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        Por Waldo Rojas
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        La recepción y la vigencia de la obra del poeta chileno Humberto-Díaz Casanueva  constituyen un fenómeno de ribetes paradójicos. Es el suyo el caso de una escritura de  apariencias desconcertantes, de dificultades meticulosas, como si en su propósito hubiera el  ánimo de inducir a perplejidad nuestros hábitos de lectura heredados, contrariándolos uno  a uno al descoyuntar el andamiaje de sentidos que sostiene en el lenguaje nuestra relación  sosegadora con lo real. Escritura que pese a todo no incurre en dislocaciones antojadizas  del orden gramatical, aunque tampoco admite cubrirse con los artificios retóricos de la  seducción y, por ello, exhibe rispidez y severidad como signos de la voluntad del poeta de  disuadir cualquier acercamiento desaplicado. Estos y otros rasgos de arduidad, constantes  todo a lo largo de una obra, no han impedido a su autor beneficiar de las preseas de una  pronta, durable, notoriedad y aprecio laudatorio. 
        Adquirida de temprano su reputación de “valor de nuestras letras”, un nimbo de  respetabilidad espiritual ha rodeado de manera casi emblemática la persona y el nombre  mismo del poeta por más de medio siglo. Un respeto literalmente mudo, si nos atenemos a  la escasa locuacidad de las razones literarias que lo inspiran: hasta 1960, sólo se cuenta algo  más de una veintena de reseñas y artículos críticos breves sobre su poesía, aunque de cuyo  limitado número sobresalgan las páginas de una carta sinceramente elogiosa, sobriamente  conceptuosa, de Gabriela Mistral en comentario del poema Requiem, y que esa misiva por si  misma equivalga a muchos coronamientos. [1]
         Cuán justificada sea la reputación del poeta por una lectura de amplio radio de  extensión y por una asimilación en toda la intensidad de su poesía, no nos parece una  cuestión primordial. Posee sin duda la escritura suya un raro poder enmudecedor. Ser  sensible a esa potencia intimidante es quizás una manera de haber entrado ya en su  comprensión. Se trata, por otra parte, de una poesía a la que no se adviene sin un mínimo de bagaje. Pese a todo, estos poemas que alguien llamó “oraculares y laberínticos”, han  gozado del nimbo protector de una especie de asentimiento y reverencia previos en un  sector de gentes informadas notoriamente más vasto que el círculo siempre restringido de  los lectores iniciados. Lo cual no carece de mérito en un país en donde los laureles de la  nombradía literaria, en especial aquellos de la poesía nacional, han sido distribuidos en  conformidad con antiguos hábitos culturales de inspiración pragmática dictados por  imperativos escolares o ciudadanos poco conciliables con el registro de una poesía que su  propio autor juzgará “no apta para el sentido común ni para la consagración cívica”.  [2]
         Aun cuando reducida en su cuantía, la crítica chilena ha sido para el poeta  indefectiblemente halagüeña. Y su acogida de parte de otros poetas y escritores chilenos de  edades y ámbitos diversos, jamás descomedida del todo. Su poesía fue saludada desde la  publicación de su primera obra de juventud, El aventurero de Saba, en 1926, cuando el poeta  no alcanzaba aun la veintena. [3]  Y cuando ya en ella, su voz se instalaba, tan celosa de su independencia como clara en su voluntad de preservar su personalidad peculiar,  [4]   en medio  de la encrucijada o punto de dispersión de los diversos movimientos espirituales y literarios  de la vanguardia latinoamericana de los años 20.  
        Sin embargo, desde entonces y hasta el momento de aparición de sus obras  mayores, durante la década de los años sesenta y la fecha en que el poeta obtiene el más alto  galardón literario de Chile, en 1971, [5]   pocos fueron quienes intentaron ahondar en el  conocimiento de una obra heterodoxa y abordar con más inteligencia crítica que convicción  espontánea el estudio de sus recursos formales y de sus fundamentos estéticos. [6]    Por más de  cuarenta años, esa opinión sostenidamente encomiástica, sólo se contentó, salvo excepción  de regla, con el recurso de verterse en un juicio de valor, circunspecto, parsimonioso, más  adjetivo que propiamente exegético. 
