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Puntualizaciones y contrapuntos de una experiencia poética
Waldo Rojas
Publicado en Revista Aisthesis N°5. Año 1970
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El llamado que a menudo se hace al escritor a que despliegue, paralelamente a sus obras, un esfuerzo destinado a facilitar una comprensión más allá del contacto espontáneo de ésta con su consumidor, asume para el poeta un doble desafío. Por una parte, hay la tendencia a responder a esta advocación —y tal ha sido la característica de una considerable cantidad de poetas de este siglo— mediante un adecuamiento más bien esquivo del propio lenguaje poético, de sus condicionamientos más característicos, a los aspectos más generales de aquella voluntad de comprensión: el poema-revelación, las llamadas artes poéticas, tan caras a toda una época de la poesía en nuestro idioma. Pero el desafío más agudo no es el dirigido hacia las posibilidades de flexión del propio lenguaje poético sobre sí mismo y dentro de su propia esfera, sino aquel dirigido hacia el desarrollo de un tipo de discurso diferente al poético, ajeno a sus mecanismos e intenciones, cuya finalidad es la de acotar, diversamente, un lenguaje poético y rendir cuenta efectiva de su gestión como tal lenguaje. Lo que es desempeño habitual para el crítico literario o el teórico, es para el poeta situación desgarrada. En cuanto este desempeño requiere de un escorzo no habitual de la ocupación creadora, implica un desdoblamiento que no siempre es facilitado por una posible lucidez frente a las obras ajenas o aun por un ejercitamiento en el lenguaje teórico y en las disciplinas de interpretación o de análisis literario. La cercanía del autor con su obra no es garantía de clarividencia respecto de un lenguaje ya clarividente en otra dimensión —la obra poética—, muchas veces posibilidad extrema de expresión de esa dimensión.
Sin embargo, es lícito esperar que el poeta pueda reconstruir, desde la misma esfera de su lenguaje, aquel conjunto de referencias más habituales, su utilería, por decirlo de algún modo, el acopio de materiales primeros cuyo sentido total vendrá a constituir lo que podríamos llamar un mundo poético, al cual remite su lenguaje y a quien debe éste su particular modo de gestarse como tal en el momento de ruptura de la tensión entre ese lenguaje y ese mismo mundo: la experiencia poética. Pero la delimitación de un mundo poético necesariamente implica una postulación más amplia que la fijación de un determinado repertorio. Conlleva un elemento subjetivo: una particular concepción de la idea de poesía, y un elemento objetivo: la relación de esa concepción respecto de una tradición (por designar de algún modo aquel desempeño histórico involucrado por la actividad poética estatuida), elemento entregado por la obra misma, testimoniado por ella, ya sea bajo la forma de una impregnación, una aceptación de la tradición, o de una irrestricción.
Una abundante cantidad de prevenciones amenazan, no obstante, esta esperanza de reconstrucción. Muchos poetas así lo han advertido y otros muchos críticos han dado fe de estas advertencias. La principal tal vez sea aquella emanada del celo del creador por mantener alejado de una "clausura" su propio lenguaje creador, del temor por cerrar fuera del límite de ese lenguaje su sentido último y, aun, su celo profundamente lícito por evitar a toda costa un sentido para esa obra.
Quien estas notas escribe, ha llegado a ellas a través de una solicitación ajena a la ocupación creadora, y sólo después de una instancia (¿una intimidación?) posterior a su gestación. Vayan ellas, pues, condicionadas primero al aserto ya común de que se tratan sólo de aproximaciones de validez no virtual, nada inconcusas, y segundo, a que aluden en su sentido intrínseco a un "redoblamiento" de esas creaciones, perfectamente susceptibles de requebrantamiento o aun, en otro plano, de franca mistificación.
