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Waldo Rojas: crónica de una visita, a modo de homenaje

Por Macarena García Moggia
Revista Extremoccidente. Número 1, Santiago de Chile, Noviembre 2010.


Un poeta amigo me comentó que a fines de octubre estuvo en Valparaíso participando de las mesas de poesía que se organizaron en el marco del tercer o cuarto Foro de las Culturas, evento internacional que ocupó esta vez la sede patrimonial local. Haciéndome la lesa, porque algo de lo ocurrido me habían comentado ya –entre otras cosas, de la furtiva aparición de Pohlhammer y de la performance del fanclub de Lemebel en un recital, día sábado, en la Piedra Feliz-, le pregunto qué tal anduvo la cosa, no queriendo por cierto oír más que otra de esas tantas historias de viejos y no tan viejos poetas chilenos que, aunque repetidas, pueden todavía ser graciosas. Me habla entonces de lo que le pareció “lo más rescatable” del evento: la presencia de Waldo Rojas. ¡Notable! Me cuenta además que para él fue increíble porque juraba que estaba muerto, o que era una especie de fantasma, de esos que deambulan por Casa de Campo, alegoría de los Tres Tristes Tigres que se guardaron para siempre el espíritu de los sesenta en Chile.

“Gran época esa” me diría el mismo Rojas unos días después. Porque como también yo pude comprobarlo, este escritor no sólo no estaba fuera de las pistas sino que llevaba circulando por Santiago algo más de dos meses: venía a dar un seminario sobre el surrealismo. ¿Se puede transformar la vida en un lugar tan muerto?, le pregunté, con el perdón de los fantasmas del bicentenario. Y es que lo contacté rápidamente queriendo conocerlo, me hice de un par de excusas no del todo ficticias, lo telefoneé y horas más tarde me recibió muy amable en su departamento en calle Mosqueto acompañado de su señora. “Gran época lo que fue Chile en ese entonces, una intensidad cultural que tal vez no vuelva a repetirse”, me dijo moviendo las manos en un gesto de entusiasmo, sin nostalgia –esa la sentía yo, en la boca, una especie de nostalgia por lo no vivido-, buscando las palabras adecuadas para describir eso que fue: “carretes, poesía, películas, música, todo revuelto… unos años impresionantemente activos”. Claro, si Waldo Rojas tenía apenas 29 años cuando debió partir al exilio el año 74, poco después de terminar la filmación de La sombra del sol, una película que escribió y que fue dirigida por Silvio Caiozzi y que antes de ser terminada fue prohibida en Chile, por la dictadura, prohibida ella y prohibidos también sus creadores. Aunque unos alcanzaron a salir y otros no. Müller, por ejemplo, él no alcanzó a salir. “La realización de esa película da para otra película. Todo eso fue asqueroso”, me cuenta, recordando las cosas que tuvo que oír cuando la producción de la cinta los obligó a interactuar con los militares a cargo de ese pueblo nortino donde es recreado para la película el juicio popular a dos errantes abusadores. Caso real la una, caso real sería también la otra.

Pero de esa realidad parece Waldo Rojas no tener resistencia alguna a hablar, y siendo en todo caso que no iba yo precisamente a hablar de eso. Apareció solo: la historia de su partida, la de su exilio, que no fue fácil, para nada: él y Raúl Ruiz junto a sus esposas, los cuatro viviendo en un departamento de veintinueve metros cuadrados, la misma historia de tantos más. Lo que se extendió para otros y no para él, según me contó, fue la incertidumbre: “estuve dos años sin saber lo que ocurriría y entonces se acabó. Decidí quedarme en París, decidí armar mi vida allí”. Hablamos también de su venida, de sus últimas venidas, cada dos años, más o menos. Que ve otro Chile, que la gente se ve aburrida, que incluso los profesores de la universidad tienen la misma cara, que es muy triste lo ocurrido con la Concertación porque haya sido lo que haya sido era una especie de muro de contención para la arremetida de la violencia soterrada en el país. Que no imagina lo que ocurrirá, pero que piensa que nuevas generaciones pueden hacer algo, “habrá que ver”, y yo que en parte pertenezco a una de esas preferí callar. Que nadie habla de lo ocurrido me dijo además. Que pocos recuerdan, que pocos han pensado bien la manera de escribir la dictadura. Entre quienes lo han hecho celebra la obra de Germán Marín y de Hernán Valdés.

Sea como sea, lo cierto es que el colorido manto de olvido que usamos en Chile para protegernos del frío, del viento gélido, irónico de la actualidad, para este poeta chileno radicado y nacionalizado en Francia no tiene ninguna utilidad. Y no porque no pase frío. Simplemente las imágenes acuden a la conversación, son parte del modo en que se narra: hola, soy Waldo Rojas, vivo en Francia, estoy de paso en Chile, país donde nací.

He pensado varias veces que lo que hace contrapeso al olvido es la humildad, que quizá sea esa la única y última condición del recuerdo. La de Rojas es la de sorprenderse, en este caso, porque yo conocía de sobra su trabajo; la de reconocer su parte fantasma por nunca haberse “sacado la foto”; la de compartir desinteresadamente algunas historias del Chile de su época sin eludir, para terminar, la palabra “humillación”; la de reconocer que pese a todo guarda una deuda con este país. Porque eso me dijo: “yo le debo mucho a este país, a la educación que este país me dio, una educación gratuita”. De ahí que no entienda la cara dura de estos parkas rojas y los de antes, gente que se educó gratis y que hoy no hace nada por revertir las cosas, por devolver el ojo de la cara al chileno que nació deudor. “¡Porque este es un país pobre! ¡Este siempre fue un país pobre! Esa es la realidad y eso es lo que se quiere olvidar”.

Esta vez tampoco hubo foto. Lo que sí, salí con un libro en la mano, una antología bilingüe de sus poemas traducidos al francés publicado por una curiosa casa editorial francesa de nombre La Vicuña. Estancia & Derivas se llama el libro, Séjour & Dérives. Lo abro al azar y encuentro un poema del año ‘82 que dice así:

Alienta tu plazo más impaciente,
bebe de tu sed a manos llenas.
El tiempo es piel, tatuaje tu espera.


 

 

 

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