        Valga recordar que la poesía de Díaz-Casanueva brota y cobra altura en un período  convulso, favorable al desarrollo de tomas de conciencia inconformistas y polémicas, y no  sólo respecto de las conmociones políticas y sociales chilenas propias del primer tercio del  siglo. Momentos aquellos en que se yerguen en toda su estatura las expresiones variadas y  contrastantes de grandes figuras de la lírica chilena, como Vicente Huidobro, Pablo de  Rokha, Neruda y Gabriela Mistral; personalidades fuertes, todas ellas, que ejercen, cada una  desde su particular centro de irradiación, un poderoso atractivo y pronto un estrecho  vasallaje. Que se trata de una época de agitaciones vanguardistas, en la que la gente de letras  no se privó de querellas de escuela ni escatimó las rivalidades de cenáculos, volviendo de  rigor la práctica del juicio antojadizo, del descrédito artero y de la descalificación expeditiva  por la palabra o por el silencio igualmente intencionados. [7]
        Las largas ausencias de Chile a que circunstancias diversas forzaron al poeta, antes de  que él mismo asumiera un nomadismo voluntario e intermitente, sin duda le evitaron verse  involucrado en algunas de aquellas reyertas, y quizás expliquen, por encima de sus méritos  intrínsecos, el que su poesía haya sido preservada de la ferocidad literaria nacional que no  perdonó a los otros grandes vates. [8]   Sólo que, a diferencia de aquellos y aunque lo uno no ustifique lo otro ni sea su gaje necesario, la crítica literaria de por entonces se limitó en su  comento en insistir en algunas fórmulas celebratorias. Las reseñas y menciones sobre una  producción relativamente espaciada en el tiempo, advierten de modo repetido la singularidad  del poeta, aplauden su rigor, testimonian de la audacia de templada severidad de su verbo y  señalan su poder de sugerencia y de enigma, el valor sensitivo y la fuerza contenida de una  imaginación que propulsan soterradas incitaciones “metafísicas”, “órficas” o “místicas”,  celebran en fin, la impresión de autenticidad del sentimiento que la inspira. En el curso de los  años, estas fórmulas someras, quizás justas en algún punto, han ido adquiriendo la  inconsistencia de un automatismo, convertidas en panoplia de tenaces lugares comunes por  obra de la repetición incontinente. Tras su rótulo es dable advertir que se enmascara toda la  dificultad insalvable de dar cuenta, a partir de las categorías tradicionales de la crítica literaria,  de una poesía de significaciones más o menos indómitas, que bajo aquella perspectiva  ordinaria no podría sino ofrecer un espectáculo tan imponente como amedrentador, la visión  de un paisaje lírico tortuoso, clausurado por el sello de un hermetismo desarmante. [9]
        Su recepción exterior, por el contrario, ha gozado de mejores auspicios.  Tempranamente sus libros han suscitado fuera de su país natal interés y atención crítica, en  América latina o en España, y en el caso de Venezuela se puede hablar de un entusiasmo  colectivo singular de parte de las figuras más destacadas del medio cultural de ese país.  
        
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        Los últimos años han sido especialmente fecundos en la valoración y difusión de la  obra de Díaz-Casanueva. En primer lugar, debe ser mencionada la publicación, en 1988, de su  Obra poética, preparada y presentada por Ana María del Re, [10] en un trabajo erudito y acucioso  que materializa el interés personal activo, “reflejo de un sentimiento, de una vivencia profunda”, de una profesora e investigadora venezolana, por el conocimiento íntimo de la  escritura del poeta chileno. Añadida a una selección de lo esencial de la obra publicada, reúne  ella por primera vez la síntesis de un esmerado acopio de documentos biográficos así como de  informaciones personales obtenidas de primera fuente en conversaciones y entrevistas;  material lúcidamente compulsado a la reflexión estética explícita del poeta y a su poesía, cuya  cronología de producción le ofrece un esquema progresivo de comprensión y análisis del  conjunto de ella. Su cometido es prosopográfico y exegético, y la perspectiva adoptada apunta  a dilucidar el vínculo entre los dispositivos retóricos de Díaz-Casanueva y sus opciones  intelectuales en relación estrecha con ciertos contenidos culturales de su tiempo: las  «vanguardias» literarias europeas, en especial el movimiento expresionista, la reacción filosófica  antirracionalista, el rebrote de interés por la tradición romántica, el psicoanálisis y la  fenomenología, la filosofía existencialista alemana y, en general, sus experiencias de  frecuentación personal de artistas de lengua y cultura alemanas, novelistas y poetas, pintores y  músicos, a partir de los años treinta. Según la autora, están aquí presentes los ingredientes que,  juntamente con algunos episodios cristalizados en una suerte de biografía emocional y a la  manera de correlatos objetivos, han contribuido, a la génesis del sistema simbólico del poeta.  Es, justamente, en este último que ella ve una de las dimensiones claves de la “complejidad  formal y semántica” de su poesía. 
