Hacia fines de la década de los 60, en Santiago de Chile, buscábamos con Raúl Ruiz un nombre provocador y jolgorioso para definir nuestras vagas coincidencias en materia de cuestiones estéticas. Conformábamos un grupo de jóvenes ni más ni menos discernible de otros jóvenes pintores, poetas, novelistas, periodistas, gente de teatro y de cine, amén de algunos personajes inclasificables, cultores de erudiciones varias y a veces dotados de una rara fineza de espíritu. Santiago era, por cierto, todo Chile o poco menos. Pero el Santiago nuestro era en verdad una suerte de lugar geométrico, laberíntico, hecho a la medida de nuestras obsesiones ambulatorias, gastronómicas o sencillamente alcohólicas. Espacio mitad imaginario, mitad real, adonde solíamos encontrar una guarida cómplice más bien que la llana palestra para nuestras primeras armas en las letras y otras artes.
Había en la ciudad, como en todo el mundo, un hemisferio diurno y un hemisferio nocturno, cara y cruz de monedas distintas, que, lanzadas al aire de nuestras afinidades electivas nos valían más trasnochadas que otras formas de desvelo. Jóvenes aún, lo éramos bajo la especie de un precoz escepticismo —"ver para crear, beber para creer"— respecto de las virtudes expedicionarias, mesiánicas o justicieras del arte. Bien o menos bien, acomodábamos nuestra existencia civil con nuestras respectivas expresiones creadoras, al abrigo de la potencia tutelar o de la caridad semiclandestina que la Universidad concedía a menudo a los artistas. En todo caso, a ejemplo de Kafka, en el conflicto entre el mundo y nuestras personas individuales, habíamos optado por sostener al primero.
En un país un tanto a contracorriente del curso del destino de nuestro continente, como era el Chile buenamente democrático de esos años; en una ciudad profundamente municipal y taciturna como Santiago, igualmente impropia para propiciar grandes exaltaciones o grandes hastíos; en un medio cultural a menudo estimulante por la riqueza de no pocos espíritus selectos, pero estructuralmente separado de los intereses de las grandes mayorías e incapacitado de modificar esos mismos intereses, nosotros habíamos asumido paulatinamente una marginalidad sin penas ni furias ni aspavientos, marginalidad agridulce y, para algunos, un tanto arrogante. "Jóvenes promesas" en un país que se daba poca maña en cobrarlas con los años (indiferencia más que indulgencia generosa).
Raúl Ruiz, Germán Arestizával, Waldo Rojas y Jorge Teillier
Temuco, 1971
Raúl Ruiz era para nosotros, sin proponérselo, nuestro crédito y nuestro valor de refugio. A su haber algunas hazañas en el teatro y ya un filme incompleto pero suficiente para saldar, por ejemplo, algunas cuentas con la connatural inclinación chilena por el surrealismo, o "surreachilismo"; Tango del Viudo. A su haber también, una estadía en Argentina, su periplo mexicano nimbado de ciertas brumas legendarias. En fin, promesa o no, ya era claro que la salud de nuestras creaciones dependería en adelante del ejercicio plácidamente insurgente de nuestra imaginación y no de los estímulos venidos de la sociedad civil.
Lectores ávidos, habíamos hecho acopio a temprana edad de un abigarrado patrimonio de lecturas sin predilección de género ni de épocas. Apetencia barroca que nos conducía a aquellos autores geniales y desconocidos, condenados sin juicio a la sanción del olvido o de una gloria póstuma, pero en todo caso ya enviados a retiro por las mareas sin mucho fondo de la moda.
De aquellas frecuentaciones diurnas de libros y tomos se alimentaba el rito nocturno de nuestras interminables sobremesas en restaurantes y bares de la capital. El horror compartido hacia la solemnidad y la tontería grave presidía esas conversaciones. Si así pudiera llamarse a aquellas justas verbales en las que la filosofía presocrática o los poetas metafísicos ingleses se mancornaban con la cháchara convulsa y el recuento de proezas literarias se codeaba con los fraseos del bolero, el corrido mexicano o el tango compañero. Era aquella una tertulia trashumante, desplazable al albur del horario de cierre nocturno, cuando las sillas patas arriba ocupaban sobre las mesas el lugar de viandas y botellas; hora del aserrín barrido hacia la calle que marcaba una etapa más de nuestro itinerario espirituoso, modulado por esa fantástica capacidad veinteañera para ingerir alcohol. El Santiago nocturno, con sus sórdidos misterios, sus perspectivas chatas, semi penumbrosas, desalumbradas como con saña; con su violencia mal contenida, indisimulable, compensaba pese a todo el juego de apariencias grises del Santiago diurno. Y esa ciudad secreta se abría siempre al otro lado de la glauca transparencia de un espejo de bar. De allí volvíamos a la madrugada, embriagados más de palabras que de vino, para caer sobre ambos pies en la realidad tradicionalmente real. Ella nos parecía, con todo, el dato original, la única humanamente posible, a condición de aparejarle el vuelo migratorio de la imaginación. La vida cotidiana, su opacidad masiva, era el dato inagotable. Su legitimidad ontológica consistía sobre todo en imitar al arte. Nuestras incursiones nocturnas eran el rito probatorio de lo mismo, oficiado cada noche por esas reencarnaciones pretendidas de un imposible Leopold Bloom de ambas riberas del Mapocho.
