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        «Moridor & otros poemas», de Willy Gómez Migliaro: El habla carga sus muertos
        
          Por Daniel Rojas Pachas
            
            
            
        
          
            
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El presente título (lanzado en  conjunto por Cinosargo y Mantra este 2019), se impone como un texto clave de su  generación en la literatura peruana. En efecto, nos referimos a un poemario que  se encuentra, además, cerca de cumplir diez años de vida desde que fuese  publicado inauguralmente por la mítica Pakarina Ediciones.
        Moridor es la  voz impersonal del poema que vuelve lo cotidiano algo universal. Uno puede  sentir el Perú que late en los versos, sin embargo, es un país imaginario que  habita el espacio del poema y al cual todos podemos acceder sin necesidad de  otra visa que la palabra. Personalmente puedo palpar en la poesía de Gómez  Migliaro (Lima, 1968) la lucha por reconstruir una memoria en un lugar sometido  al olvido, expropiado de sus riquezas y que se ha acostumbrado a lo informal y  a la brutalidad que imponen las llamadas autoridades, me refiero a experiencias  que algunos vivimos, disfrutamos y sufrimos del Perú en distintas épocas, y que  por tanto encontramos cercanas o en cruce con nuestra propia bitácora: el olor  a eucalipto y lúcuma, callejones, el mar en Lima y Callao, el cielo gris de  fondo, las cocinerías, las avenidas y  alamedas, la violencia y corrupción, y en  esos derroteros, el devenir errante de grandes sensibilidades y mentes,  encarnados en este libro en la figura de Pablo Guevara, sin embargo, la  experiencia individual del poeta, el hombre y sus emociones, se transforman en  una agonía rica, extraña e impersonal al punto que toda forma de representación  se descompone y fragmenta en un crisol colectivo.
alamedas, la violencia y corrupción, y en  esos derroteros, el devenir errante de grandes sensibilidades y mentes,  encarnados en este libro en la figura de Pablo Guevara, sin embargo, la  experiencia individual del poeta, el hombre y sus emociones, se transforman en  una agonía rica, extraña e impersonal al punto que toda forma de representación  se descompone y fragmenta en un crisol colectivo.
        Se trata de una multiplicidad de voces al  unísono, puntos de vista y encuadres que nos exponen el inexorable territorio  que queda entre el desencanto, las consabidas zonas de peligro, y la utopía,  ese movimiento de respiración pacífica, tanto social como individual.
        Los poemas de Moridor evidencian a un sujeto y  un sentido de comunidad eclipsados, la alienación del pueblo ante la vida  moderna y el fárrago.
        
          
            «Hago extensa una especie de agonía y me arranca
              a dentelladas la deriva de un campo polvoriento.
              Se pinta así de edificios, de avenidas, de  microbuses, de indagaciones sobre un tema; de inclinaciones, también, para  seguir siendo
              una acción que juega su papel».
          
        
        Me refiero a la resaca que deja un territorio  entregado al progreso. Experiencias mecánicas que se ejecutan a diario sin  mucha reflexión y que el poema recupera y resignifica, por ejemplo, una sopa de  verduras con huevos escalfados resulta más que un poco de energía que  entregamos a un cuerpo fatigado, pues detrás hay una historia escondida, un  viaje por descifrar, una soledad que se expone y nos abisma. Moridor nos lleva  a pensar en el camino de las enredaderas como el tránsito que sigue la poesía.  Las palabras se abren paso y cruzan todo, inundan la realidad y no podemos  prever hasta dónde llegarán y seremos transportados.
        
          
            «Pero si es una ilusión incontestable
              la hiedra en la pared,
              dentro carga el desenlace de no conocer
              hasta dónde avanzará».
          
        
        En ese decurso, el libro genera una tensión  permanente entre una imagen idílica, reposada y armoniosa, atravesada por la  desmadejada esterilidad del desarrollo urbano. Esto lo palpamos desde los  primeros poemas, me remito a «El rulemán golpeado». Ya Paolo De Lima había  reparado en ese contraste, en una temprana crítica a la edición del 2010. «Se  trata en el fondo de dos fuerzas contrapuestas, una de signo positivo y otra de  signo negativo», señala De Lima. El poema cierra con una consigna clara, nos  habla de una patria de amor y repúblicas de odio, el primer verso también es  decidor, pues frente a lo que parece una letanía, un canto hipnótico, se  descubre sólo el aplastante bullicio de grúas y las pértigas de hierro que  levantan, las cuales terminan por equipararse al silencio cómplice y devastador  que ostenta el negligente servidor público.
        El poema «Juicios apasionados» genera una  sensación de ahogo orwelliano que me recuerda un verso de Enrique Lihn:
        
          
            «Nunca salí del habla que el Liceo Alemán
              me inflingió en sus dos patios como en un  regimiento
              mordiendo en ella el polvo de un exilio  imposible
              Otras lenguas me inspiran un sagrado rencor:
              el miedo de perder con la lengua materna
              toda la realidad».
          
        
        En «Juicios apasionados» el habla se presenta  como una cárcel, muy distinto al canto encerrado en la caja de Pandora o esa  duda que presenta una expresión de Valery, la cual se alza como una promesa.  Aquí se trata del habla cotidiana que nos embrutece, los diarios y sus chicas  de almanaque, el código de enseñanza y las interpretaciones ateridas a la  religiosidad y la política.
        En esa medida, los poemas de Moridor se  extienden como un mecanismo para interrogar las limitaciones que tiene la  comunicación. El poeta se refiere a la palabra como eso que deseaba ser movido,  frente al habla del campo de juego y sus reglas, nos invita a salir de las  palabras para actuar y se entromete en aquellos desplazamientos que transgreden  el perfecto orden.
        Moridor interroga a la otredad y ajusta cuentas  con la reciente historia de violencia del Perú. El libro realiza un diálogo  diferido con aquellos que también buscaron dar palabra a los silenciados. La  mención al penal del sexto, no sólo nos remite a la masacre de los 80, sino  también al imaginario de Arguedas, a través de su novela carcelaria, que nos  transporta a los años 30, demostrando que ese mismo lugar, en el cercado de  Lima, es un reflejo de una sociedad atrapada circularmente en sus ruinas.
        Finalmente, el poema «sobreabundancia» nos  impone un retrato de familias ebrias e indolentes, carteles de neón  publicitando el último electrodoméstico y la escritura de nombres de  desaparecidos en las provincias de la sierra. El autor elude el panfleto, sin  embargo, alude al dolor de toda guerra interna, con una idea que queda  retumbando: «el habla carga sus muertos».
         Moridor es esa habla que se resiste a olvidar, e  ingresa a la bruma sin temor a enunciar con un lenguaje dislocado, de cara a la  tarea de reconstruir un significado, pese al desfase y movimiento perpetuo que  demanda una realidad móvil, sobrexcitada, carente de cimientos y aun así con un  bello poniente en descomposición.
         
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        Daniel Rojas Pachas (Lima, Perú, 1983). Escritor y editor chileno-peruano,  dirige el sello editorial Cinosargo. Ha publicado los poemarios Gramma, Carne, Soma, Cristo barroco y Allá fuera está ese lugar que le dio forma a mi habla,  y las novelas Random, Video killed the radio star y Rancor. Sus textos están incluidos en varias  antologías –textuales y virtuales– de poesía, ensayo y narrativa chilena y  latinoamericana. Más información en su weblog.