        A través del recorrido de su obra, paso a paso, Ana María del Re se propone mostrar  en el texto de su presentación, cómo en una escritura que busca conscientemente su soporte  imaginario en un horizonte de significaciones culturalmente codificadas por la literatura, se van  articulando exigencias no sólo estéticas, sino éticas y fundadas en la apertura secular hacia el  mundo de las realidades incluso contingentes, aunque fuera de toda concesión a la ilusión  realista.
         Uno de sus aspectos más polémicos, objeto de malentendidos frecuentes e irritantes,  encuentra en la presentación de Ana María del Re un especial esfuerzo de aclaración. Contra  una opinión corriente, demuestra la autora que “si bien una posición «filosófica», una actitud  «metafísica» propiamente dicha, signan al poeta y a su obra entera, ésta nunca ha sido  concebida –como sostiene él mismo– según «planes abstractos» ni «ideas metafísicas  deliberadas»”. Observación sobremanera pertinente, pues, para justificar el epíteto de  “filosófica” atribuido a su poesía, no basta, por supuesto, con parar mientes en ciertos tópicos,  giros o truismos venerables provenientes del pensamiento filosófico contemporáneo, por  frecuentes que sean, engastados en la trama textual de los poemas. En cierto modo, componen ellos un fondo de materiales residuales que, en términos de una biografía  intelectual, nos retrotraen al hecho biográfico de que el poeta orientó en su juventud sus  estudios académicos hacia la filosofía, cuyo cultivo en un momento llegó él a vislumbrar como  su verdadera vocación. No basta tampoco atribuir al poeta la pretensión de poner en versos  un sistema filosófico preexistente o descubierto por él. Esa misma formación filosófica suya lo  pone a cubierto de tal ilusión, impidiéndole ignorar que hoy en día (a diferencia, por ejemplo,  de la época de Lucrecio) la expresión del conocimiento filosófico, posee sus propios  protocolos disciplinarios y se halla separada de la puesta en juego de las emociones que puede  provocar este mismo conocimiento. No son, pues, las ideas filosóficas, ideas relativas a la  imagen del universo y al destino de los hombres en este universo –las más vastas y más  abstractas que sea dable concebir–, sino su traducción en emociones, su impacto en el plano  de una sensibilidad emocionalmente predispuesta, gracias a las dotes imaginarias del poeta que  él es, lo que hace de su escritura una poesía “filosófica”. “La mayoría de nuestros  contemporáneos –comprueba Georges Mounin– piensan en un mundo y sienten en otro”. [11]  Pocos poetas han sabido expresar y hacernos experimentar aquellas emociones verdaderas,  justas, en acuerdo con nuestra concepción moderna del mundo, a la que, conscientemente o  no, los hombres de hoy adhieren intelectualmente. Emociones nacidas de relaciones  verdaderas que se instauran entre nuestra representación del universo y nuestra sensibilidad;  expresadas en la trama verbal del poema, ellas colman una apetencia emocional específica,  mucho menos comúnmente satisfecha por la poesía que nuestro sentimiento de la naturaleza,  del amor o del hecho humano. Transmutadas en poema, esas emociones se adscribirán en  adelante al orden del fenómeno poético. Por lo tanto, su sentido efectivo no podría revelarse  en una lectura “filosófica”, sino en aquella sensible a la fruición sensorial de la palabra, lectura  exploratoria que lo mismo se aventura en los meandros de la imaginación que se tardea en la  reflexión. El marco propio de su análisis no es, pues, el del pensamiento sobre las  consistencias de toda la esfera de lo real, sino más bien aquel sobre las funciones significantes  y las relaciones entre sistemas de signos, aquel que indaga acerca de los mecanismos que  generan el sentido propio del lenguaje de la poesía.  
        
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         El mismo año 1988 aparece en Chile en versión castellana el vasto ensayo de Evelyne  Minard La poesía de Humberto Díaz-Casanueva.   [12] Fruto de “siete años de investigación minuciosa”, como en exordio advierte la autora, este trabajo de organización rigurosa y de  obstinada pesquisa exegética, contiene la materia de su memoria de doctorado universitario. A  las exigencias de documentación probante y de argumentación conceptual disciplinaria,  constricciones a las que no podría ser ajeno este tipo de empresa académica, Evelyne Minard  ha sabido incorporar, en el aparataje metodológico de su investigación, la vivacidad original de  aquella seducción motivadora nacida de un “descubrimiento casual” y de una “lectura  fascinada”, que revistieron en su primer momento el carácter de una revelación. Su trabajo  crítico toma pie en la materia “del escrito para remontar a la fuente”, y evitando ceder a la  doble tentación del comentario “impresionista” y de la interpretación reductora, aspira a  avanzar por los laberintos recónditos y sinuosos de esta poesía “de fabulación introspectiva”,  proyectando las luces de su propio esfuerzo indagatorio “sin desintegrar lo poético,  fragmentarlo, reducirlo a una red de imágenes o de recursos de la estilística”.  
