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In memoriam Miguel Arteche.

Por Waldo Rojas

 

 

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En medio de una conversación telefónica, me entero –me enteran, en verdad‑ del fallecimiento del poeta Miguel Arteche. No podría decir que le conocí personalmente más allá de una que otra ocasión escasa y dispersa en el tiempo. Conocí eso sí muy temprano su poesía, desde ya durante mis años en el Instituto Nacional del que fuera exalumno, y si mal no recuerdo, con oportunidad de algún recital suyo en la biblioteca del Instituto, en el curso de alguna sesión de nuestra Academia de Letras. Años más tarde, un encuentro breve en el Café de la Librería Universitaria, y otro probablemente en la Biblioteca Nacional. Hacia mediados de los sesenta quise concertar una cita, pero el poeta, vuelto diplomático, se hallaba en España. Es muy posible que de no haber habido la circunstancia del exilio y su red de frustraciones, me habría acercado a su persona, como antes lo hiciera durablemente a su palabra poética. Es en este sentir que viví los minutos de la noticia de su muerte.

Escribí desde París un par de líneas a una amiga, en Chile, poeta ella misma y docente en Literatura, con el ánimo de compartir, desde la distancia, aquel sentimiento. Le digo, en suma, que Arteche, para mí, es de aquellos poetas que más allá del haber de su obra, han escrito un poema “que quedará”, un texto –y subrayo, “uno”‑ que atraído por la memoria lectora de muchos ha hallado ya en su cofre una vida más larga que la de los mortales y sus nombres civiles. Agrego: “¿qué más se le puede pedir a un poeta?” Le cuento que en alguna reunión de bar, con Jorge Teillier, el Memorioso, con Rolando Cárdenas y uno que otro parroquiano de las Letras, solíamos recitar en coro poemas breves de aquellos cristalizados en nuestra memoria: PezoaVéliz, Magallanes Moure, y hasta de Rokha. Y, por supuesto “El Café”…

Hacia los años 80, en París, organizamos con otros poetas un Homenaje a la Poesía Chilena, en un magno salón del edificio de la UNESCO. Los poeta chilenos de París decían textos desde Ercilla a Teillier y Lihn, acompañados de traducciones leídas por voces francesas, sobre un fondo visual de diapositivas proyectadas, y otro musical a cargo del Grupo Los Jaibas. Asumí entonces la traducción de parte de aquellos textos, entre ellos “El Café”.

En homenaje al poeta Arteche, retomo de entre esos viejos papeles este poema que me ha sido gratamente familiar por años, y que ahora confío entre desvelos de traducción a la lengua de Verlaine, Rimbaud y tantos otros:

 

 

Miguel Arteche

EL CAFÉ

Sentado en el café cuentas el día,
el año, no sé qué, cuentas la taza
que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
del ojo, muerta, sin color, vacía.

Sentado en el ayer la taza fría
se mueve y mueve, y en la luz escasa
la muerte en traje de francesa pasa
royendo, a solas, la melancolía.

Sentado en el café oyes el río
correr, correr, y el aletazo frío
de no sé qué: Tal vez de ese momento.

Y en medio del café queda la taza
vacía, sola, y a través del asa
temblando el viento, nada más, el viento.



Le Café
Assis au café tu tires le compte du jour,
de l’année, que sais-je, tu comptes la tasse
que tu bois transis; et à ton adieu la maison
de l’œil reste morte, sans couleurs, vide.

Assis dans le jadis ta tasse froide remue
et se mue, et sous la rare lueur autour
la mort en habits de française passe
ruminant, esseulée, sa mélancolie.

Assis au café tu entends le fleuve
qui courre et courre, et le coup d’aile glacé
de je ne sais quoi: de cet instant peut-être.

Et au milieu du café demeure la tasse,
vide, esseulée, et au travers de l’anse
fileen tremblant le vent, rien que le vent.

(Trad. Waldo Rojas)




 

 

 

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