No faltaban en el Chile de entonces las vanguardias de todas las estridencias posibles. Sobre todo había aquellas, signo de los tiempos, que se conferían legitimidad política. Un populismo desembozado, con relentes de movilización general, agitaba los espíritus menos agitables y los jóvenes quedejudos de turno preferían al embadurnamiento de telas y al borroneo de cuartillas, proferir discursos desde lo alto de todo lo que pudiera asemejarse a una tribuna. Desde nuestra involuntaria marginalidad presentábamos, a sabiendas, un frente vulnerable a las acometidas de lo real. El nombre buscado para bautizar nuestra "estética" surgió entre broma y broma, entre plato y plato, una noche cualquiera: realismo púdico.
El principio activo del realista púdico consiste en considerar la noción de realidad no ya como lo dado, como lo des-cubierto absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamientos: la naturaleza gusta de ocultarse. Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas o sociales, se daban por añadidura. Acto seguido, hacíamos abandono definitivo del título de artistas e intelectuales por el de simples "parroquianos".
De todo ello surgió algo más tarde, hacia 1969, ese film sorprendente y polémico, Tres Tristes Tigres, señalado como la obra que pone fin a la prehistoria cinematográfica chilena e inaugura su historia. Por lo que cabe a Raúl Ruiz en su ulterior discurso cinematográfico, huelga decir, sin temor a exagerar, que la historia a secas del cine no se escribirá sin su nombre. El "realismo púdico" era también para nosotros un imperativo de sobriedad y discreción mutuamente debidas. Personalmente, en tanto que testigo muy próximo de su obra creadora, depositario de algunas de sus reflexiones no siempre de dominio público, siempre vacilé en escribir sobre sus películas. En las que, por lo demás, fui más de una vez colaborador directo como actor, autor de letras de canciones y hasta cocinero invitado. Al cabo de estos años, creo no traicionar con estas líneas ese viejo pacto de pudor.
II. CÓDIGO INTERRUPTUS (O EL CINE COMO POESÍA).
"Hay en el cine una virulencia, un poder de subversión de las proporciones y de las jerarquías, un poder de subversión lógica que Raúl Ruiz pone en acción implacablemente, sin remordimiento, sin nunca plantearse la pregunta de saber si será seguido, si el público comprenderá, si incluso habrá para eso un público, si incluso el film será exhibido. No ya que no desee que sus filmes sean vistos y apreciados, sino que él sabe que nada debe retardarlo, hacerlo flaquear, distraerlo de su voluntad corruptora, ni siquiera y menos que nada la esperanza de una 'comunicación' con el público, la esperanza del feed-back, esa plaga de nuestro tiempo."
(Pascal BONITZER, en Cahiers du Cinéma.)
Algunos pretenden. a manera de reproche velado o de coronación dudosa, no ver en el cine de Ruiz otra cosa que la expresión a veces genial del deseo de sorprender. El recurso frecuente de Ruiz al expediente de laberintos mentales, galerías de espejos, comportamientos artificiales, reflejos deformados, etcétera, etc., y el cultivo de un descalce flagrante entre lo dado a ver y lo dado a oír, entre lo prometido y lo habido, entre el enlace y el desenlace, en fin, todo aquello que puede contribuir a cimentar ese juicio. No se trata menos, sin embargo, de una lectura somera y de una sanción superficial. En este terreno se plantea una cuestión quizás secundaria, aunque implícitamente inevitable a propósito del cine de Ruiz: su relación con el público, problema del grado de sumisión a un código de "lectura" de las imágenes fílmicas, problema de la inserción de su estilo personal en el conjunto de la cultura cinematográfica como red de circulación de signos sociales.