        El punto de observación elegido por Evelyne Minard se inscribe con originalidad y  precauciones claras en el marco de una corriente psicocrítica fundada en las teorías de Freud  sobre el hecho onírico, ampliadas en su alcance. Correlativamente a la opción de estas  categorías de análisis, revisadas en vista de la singularidad imaginaria que presenta esta poesía,  la autora ha debido necesariamente construir previamente su objeto de estudio, constituyéndolo  a partir del reagrupamiento de aquellas imágenes que, diseminadas en toda la amplitud de la  obra de Díaz-Casanueva, poseen una más alta carga simbólica. Ello exige abolir las “variables”  biográficas, la conexión cronológica entre los textos, y, en general, la cuestión de la  “evolución” de un lenguaje. Implica, no menos, desentenderse de los problemas formales de  estilo y de prosodia, y, principalmente, inhibir todo diálogo con los datos de una “filosofía”  implícita a los poemas, restando la pertinencia significativa al horizonte “metafísico”  comprobable o atribuible a la fórmula textual de su escritura. A pesar de la presencia  recurrente de formulaciones aforísticas de cuño nietzscheano, husserliano o heideggeriano, no  ha escapado a Evelyne Minard que la “tesis” freudiana conviene particularmente al “registro”  angustioso y al funcionamiento simbólico del imaginario poético de Díaz-Casanueva. Como  no escapa a ella que ambas direcciones, existencialista y psicoanalítica, son radicalmente  contradictorias. Para Freud, en efecto, la angustia por excelencia es la angustia de la castración,  y su fuente primera reside en el temor de una pérdida o de una separación prematura de la  madre; dicha angustia de castración remitiría entonces al temor de perder el órgano que  permite el retorno a la madre o al substituto de ella. Digamos de paso, en favor de la elección  de la “tesis” freudiana, que a diferencia de la concepción existencialista, como la de Heidegger,  que ve en el Urangst –esa aprehensión primordial de la nada que eternamente amenaza de envolver al hombre– un dato primario e irreductible, para Freud el temor de la muerte es una  forma derivada y disfrazada de la angustia de la castración, puesto que originalmente el  hombre no posee concepto de la muerte o de la nada.  
        Huelga precisar que no es nuestra intención pasar aquí en revista este trabajo de largo  aliento y de compleja organización crítica. Pero nos parece oportuno llamar la atención sobre  esta empresa hermenéutica cuyos riesgos no son de ningún modo ocultados, y el trazado de  cuyos límites determina explícitamente el espacio de validez de su asedio. Más acá de ellos, la  autora se propone volver inteligible aquello que los destellos del imaginario poético del poeta  comunican con el modo como la poesía opera su “comunión” con el lector. Una radical  voluntad de comunicación, afirma, anima con una suerte de fervor exasperado esta “poesía  pensante”, como ella la designa con justeza, e incluso –asevera– dicho cometido la define  entera. Voluntad cruzada de designios conflictivos, contradictorios, en pugna consigo misma,  pues el lenguaje que la materializa “recompone a medida que él cree haberlos destruido”  aquellos mismos obstáculos interpuestos entre el escritor y el lector y que su “lucha incesante”  se empeña dramáticamente en derribar. Dicho conflicto, afirma Evelyne Minard, está en la  base de esta poesía, y traduce el enfrentamiento de dos “lenguajes”, el del Mundo aquejado de  inconsistencia en su realidad, y que podemos asimilar al de la palabra ordinaria y sus funciones,  y el del poeta, cuya palabra arduamente, abisalmente, interior, afirma su existencia ante los  embates de la Nada.  
