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EVOCACION E IMPRONTA DE GUILLERMO DEISLER

Por Waldo Rojas




Conocí a Guillermo Deisler hacia comienzos de la década de los sesenta. Apenas unos pocos años mayor que yo, adolescente recién egresado de la secundaria, él era ya hombre casado, padre y jefe de hogar, al mismo tiempo que un creador confirmado en lo que irían siendo las orientaciones diversas de su actividad artística. Todo lo cual no iba, pese a todo, sin algo de incongruo comparado con su aspecto exageradamente juvenil, su humor comunicativo y franco, y sobre todo sus maneras llanas de muchacho formal y de reglada cortesía. Como para todos sus amigos, Guillermo Deisler fue siempre para mí, espontáneamente, Willi (pronunciado así, a la alemana: 'Vili'), sin asomo del desenfado condescendiente que a menudo se disimula en los diminutivos, y que en su caso parecía calzar mejor que la aspereza germánica de su apellido con el aire de cordialidad reposada, familiar, que se desprendía de su trato.

No me es fácil ahora el deber agregar al regusto de referirme a su persona y obra en pretérito unas fórmulas que las rutinas del lenguaje ya han gastado y vulnerado en su real substancia. Porque Deisler se identificó, para mí, desde nuestros primeros encuentros, a la encarnación del sentido pleno de una serie de calificativos personales positivos. Largo sería redundar aquí en todos ellos, aunque quizás pueda resumirlos diciendo que había, de hecho, en su apostura y modos de temprana madurez algo de claramente ejemplar. No me sorprendió más adelante comprobar que prácticamente todos quienes lo frecuentaron coincidieran en tal apreciación. No podría concentrar en pocas palabras el sentido que para mí tuvo entonces esta impresión. Willi Deisler era un joven de entusiasmos al mismo tiempo vivaces y razonables, curioso de saberes y de búsquedas, sinceramente interesado en conocer y comprender la labor ajena, dispuesto al trabajo en común por poco que una iniciativa mostrara algunos visos de novedad. Muchas de sus innumerables actividades en la gráfica y la edición, en el teatro o en la literatura, brotaron justamente al calor de esta generosidad jovial que supo guardar por el resto de su vida. Generosidad de su persona y de sus talentos, y hasta de su duramente ganado peculio personal, sacrificado a menudo en aras de tal o cual proyecto aventurado sugerido por algún amigo.

Sin un ápice de complacencia obituaria, quizás sea precisamente este rasgo el que mejor reúna, ahora, muchos de aquellos calificativos. Por lo demás, sus creaciones plásticas y poéticas encuentran en la prodigalidad de espíritu que fue la suya su marca más elocuente.

Los comienzos de la década de los sesenta, como se recordará, no fueron, por cierto, un período fácil de sobrellevar. Si bien la sangre no siempre llegaba al río –o no todavía‑, en la vida ordinaria del país chileno se multiplicaban los síntomas de todas las rupturas y conmociones sucesivas que irían a tomar cuerpo más tarde en crisis morales y materiales, con sus sobresaltos de esperanzas y su carga de decepciones. Sin ser lo que se entiende por un soñador, ‑cosa que las exigencias de la vida cotidiana de un matrimonio precoz difícilmente le hubieran permitido‑, Willi Deisler sabía mostrarse siempre de un optimismo insobornable. Adherente convencido de las opciones políticas de la izquierda de entonces, su visión de las cosas y la gente rehuía las gesticulaciones dogmáticas. Signo tal vez de los tiempos, esa actitud suya no era entonces lo propio de la mayoría de nuestros artistas e intelectuales militantes o próximos de serlo, y Deisler sabía hacer valer en su momento, con humor o con firmeza, su negativa de la rigidez intelectual o política. Por el contrario, lo suyo calzaba más con el análisis y el reconocimiento de la complejidad relativa de toda realidad humana. En este sentido le soy tributario, justamente, de mucho de las motivaciones que más tarde me llevarían a interesarme por el conocimiento de la vida política y, sobre todo artística y cultural del período de la República de Weimar, que Deisler conocía puntualmente, y en las que a menudo me hacía advertir un grande y dramático momento del destino y del genio de occidente.

Hacia 1964 tomaba forma casi espontáneamente el movimiento de los entonces muy jóvenes poetas de los sesenta, cuyo núcleo original germinaría, básicamente, en la periferia universitaria provincial. Por una serie de razones ligadas probablemente a mis propios orígenes provinciales además de mi trabajo en la Universidad junto a Jorge Teillier, me cupo en un primer momento y sin proponérmelo demasiado, fungir un poco de corresponsal y vínculo entre los jóvenes de Valdivia o Concepción y aquellos de la capital. Deisler se interesó de inmediato en nuestros módicos desvelos revisteriles entre otros afanes laboriosos de publicación. De aquellas circunstancias surgió en alguna medida la idea de las Ediciones Mimbre, cuyo nombre, dicho sea de paso, era un homenaje suyo rendido a un artesano popular, Manzanito, quien había hecho por entones un arte mayor del trabajo sobre dicha recatada materia vegetal. Ninguna dificultad arredró a nuestro amigo en su voluntad de sacar adelante esta aventura. Ni los escollos de los poderes culturales del momento, ni los obstáculos materiales. Sustrayendo tiempo y energías a la brega por la subsistencia, Deisler concibió, ejecutó de su mano y hasta financió de sus denarios aquellas primeras ediciones primorosas de sencillez y de notable gusto gráfico, ilustradas con sus grabados e impresas hoja por hoja en una minúscula prensa tarjetera mecánica adquirida de ocasión.