El cine es quizás la forma de arte que mayormente acrecienta la distancia entre la "idea" original del creador y el resultado de las operaciones que conducen a su plasmación. El cine tradicional hace de este obstáculo un proyecto traducido en compromiso. El guion de un film, se supone, equivale a esa idea original, es su primer paso y ya una efigie de la obra fílmica; la filmación es un acto regular y nada aleatorio; el montaje equivale a la compaginación de un impreso y se puede decir que las resonancias industriales de este vocablo no son inocentes. Este orden retrata la convención profesional mayor que erige el deseo del espectador en fuente libidinal de la creación cinematográfica. Ella opone al arbitrio creador las convenciones estéticas, icónicas, ideológicas, dominantes. Un matrimonio de interés zanja al cabo todo conflicto; la sociedad se corrobora en sus mitos, y éstos pueden servir para poner a prueba su capacidad de corroborarse. El cine cumple de maravillas esta exigencia hedonista de toda cultura. Aquellos más disruptivos e insurgentes de entre los filmes tradicionales, se reducen finalmente a una lectura en negativo del mismo contrato. Los contenidos del lenguaje varían y se hacen audaces pero su forma permanece intacta: es el eje de toda rotación de un número limitado de signos, el pivote de toda "revolución".
Contra la idea del cine de Raúl Ruiz como fundado en el deslumbramiento y la exhibición epatante, se puede sostener con mayor justicia que como en pocos cineastas modernos, hay en su obra un principio conductor, una idea controladora. Esta idea comprende todo un proyecto y es difícil de expresar de otro modo que a través de la formulación de sus imágenes fílmicas. Ruiz obedece a ellas como a un imperativo interior y no como a una contrición venida de afuera del ámbito de su relación con su obra. Cada película suya, dicho sea de paso, no es sólo una ilustración, una figura de especie, de ese principio, sino una vuelta de tuerca más hacia un grado superior de posibilidad. Para decirlo en pocas palabras: se trata de la idea del cine como escritura, el filme como texto.
Como cineasta, Raúl Ruiz descoloca al espectador (en el mismo sentido que cobra esta expresión en el fútbol); lo saca de su espectación pasiva que hace de él una suerte de "lector iletrado" que sigue con el dedo la lectura de una línea, y lo reinstala en la situación de un lector de texto. Tomamos de Roland Barthes la idea de texto como tejido en perpetuo urdimiento, como tejido que se hace, se trabaja a sí mismo, y deshace al sujeto en su textura: una araña, dice gráficamente Barthes, que se disolviera ella misma en las secreciones constructivas de su tela. Este espectador reinstalado es, por cierto, una hipótesis, si no una premonición; se trata de un iniciado en una práctica fundada en la delectación, acto de complacencia desplegado en un espacio de goce tendido imprecisamente por la escritura, sin el límite de la "persona" de un lector. Espacio de goce creado por la posibilidad misma de una dialéctica del deseo. Seducción ciega, sin estrategias. Nada menos apropiado para ese juego abierto que la modalidad lineal de la narración.
La instancia privilegiada del cine de Ruiz es el acto de la filmación; no porque allí se plasme una idea previa, clara o menos clara. La filmación es en él, por contrario, lugar de encuentro de lenguajes diversos, representados por instrumentos y técnicas, seres y objetos; literalmente, lugar de hallazgos y punto de partida de los signos de varios códigos dispuestos a fragmentarse, a desconstruirse, a reconstruirse: código interruptus. Un poeta no procede de otro modo. Hacer obra de poeta no es necesariamente desplegar con habilidad la panoplia instrumental que la literatura pone a mano y a la vista. El poder del poema es el de sorprender a la vuelta de la esquina de una forma, cualquiera que ella sea, "una colusión particular del hombre y de la naturaleza", o sea, un sentido.
En el cine de Ruiz, como en un poema auténtico, todo es materia significativa, sin desechos ni sobrantes. Todo es, además, material probado y su uso escapa al empleo efractivo: no hay en el cine de Raúl Ruiz veleidades experimentalistas, búsquedas con efracción. Un raro clasicismo, muy a menudo advertido por sus críticos más severos, domina por el contrario en las soluciones propiamente fílmicas. Nada que no haya sido propuesto y tentado por la mejor tradición del cine, desde Meliès y Murnau a nuestros días. Sin embargo, la obsecuencia de Ruiz a la norma clásica no es alegable. Se acepta. en general, designar su naturaleza heterogénea respecto de ésta y otras normas como la expresión de una irremediable voluntad barroca. Explícitamente, Ruiz acepta lo barroco como proliferación en lo exiguo, o sea, como economía y no como dispendio ostentoso: adonde debería primar la línea recta, traza una curva; adonde una superficie lisa, una corruscación, un repliegue; adonde un movimiento articulado, una contorsión. En el tejido mismo de las situaciones fílmicas, la exuberancia de las ramificaciones determina espacios vacíos, calas por las que circula el relato bajo el modo de una ausencia. Paralelamente, un relato impostor, simulador y parásito, finge ser el principio organizador de nudos y desenlaces, pretende reformar la dispersión de imágenes y de enunciados verbales. En verdad, entre las conexiones voluntarias de imágenes y de palabras circula un flujo de analogías incontrolables y sin fijamiento.