        Esta “idea poética” de la Nada trasunta un sentimiento oscuro e indecible; en ella se  emboza una conjura de negaciones intimidantes: la muerte carnal del hombre, su finitud, el  silencio que acecha detrás de toda afirmación del ser, el riesgo del error que condena sin  apelación, la desesperanza ante una existencia sin sentido dado, la impotencia de no poseer el  “saber” huidizo en el que residiría la armonía del individuo y el Mundo, o bien, dada la  imperfección radical del poeta, la impotencia mayor de poseerlo obscuramente y serle vedado  nombrarlo o volverlo audible desde la soledad que su palabra erige, como una fortaleza de  piedra, en torno suyo. Este trabajo de Sísifo de comunicar inexpugnablemente, encuentra,  según la autora, sus razones o sus lóbregas sinrazones en la resistencia que la escritura traduce  a “desnudar las defensas que protegen al autor de la agresión exterior, y de las fuerzas más  oscuras, ocultas, que desde dentro corroen los cimientos”. Por ello su “obra entera está  impregnada de sentimiento de culpa, de símbolos religiosos, rituales, litúrgicos que identifican  la trayectoria iniciática del poeta con la persona de Cristo, o la figura de Prometeo”. 
        Es a un corpus interpretativo de este orden, al que con mayor holgura conducen los  visos y cambiantes de “las piezas maestras de este juego de ajedrez ancestral, que la triada  familiar (madre, padre, hijo) reconstituye incansablemente”. En primer lugar, los temas del  espejo, de la sombra y del doble le permiten estudiar “el narcisismo del autor”; enseguida, es el  principio explicativo basado en “la quiebra del proceso de compensación narcísico” cuya  aplicación analítica justifica ese “despliegue desesperante de imágenes de mutilación, de  fragmentación, donde se expresa la angustia obsesiva de la castración”, venido del  inconsciente del poeta y que los textos trasuntan diversamente. Ahí se revelan los dispositivos  simbólicos ocultos (deseo inconsciente de retorno al regazo intrauterino de la madre), la  búsqueda ardua del poeta de una integridad, perdida al cabo de un proceso de regresión al  complejo de castración; ahí se delata, asimismo, la impronta del “sentimiento de irrealidad”  que lo aqueja y la percepción, a él debida, del mundo como “insólito, vaciado de substancia,  hueco y evanescente”, que algunos textos llevan a la alucinación misma. Estado, pues, de  “enajenación” de ribetes sicóticos, que redunda en la plasmación de una angustia y de un  sentimiento del exterior como amenaza inquietante. Por esta misma indagación de la “herida  narcisista” del autor, esta reflexión penetra, a través del “tema de la soledad y de la relación  con el Otro”, en la clave de un desequilibrio sin compensación ulterior, que en el historial  inconsciente del poeta se remontaría a la separación natal de la madre. La posición central,  omnipresente, de la figura materna preside entonces todo comercio con el Otro, retrotrayendo  esta relación al nexo maternal primitivo, volviéndola exigencia de una “relación especular ideal,  al modo de un nuevo cordón umbilical”, excluyente de la posibilidad de toda otra. La  frustración de ese comercio en el que el poeta se invierte, o todo lo que es percibido como tal  frustración, provoca un sentimiento de pérdida desoladora de alguna substancia esencial, de  sangría libidinal, desencadenando las “impresiones de vacío y de nada” que obran en las  imágenes del poeta, como otras tantas manifestaciones en las que la autora vislumbra sus  “tendencias esquizoides”.  
        El trabajo se prosigue precisando el papel de la muerte en el proceso de  “anonadamiento”, largamente estudiado. La angustia de la muerte, dice, “remite a la angustia  de la castración, y la desintegración alienante del cuerpo no hace más que anticiparse a la obra  de Tánatos”, o pulsión de muerte que la falencia narcísica mueve a percibir como el único  objeto del deseo. “La matriz original, tradicionalmente identificada con la muerte, capullo  protector hacia el cual el niño aspira a regresar, captura al poeta y al cerrarse sobre él,  contribuye a levantar el muro que lo separa del Otro”.