Tres libros de poemas constituyen mi obra publicada. El primero de ellos, Agua removida, debería situarse sólo marginalmente y luego de larga reconvención en la esfera de lo que será el despliegue de estas pocas certezas. Un conjunto de poemas surgido de instancias perfectamente preliterarias, o literarias sólo por mimesis inacabada de otros lenguajes poéticos, impregnado de aquella untuosidad de la experiencia adolescente, sólo difícilmente puede ser objeto de preocupación significativa. Sin embargo, están allí, aunque espeleológicamente situadas, las primeras experiencias con el carácter lábil del lenguaje poético, su desesperante fugabilidad cuando se le quería imprimir un encaminamiento sagital, sin imaginar la posibilidad de construir un mundo sobre la base de esa labilidad.
Tal vez sólo a partir de Príncipe de Naipes pueda vislumbrarse la posibilidad de estatuir algo como un sistema coherente de preocupación poética, es decir, una postulación dirigida a la forma.
Príncipe de Naipes es una etapa en un orden de comprensión. Comprensión que sería la conciencia creciente de las capacidades del lenguaje para decir o puntualizar a partir de una experiencia privativa del lenguaje mismo, intrínseca a él, y sobre todo, gestada por un proceso de autocontemplación de su acción como lenguaje: lenguaje poético como interpelación de lo inefable, es decir, intento de nombrar lo que queda por ser nombrado cuando se nombra.
Digamos primero que concibo lo poético como una capacidad no de las cosas, del "mundo objetivo", sino del lenguaje. Y aún más, de cierto modo de ejercitar el lenguaje en la conciencia de ciertas transformaciones, y de poner en ejecución algunos escorzos inauditos para expresar esas transformaciones en el límite mismo de su posibilidad de expresión.
Forman este libro breves poemas surgidos de experiencias "objetivas" (anécdotas, objetos, situaciones, sensaciones, recuerdos, sueños, etc.). Actividades comunes y corrientes del mundo de la realidad tradicionalmente real, cuya substantividad y grosor entran en pugna simultáneamente con sucesivas esferas de proyección de esas experiencias en diversos planos de su sentido subjetivo. Hay entonces un lenguaje que, consciente de su capacidad designadora de esa experiencia, o sea, probado en su capacidad narrativa objetiva, intenta probarse en la aventura de imaginar (trasegar en imágenes) las relaciones de esa experiencia con aquellos planos de proyección subjetiva. Se trata ahí, de algún modo, de captar no desde una instancia denotativa —la de sus posibilidades de expresión estricta—, sino desde el plano de una subjetividad que apenas intuye el objeto de su aprehensión, aquellos planos. Hay entonces un lenguaje que coge con escrúpulo, que coge y es repelido por ese tacto (por eso nada más significativo para mí que ese "tacto de la araña" de Salazar Bondi), y luego recoge, recoge, sólo una sensación: un regusto tenso, o una complacencia, olvidado de todo antecedente objetivo.
Llamo a esta faena, socráticamente obstétrica, alertamiento del lenguaje. Es un lenguaje encargado de erguirse de pronto en sustitutivo del dato concreto que le dio licencia. Un lenguaje absolutamente alterado, en el sentido orteguiano. De ahí que cada texto poético gestado de esta laya venga a resultar más el documento, la crónica visible, de un trance verbal, que la superación (sublimación o desublimación) literaria de una experiencia concreta.
El príncipe de naipes es en el poema más un concepto que una imagen objetiva. Como tal concepto alude a una situación compleja: la desarticulación de una congruencia objetiva en el plano de una congruencia subjetiva. Es, simultánea mente, ubicuamente, el "monito" de la baraja, el espejo en que se mira de frente un cierto personaje que puede o no ser el poeta, la imagen de una desolación (por tanto, la historia de ella), el resto naufragado de una experiencia determinada (aunque en esbozo), y así, sucesivamente. Pero es, sobre todo, el poema entero, el documento único de una transformación operada paralelamente en la conciencia y en el lenguaje: una identificación, una asimilación sin huella pesquisable de ensamblaje.