Así vieron la luz los Personajes de mi Ciudad, de Rolando Cárdenas, Cuerno de Caza, de León Ocqueteaux, y otras tantas publicaciones poéticas y gráficas, entre ellas  una "plaquette", Pájaro en Tierra, con un grabado suyo como ilustración de uno de mis poemas, asimismo que la primera edición de mi propio Príncipe de Naipes, de 1966.

Este último fue un obstinado proyecto suyo. Juntos discutimos en su departamento del viejo Santiago histórico, situado en el sector sur de la Alameda, cada uno de los poemas, su orden en el libro, el formato. Férreo en su convicción de que "los poetas escriben y los editores editan", asumió casi todo el coste material del papel, las tintas y la tipografía, a cambio de mi seguramente poco diestra colaboración manual en la confección del impreso, trabajando en ello por las noches, al fin de sus jornada laborales, o durante los fines de semana, en horas restadas a su vida familiar y a su producción plástica. Con este librito, promovido con tesón por el mismo Deisler, debería yo hacer en cierto modo mi entrada oficial en poesía.

Vente años más tarde, en París, por iniciativa de Gustavo Mujica, otro poeta editor animado de muy semejante voluntad, decidimos reeditar este mismo libro en versión bilingüe y evocando el aspecto de aquella primera edición santiaguina. Escribí a Willi Deisler, en su refugio de Alemania. No habíamos vuelto a vernos regularmente desde 1970, instalado como estaba Willi en Antofagasta y yo en Santiago, y después del golpe militar, exilados él en Bulgaria y Alemania y yo inamovible en París. Allá en Chile como en Europa habíamos sostenido, pese a todo, una correspondencia algo espaciada pero regular. Gracias a ella me enteraba del crecimiento en densidad y madurez estética de su trabajo creador en los diversos terrenos de la gráfica, de la escenografía teatral, las ediciones experimentales y de lo que fue sin duda su expresión más original: la poesía visual. Sin demora, Willi aceptó entonces realizar una docena de bellas ilustraciones, sin más retribución que el sentimiento afable de rememorar, entre amigos, una ya antigua aventura común.

No sé si exista en Chile un exponente tan cabal de una obra artística en muchos sentidos excepcional, ligada tan estrechamente a las calidades –y cualidades‑ de la persona real, carnal y, por qué no, cívica, del artista. Ligada también a una labor tan privada de aspavientos como integrada a las circunstancias concretas del contexto histórico e intrahistórico del momento. Una obra al mismo tiempo dispendiosa de sí y concentrada en su propia búsqueda, animada de lo que parece haber sido su nota fundamental, su concepto clave: la comunicación. Valga insistir en que no se trataba ya de la banalidad mediática a la que el sentido de esta palabra ha terminado por reducirse. Aquella a que apunta la obra gráfico-poética de Deisler involucra experiencias muy diversas de lenguajes –literarios, plásticos, cotidianos, socialmente codificados, etc.‑, pero de lenguajes proferidos realmente, propiamente participados y puestos en acto, entre creadores y espectadores, en un flujo de discursos y de objetos que transita por vías ordinarias y sobre soportes corrientes y domésticos: tarjetas postales, afiches, grafittis, publicaciones efímeras o no. El mensaje aquí, una vez consumado su proceso, no fagocita a sus protagonistas ni elimina aquella distancia que genera, justamente, la necesidad o el desafío de la comunicación. De lo que se trata es de una cierta formulación de la experiencia de la distancia; la que separa ciudades o países, pero también culturas y modos de vida, categorías de edad, de condición sexual o social, y que el hecho situado de la comunicación humaniza en un modo de sentimiento y percepción del Otro.

La enfermedad y la muerte arrancaron a Willi Deisler de éste y otros proyectos, que debían agregarse a tantas realizaciones consumadas. Cada uno de ellos lleva, sin duda, el sello de su riqueza interior y de su talante desinteresado. Este último seguramente rindió a aquella un magro servicio a través de su breve vida, pues este artista de ambos hemisferios no persiguió más en Europa que en Chile el reconocimiento a toda costa. Y el que pudo recibir en nuestro país como el que mereció ciertamente fuera de su patria son por eso mismo tanto más significativos. No creo, sin embargo, que hoy por hoy, Deisler solicitaría de nosotros, sus amigos, otra muestra de reconocimiento que la de acercarnos a su obra, ni que nos pidiera celebrarla de otro modo que incorporándola a nuestros hábitos visuales imaginarios, en un esfuerzo por mirar con ojos cada vez distintos el panorama del mundo y las gentes, no más su realidad palmaria que su infinita, inesperada y sorprendente posibilidad de apertura.

W.R.
París, octubre de 1996.


 

 

 

 

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