Del mismo modo como un poema no es un acertijo ni un enigma verbal a término, y es por lo tanto informulable en otras palabras que las del destello de sus metáforas, el cine de Ruiz sería imposible de reducir a un desarrollo continuo.
El barroquismo de Ruiz trabaja a partir de una relativa normalidad cinematográfica sobre la que se ejerce algo así como una presión especial por exceso o por falta de algo. Pero su rasgo más notable y que nos remite al problema de sus relaciones con el público, lo constituye su particular concepción de la narración.
El filme de Ruiz avanza por medio de rupturas y colisiones respecto de alguna norma o borde cultural, pero sin que ello marque un valor de excepcionalidad, de vuelco esporádico o brillo joyero, en el enlace de un desarrollo ordinario. A pesar de la innegable textura narrativa del cine de Ruiz, a pesar de su vocación de "cosa contada", su relato deja de ser a poco de comenzado, como se abandona un disfraz demasiado sofocante, una finalidad conductora. El relato se muda en sopone del encadenamiento de metáforas al interior de un espacio de significaciones cercado por el tema del relato. Tal como sucede en la poesía respecto del conjunto del lenguaje, en el cine de Raúl Ruiz las jerarquías de la comunicación ordinaria se encuentran invertidas. Los significados se atenúan y deslíen a medida que los significantes se hacen opacos y suplantas a aquellos: ya no hablan por sí mismos, hablan de sí mismos. Movimientos de cámara, desplazamientos al imerior de un plano, iluminación, textos de diálogos o voz en off, música, etc., soportes tradicionales del relato, articulan ahora un discurso sólo equivalente al de la narración. La historia deja de ser un desarrollo y se vuelve virtual, discontinua, en suma, improbable.
Los tópicos de Ruiz vienen todos de los rincones más diversos del mundo de la literatura. O mejor, de sus mundos confundidos en una suerte de argamasa fabulesca. El cine, por supuesto, proviene del modo de contar de la novela y de sus hábitos inveterados. Sólo que la narración cinematográfica ha ampliado el margen de aquello que es constitutivo del relato novelístico, donde se dosifican la realidad y la ficción: expresión de lo probable. El cine, que deja correr su discurso por las vías abiertas en la cultura por la novela, pone en juego más allá de lo probable el efecto —y nada más que el efecto— de la verosimilitud. Lo visto, lo que aparece ante los ojos, apaga lo argumentado, lo devora. Ruiz exacerba al extremo crítico esta vírtualidad de la imaginación poética. A la combinación aleatoria de elementos reales Ruiz sustituye la exploración exacta y completa de elementos virtuales, el juego de improbables, de aquello que de ninguna manera podría ocurrir, no al menos de este modo. Como en un poema, la clave no está en el desarrollo y el argumento (modelos de una lógica), sino en la vibración detenida de la imagen (metáfora) en su carácter instantáneo e inconsciente.
El cine de Raúl Ruiz es incomprensible de otro modo que como escritura: territorio de ficción circunscrito por un lenguaje, su historia, sus ecos. Como texto, su estructura, o sea, su sentido humano, es el goce. Todo su juego de intermitencias revela esta "erótica cinematográfica", fundada, como todo erotismo, en el esquivamiento y el destello, en un sistema de entreaberturas y de guiños, de apariciones/desapariciones, del todo escamoteado en beneficio del fragmento. La gran "perversión" de este cineasta-poeta (en el sentido pleno de ambos términos) no es, por cierto, la ausencia de apuesta sobre el suspenso narrativo, sino la de proponernos como cebo narrativo la desarticulación de toda narración posible, y que, sin embargo, una historia permanezca legible. Toda la modernidad de Ruiz cabe en su proyecto consciente y modulado de un estilo de cine irreductible a su funcionamiento "gramático", como simple lenguaje de imágenes, así como el placer del cuerpo es irreductible a la necesidad fisiológica.
El poeta, se sabe, es menos el autor que el lugar de un fenómeno cuyos componentes están menos en él que en el mundo y en el lenguaje. Así se explica su naturaleza a menudo obsesiva, desgarradora, irónica, vengadora.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com RAÚL RUIZ: IMÁGENES DE PASO
Por Waldo Rojas
En "Poesía y cultura poética en Chile. Aportes Críticos". USACH, 2001