Tal vez valga la advertencia de que se trata en este poema de un caso extremo, una postulación llevada al límite. Inicia el libro justamente a modo de correlato, o más bien, de música incidental, ya que los otros textos responden fragmentariamente (bien entendido, en su concepto) a su factura total. Retomo, así, esta advertencia para introducir la idea de que más que un conjunto de textos dispersos, familiarizados sólo por eso que llaman el "sello personal", lo que intento es una obra, un poco en el entendido alquímico. Una obra, en cuanto un todo en que cada parte incrementa a la otra, y en cuanto alude cada una de ellas a un proceso. No hablo aquí en términos de valor, de crecimiento de sus virtualidades, es decir, de "progreso", sino en términos de grado de una intensidad. Así es como los doce poemas de Príncipe de Naipes gradúan una experiencia poética. Hasta aquí, se trata de fijar las primeras estribaciones de un modo de acceso al lenguaje poético, cumplido en sí.
Pero ¿cómo acotar, fuera del poema, ese mundo poético?
Pienso que es permisible hablar de mundo poético en el momento mismo en que determinada solución poética gesta un medio propicio que a modo de amnio irá nutriendo y dando consistencia viva a esa solución hasta determinar un cuerpo capaz de regenerar de sí otras soluciones hermanadas a esa primera por su modo particular de ser solución poética. Un mundo poético es así un medio disuelto que impregna el lenguaje, aquella materia previamente significante, con el fin de ligarlo a un determinado habitat, fuera del cual se hace resistente a un tipo de comunicación.
Retomo la idea de lenguaje alertado. No me resulta significativa la idea de Mundo Poético en el sentido de repertorio objetivo, utilería poética. O sólo me resulta significativa en un peculiar sentido: en cuanto insistencias codificadas, o mejor, recodificadas y sucesivamente susceptibles de nuevas codificaciones. Frente al lenguaje básico, el hablado, aquel que se gesta en la gestión de transmitir contenidos ante los cuales se hace transparente, habría un lenguaje que se libera de su contenido para asumir la función de uno de sus casos y hacerse una y misma materia con su contenido al punto de ser inseparable de una contingencia. Es un hecho básico. El primero, sería para mí un lenguaje adormilado, "en sueño", y el segundo, lenguaje alerta.
Si este lenguaje pudiera entrar en actividad fuera del poema, situación hipotética por no decir imposible, mostrarse como un cuerpo efectivo, adquirir consistencias percibibles y reconocibles, este resultado sería un conglomerado de objetos, entes concretos, cuya primera característica sería la proteicidad, la ansiosa intranquilidad manifestada ante un estado factual cuya duración se prolonga. Tendríamos ante la vista un "algo" exasperado y exasperante, que pugna por desdoblarse, vaciarse de sentido y recobrarse en otro. Si pudiéramos, incluso, fijar uno de estos estados, nueva situación aún más hipotética, comprobaríamos un objeto determinado (imaginemos cualquiera), cuya visión (como la del illustrated man, de Bradbury), aunque sin dejar de ser la visión de una superficie o un volumen determinado, nos llevaría a ver una cadena de otros hechos que le son familiares y de las que es responsable genital, según un estatuto de referencias.
Materia de este tipo conforma eso que podría llamar mi mundo poético.
Más un mundo de relaciones que de cosas, de situaciones vertiginosas, de oscuros contactos y de cadenas de contactos entre seres de dos dimensiones diversas: la del lenguaje de la convención y la de un lenguaje revirtualizado.
A través del primero, ingresa a esta dimensión el conglomerado de lo tradicionalmente real: personas, calles, ciudades, anécdotas, expresiones de uso social, conflictos objetivos, personajes diversos, y es este mundo "real" lo único transferible, aunque en el poema resulta sólo un "lenguaje segundo", un logaritmo del mundo poético, figurado por el otro "lenguaje".
Pero este mundo poético establece una nueva tensión al alcanzar un grado determinado de intensidad. Entra en pugna, nuevamente con el lenguaje, ante la instancia normal de expresión, su necesidad de hacerse literatura, género, o sea, necesidad de generalizarse: pugna de dos vocaciones de signo contrario. A este colapso de alternativa voltaica llamo experiencia poética.