        En la escritura, el poeta de Los Penitenciales –nos recuerda Evelyne Minard– confiesa  que se propone como meta “tornar el instinto de muerte en energía vital”. En el cuadro  fantasmático forjado por el pequeño Edipo, anteriormente descrito, se advierte la ausencia del  rey. “Allí se descubre sin duda el vacío hacia el cual se inclina el tablero, tal vez allí es donde  yace el nudo de la discordia primordial, que el inconsciente del poeta se esfuerza por cercar y  superar en la creación. Puertas misteriosas que se cierran, urna inexpugnable que guarda el  secreto, edén/matriz, al cual se aspira volver recorriendo el camino olvidado del paraíso  perdido, otras tantas claves que nos invitan a descifrar el código único del sufrimiento,  incomprensible y siempre renovado. En la base, la omnipresencia de la imagen femenina,  madre y mujer confundidas en la asunción triunfante de María/Demeter, dispensadora de la  felicidad elacional, en comunión con la naturaleza y la divinidad. Su iconografía se matiza de  una coloración más sombría cuando el creador la identifica con las imágenes míticas de la  serpiente y de la medusa. En ella se ofrece, en introyección, la figura de la ley paterna bajo la  forma del falo, ausente del triángulo edípico en la persona del padre. Falta el elemento  regulador, está libre el camino para el proceso de reincorporación del niño por parte de la  madre. Al dejar de querer adquirir el falo, se contenta con serlo, para doblegarse al deseo  materno. Si hubiese surgido ahora en la posición tercera” (la del “tercer otro” edípico  templador de la imagen materna, vivido aquí como un algo inalcanzable) “la imagen simbólica  del padre, habría sido, tal vez, la caída vertiginosa en la psicosis”. “Hay que admitir, concluye  E. Minard, que para Humberto Díaz-Casanueva el hueco no se colmó; abriose una apertura  diferente para el poeta, el cual, al apartar de sí el peligro se refugió en un mal menos  definitivo”, transfiriendo y sublimando, exorcísticamente, en una escritura crispada por veladas  transparencias simbólicas y obsesivas su malestar existencial. [13]
         Su poesía puede así ser vista en su movimiento todo como el ascenso dramático de la  conciencia del poeta hacia la formulación de una súplica “a la gran triunfadora que ha  usurpado el trono paterno y obstruido de este modo a su hijo la vía de acceso a su madurez y  a su integralidad.” Sólo que –”paradoja cruel”– en este despojo del atributo simbólico residiría  el origen del impulso creador de un espíritu “irresistiblemente fascinado por su perdición”, y  que sin embargo halla en la poesía una ansiada realidad de salvación secretamente expresada.  El poeta intenta así colmar con el material bruto de su oscura creación dicha ausencia, y,  mucho más que conjurar la acechanza de la “muerte succionadora”, busca en la comunicación  poner pie en la realidad.
        Más acá de la línea de inteligibilidad trazada por las categorías psico–críticas empleadas  por la autora, se “teje la madeja de la comunicación como un puente ilusorio, pero vital,  echado entre el Yo del poeta y aquel Otro inalcanzable”, confundido a menudo con la imagen  especularia. Más allá de esa línea de horizonte, como ella misma admite, el texto se embosca  detrás de los deslindes de su misterio indomeñable.
        
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        El ensayo de Evelyne Minard es uno los más rigurosos asedios críticos que haya  merecido hasta hoy la obra de Díaz-Casanueva, y sin duda el empeño más novedoso de  interpretación global y exhumación sistemática de la trama de los significados recónditos de su  escritura.
         La contribución decisiva que esta investigación aporta a su conocimiento se prolonga  en la publicación, en 1989, de la primera selección antológica bilingüe, castellano/francés, del  poeta chileno. [14] Desafío éste de no menor envergadura que el de su desentrañamiento crítico,  no tanto por las dificultades mismas de la versión en francés, que al fin de cuentas, y sin  desmerecer esta hazaña traductora particular, sólo elevan de unos grados las complicaciones  propias de toda traducción de poesía, sino por las barreras culturales que entre las tradiciones  líricas francesa y latinoamericana levanta en Francia un conocimiento por lo menos parcelado  e inconexo del proceso de esta última.
