó por el cielo oscureciéndolo. Ya no veía su sombra; sólo el ruido de alas, miles de alas avanzando... En seguida, todo se calló y no hubo para él más que un golpe que parecía venir del cielo como un pájaro, una presión que se materializó en su espalda, al lado del cuello, igual que una tenaza viva.

El ruido de alas pasó y el golpe siguió ahí, puesto, doliendo como herida. Lentamente bajó la cabeza. Su pensamiento rápido, rapidísimo: "¿Qué es esto?... pero... ¡no puede ser!" No se sentía. Todo su cuerpo estaba en la presión que tenía en el hombro; en el peso vivo, medible y doloroso. "Sí, era eso. Al fin, era El, que lo tocaba, era El, El..." cada vez más fuerte, como pegado. "No importa, es El, El... ¡Perdón!" Fue sintiendo el orgullo de las mejillas húmedas y el peso más ligero, más ligero. " ...Bueno, bueno, es esto, así es el fin". Respiró. Y como si nada cambiara se vio tirado hacia adelante. Cayó sin mirar, despacio, con la mitad de los hombros. Se empezó a volver, poco a poco, como no atreviéndose. Y a través de las lágrimas vio la figura plana y fulgente de Ignacio. Lo vio sonriendo, todo en un instante. Luego vio su mano amable, solícita:
-¿Qué le pasa, padre? -y se arrodilló- ¿por qué llora?
-No, nada... deja. No me pasa nada.


Santiago, Mayo de 1960


 

 

 


Proyecto Patrimonio— Año 2004

A Página Principal
| A Archivo Mauricio Wacquez | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Mauricio Wacquez: "Cinco y Una Ficciones",
Colección "El Viento en la Llama", 1963.