En este segundo libro la experiencia poética reanuda un transcurso de experiencias éticas. Hay un traspaso de una conflicticidad que opera en el plano existencial hacia el plano de la poesía. Estos conflictos éticos (en el sentido de búsqueda de un actuar) han establecido vinculaciones profundas con la esfera de los hechos sicológicos: hay una emotividad herida por ese conflicto. El enfrentamiento adolescente al mundo encarnado en la pasión romántica y la sobreabundancia del yo, declina en la búsqueda de una solidaridad. Se intuye el nosotros, la primera posta de la carrera, y esta solidaridad se hace lenguaje. Otros poemas del libro hablan de la experiencia de la pareja (Moscas), la presencia de un mundo social caotizado en sus fracturas humanas (Ajedrez), la experiencia familiar infantil negativa y redimida en la nostalgia sentimental (Página de Álbum), o. bien, la intuición de la muerte como grado último de frustración (Aquí se cierra el círculo).
Pero este conglomerado de "datos objetivos" es refractado al ingresar al poema, trasgredido por la expresión poética, donde queda sometido a una servidumbre que no es ya la de descargar presiones emotivas.
Por ejemplo, Moscas no es el poema de una contingencia matrimonial, la pareja aletargada por una tarde de verano tórrido, aunque tal anécdota introduce el poema y lo sobrevuela; más bien este texto, entre otras muchas cosas a la vez, consiste en poner en juego la capacidad del lenguaje para "fabricar" atmósferas, climas específicos; en este caso, una atmósfera enrarecida por la súbita manifestación de un poder aplastante del mundo de las cosas, los objetos, el mundo exterior; un flujo intangible, oscuro, inquietante, que se establece entre las cosas y los personajes humanos del poema delata ese poder como amenaza. Hay, por lo tanto, la servidumbre de una técnica, o de varias. En este caso algo así como una sobre-naturalización del dato objetivo, más exactamente, la figuración de ese dato: las experiencias concretas restan en el poema como un sedimento figurativo.
Vertida al lenguaje la experiencia poética, es decir, convertida en una y misma substancia con el lenguaje, priva al dato objetivo de interés de verificación. Queda éste reducido a un impulso existencial, ímpetu puro dirigido a la vastedad del mundo poético en donde queda en suspenso, cristalizado como intencionalidad transitiva.
Definida en estos términos la experiencia poética, no es difícil percibir que carga consigo, como la experiencia que es, una compulsiva apetencia de forma. El poema debe, así, agotar esa apetencia para cumplirse a sí mismo, y debe agotarla en su máximo grado. Más allá del poema no habrá otra expresión posible de esa experiencia. Se trata ahí de una franca condenación, pero también de una redención, redención por la forma.
Remitiéndonos ahora a la totalidad del proceso descrito en estas páginas, tendremos que el poema testimonia en cuanto factura, en cuanto consecución y cumplimiento de un acto, una suerte de fracaso, el acto fallido por expresar aquella inefabilidad. No hay una forma para lo inefable, sólo una postulación conducida a esa forma: el poema. Creo, respecto de esta afirmación, que en ello estriba la condición extravagante de la esencia de la poesía.
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Se aludió a una apetencia de forma de la experiencia poética en acto. En los poemas de Príncipe de Naipes esta apetencia de forma reviste el implemento de una técnica, para mí, involucrada por la idea de construcción poética.
Si este libro, dentro del plan general aquí mentado, puede describirse como la figuración de conflictos éticos en proyecciones sucesivas de sentidos abiertos, Cielorraso, el tercero de los libros mencionados aquí, es la acuidad de la conciencia de una técnica de construcción poética, la postulación de aquella técnica como contenido. El proyecto de esta técnica es, respecto de los poemas de Cielorraso, el nuevo grado de una intensidad.