         Valga evocar a este respecto una situación, en general, de “desconsoladora  desproporción entre narrativa, bastante bien representada, y poesía”, según la escritora e  investigadora argentina Rosalba Campra. Aunque ambas expresiones, prosa y poesía, en otro  plano compartan el mismo conocimiento sumario, formado de estereotipos tenaces sobre la  realidad cultural de aquel continente, asimilada a un colorismo pintoresco pasablemente  exótico. Estos clichés, no son sino el reflejo fiel de aquellos prejuicios sobre la realidad  latinoamericana a secas, que la relegan a la condición de lugar proveedor de emociones  contingentes. [15]
        De modo evidente, la poesía de Díaz-Casanueva no carece de rasgos desviadores  respecto de buena parte de la lírica chilena y latinoamericana. Sin embargo, en ella se hace más  acentuada una cierta vocación cosmopolita propia a la poesía chilena en su variado conjunto.  Pero, la “universalidad” de su designio lírico (aspiración, por lo demás, a la que no son ajenos  ni Huidobro y la Mistral, ni Neruda ni, por cierto, Rosamel del Valle) se traduce, en especial,  en el eclipsamiento de todo localismo referencial, incluso con beneficio de inventario  metafórico y al servicio de “imágenes primordiales”. O se revela de manera más patente en la  instalación de su verbo en una suerte de retórica de la atemporalidad. Con todo, las palabras  que el poeta sabe poner de relieve, su selección, la vecindad o la lejanía lexical que, entre unas y  otras, él les prepara, sus mutuos espejeos, en fin, el repertorio del que han sido, por así decir,  tomadas en préstamo para su uso en el texto, poseen una resonancia familiar para un lector o  auditor chileno. Las virtudes de esta traducción, que Evelyne Minard con exceso de modestia  consigna en su opción de “atenerse lo más cerca al original”, salvaguardan en francés los  numerosos registros contrastados de un lenguaje poético que se forja en la proximidad a una  lengua en acto, untuosa, maculada de realidad. Como un desafío más para su traducción,  proliferan, en efecto, en esta poesía de lirismo severo una multitud de prosaísmos, arcaísmos,  giros coloquiales y hasta guiños y fraseos familiares a veces nada eufónicos, disonancias  aventurosas deliberadas entre otros sutiles arrestos de humor verbal. En ellos radica a menudo  aquella dimensión irreductible al acto traductor. Para salvar esta prueba con la dignidad del  resultado obtenido, se ha requerido, pues, toda la estrecha intimidad de años de frecuentación  de las tradiciones de lengua literaria castellana y, por qué no, chilena, de parte de una lectora ante todo fascinada por el fulgor de una palabra poética cuya comunión traspasa “las barreras  de lo racional, de la 'comprensión' a nivel lingüístico”. [16]
        
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        En sus terrenos respectivos, las publicaciones mencionadas marcan a la manera de  hitos significativos un repunte relevante en el conocimiento y “fulguración actual” [17]  de una  figura poética de innegable valor. A la luz de ellas, y entre otros cometidos de estudio que se  imponen con urgencia, se hace sentir, paralelamente a la renovación crítica del conjunto de la  obra de Díaz-Casanueva, la necesidad de una revisión de sus lecturas anteriores. Esta labor  exigiría, por supuesto, la atención de especialistas y no nos parece prudente ni materialmente  pertinente abordar aquí esta tentativa. Haciendo acopio, sin embargo, de los fueros de un  lector curioso, permítasenos completar estas notas con algunas consideraciones que van por  esa vía.  
        En el estudio introductorio a una antología fundamental para la documentación y  comprensión de la situación de la lírica chilena de post-guerra, sitúa Jorge Elliott el conjunto  de la obra de Humberto Díaz-Casanueva, hasta sus últimas obras de por entonces, La estatua  de Sal (1947) y La Hija Vertiginosa (1954), entre las más grandes de la poesía chilena moderna. [18]  No se trata del primer crítico advertido que, hasta esa fecha, haya incurrido en tal atestado,  aunque tal vez sea el primero, en el contexto chileno, en haberlo hecho con voluntad  consagratoria y dado a este juicio una justificación atendible. [19]  No obstante, el desafío que la escritura del poeta de El Blasfemo Coronado ha representado en Chile para la crítica, queda ya de  manifiesto en los propósitos de Elliott.
         Su análisis pone de relieve la síntesis que el poeta opera entre los dos polos de la nóesis  reflexiva y la sensibilidad emotiva. Descarta respecto suyo el expediente fácil y equívoco de  poeta “metafísico”, en el sentido en que este epíteto se aplica, por ejemplo, a aquella tradición  que en el caso inglés va de John Donne a T.S. Eliot, y, sin que la poesía del chileno sea  totalmente heterogénea respecto de dicha vertiente, sugiere para ella una proximidad más  patente con la inspiración romántica al estilo de Blake, Whitman, Hölderlin, y “tal vez, precisa,  Rilke”.  
        En refuerzo de su punto de vista, Elliott subraya el tono sombrío de los poemas de  Humberto Díaz-Casanueva, su estado de ánimo desolado propio de una individualidad que se  afirma en la intuición de un fracaso impregnado de agnosticismo radical en cuanto a lograr  una certidumbre sólida de la validez ontológica del mundo exterior a la esfera del ser del  individuo. Entidad la suya que “existe y mira su profundidad interior sensitiva, compleja,  tierna, compasiva y, sobre todo, viviente, y la ve suspendida en un abismo confuso, indiferente,  ciego y derrotador”. Conciencia pávida, en sentido estricto, que sin embargo rehúsa hallar  refugio en el amparo místico y le prefiere toda la extensa intemperie del humano desconsuelo.  Sin embargo, advierte Elliott, a la lectura, esta poesía tras la cual espejea una visión  existencialista del mundo, no se impide despertar en nosotros un cierto sentimiento místico,  en el sentido de la iniciación a un misterio trascendente. Por lo demás, ciertas profesiones de fe  del propio poeta refrendan dicho sentimiento: luego de asimilar su Vigilia por dentro a “la  imagen que condensa intuiciones mágicas y pre-metafísicas”, declara el poeta en uno de sus  textos “programáticos” reunidos en La Víspera, “Poesía”, de 1934: “He querido trabajar en los  propios orígenes emocionales del pensamiento poético ahí mismo donde poderes dionisíacos  nublan la conciencia clarificadora hasta asfixiarla en la expresión, antes de que sucedan la  ordenación y sucesión lógicas”.  