Hay ahora una intención poética binaria, vaciada en dos vertientes análogas que son también dos instancias. Una fenoménica (habría utilizado el término mouneriano cosmofántica, si no implicara su uso un traspaso interdisciplinario), documentada en la primera parte del libro; y otra instancia alusiva, dirigida por analogía a un mundo objetivo que en este caso es, aproximadamente, el de la memoria reencarnada.
En ambas secciones de este libro hay el desarrollo de una idea de construcción común. Entiendo esta idea de construcción poética, primero, como el despliegue de una preocupación propia de una escritura, o sea, pertinente al hecho de acogerse el poema a una opción formal. Por lo tanto esta idea dice analogía más con los problemas de comunicación que con aquellos de "consubstanciación" de un mundo poético, en este caso ya resuelto a través de un sistema.
En Cielorraso ha habido una preocupación por evitar que los elementos de determinada expresión se vuelvan intercambiables. En otras palabras, lo esencial de estos poemas ha consistido en que, en cada caso, los elementos como las palabras "claves" y los recursos rítmicos, las imágenes, las alusiones directas o elípticas, la incorporación contextual, etc., adquieran funciones significativas en cuanto conductores de una experiencia poética. Se han repartido entre ellos los roles de "pies y cabeza": un orden reconocible y perdurable.
De estos textos, quiero destacar sólo tres: El grito, Visitar a los enfermos y Espejo de Bar, todos de la primera parte. Si fuera imprescindible acotar el "dato objetivo" originador del impulso existencial de estos poemas, habría que advertir que se diferencian de los poemas de Príncipe de Naipes en que este dato escapa a una connotación precisa, Allí, se trataba de un "algo sustantivo", al menos como coherencia de percepción espontánea. Aquí este "territorio sustantivo" es una mediación, desentendida de su objeto. Más claramente, el núcleo de interés poético va dirigido, no a un objeto, sino al acto de captación de ese objeto. A las fuerzas ejercitadas en esa captación.
Hay, claro está, una experiencia real primera. En El grito es una pesadilla que se teme impregnada de sentido aciago; en Visitar a los enfermos es la observación y la participación en un trance de agonía; y en Espejo de Bar, la sordidez subdesarrollada de un ambiente donde se produce un crimen, y también la gratuidad de ese acto alienado. Sin embargo, nada de ello tiene importancia efectiva para el poema. Por otra parte, hay la activación de un mundo poético como el descrito anteriormente, a propósito de estas escenas. Importa entonces la expresión no de las escenas ni aún de sus múltiples sentidos y posibilidades incluso "literarias", sino la expresión de esa agitación, además de la expresión del camino del estímulo objetivo hacia aquella agitación. Este camino consiste en un lenguaje ya ejercitado en nombrar la experiencia primera, y luego reactivado.
Tomemos, por ejemplo, el poema Espejo de Bar. Desestimada la experiencia objetiva, en sí compleja, queda una pura atmósfera introducida por el modo de responder los objetos que la pueblan a una virtualidad que esta atmósfera, mediante densificaciones y atenuaciones de sí misma, se encargará de hacer acto. El poema ha sido nada más que la captura de aquellas densificaciones y atenuaciones de una atmósfera. Al menos, en esto se ha agotado como forma. La experiencia objetiva, sin embargo, queda libre, abierta y puede decir lo que le plazca, pero fuera de una intencionalidad poética, sólo a partir de ella, no en ella.
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Quiero dejar hasta aquí estas aserciones. Faltarían en ellas los aspectos pertinentes a la relación de esta poesía con un contexto literario, es decir, los otros modos coetáneos, y con un contexto extraliterario: la totalidad de lo real, la sociedad, el mundo, etc. Creo que no es difícil ver en esta poesía una reacción frente a un particular modo de darse en Chile otro lenguaje poético, y también como un parti pris cultural. Pero mis seguridades son menores en este sentido. En cuanto a esto último, tal vez no resulte banal afirmar que la poesía y la literatura no son ajenas a cierto grado de alienación, al cual responden y justifican. Y que frente a la gruesa rotundidad de lo tradicionalmente real, quizá sea la poesía un quehacer perfectamente idiota.