        Elliott pesquisa en su trabajo crítico las ligeras mutaciones progresivas de esta primera  postura que van afirmándose a partir de Vigilia por dentro, al mismo tiempo que reafirman su  deslizamiento hacia la oscuridad expresiva. Consecuencia ésta del desvanecimiento de la referencia a experiencias concretas, o sea, dicho con palabras de Middleton Murry, citadas por  Elliott, de un debilitamiento del empeño de “levantar un mapa de un mundo interno  inconmensurable y reducir a términos tangibles lo insubstancial”.  
        La oscuridad es, en efecto, un rasgo omnipresente en su obra ulterior, y, en cierto  modo, es su impronta inquietante lo que sella mejor que otras toda su empresa lírica: “Sol /  Hemos de condescender / Hemos de arder a / oscuras” (Los Penitenciales). Oscuridad inducida,  ante todo, como bien lo señala dicho antologador, por el uso de “palabras con un sentido  oblicuo difícil de captar”, no menos que por el “significado simbólico personal” que el poeta  les confiere. Elliott atribuye a este procedimiento de aproximaciones indirectas, no sin alguna  razón, la búsqueda de una sutileza expresiva, cuyo origen, por otro lado, él mismo hace  remontar a una arcaica práctica taumatúrgica residual, venida a encallar más tarde en los  meandros retóricos del barroquismo, contra los que el empeño poético de Humberto Díaz Casanueva  se ve preservado por su autenticidad, por su propósito de “rehuir todo libertinaje y  facilidad y aceptar el cilicio”.  
        La demostración de Elliott culmina apelando, no sin reservas, a una suerte de  paráfrasis esclarecedora o de versión alternativa, de recreación “en claro”, de un fragmento de  La Hija vertiginosa; artilugio experimental que no carece, por cierto, de algún interés  hermenéutico. Pero el crítico anglo–chileno, al cabo de su operación, no extrae mucho más  que un par de conclusiones de módica cuantía exegética: pasablemente tautológica, la una, sólo  atina a imputar el hermetismo del poeta a “una razón poderosa e íntima”, sobre la cual, con  púdico recato, no cupiera interrogarse. Insuficiente, la otra, que sospecha subsanable el alto  grado de dicho hermetismo mediante un mejor afinamiento de los medios que en el poema  determinan su “música verbal”, dosificando rítmicamente en su “dicción” la “substancia  poética”. Solución consistente, según antigua fórmula, en articular “música y sentido” según  un principio de “necesidad”, como sucede, apunta Elliott, con el hermetismo encantatorio  nerudiano. La oscuridad o hermetismo de Díaz-Casanueva, nociones que nuestro crítico  convierte aquí implícitamente en sinónimas, equivaldría, en cierto modo y por el contrario, a  “una espesura de velos” superpuestos en los que sensiblemente va a enmallarse, embozándose,  el vuelo de una materia poética de otro modo comunicable sin ambages.  
        Aunque del juicio de Elliott se pueda colegir que la oscuridad que signa esta poesía no  se trata para nada de un empeño frustrado de comunicar, o de un desfallecimiento del  cometido del poeta en su tentativa de reducción de lo “insubstancial a lo tangible”, que forzara a claudicar nuestra voluntad de “colaboración” con el texto, para usar una expresión del  mismo Elliott, y que ella es, como bien previene este último, una forma eficaz de expresar, ello  no empece que, a falta de un desarrollo exegético cabal, éste deje entrever ahí un rasgo  aflictivo, una “oscuridad sospechosa”.  
        Dicha interpretación se inclina volens nolens por la conclusión de una “forma” tortuosa  de decir, más bien que por la de un contenido de por sí mismo oscuro, de un algo referido y  sólo referible por medio de esa forma, próxima en cierto modo de aquella “oscura claridad”  de los místicos hispánicos. En su parti pris, renuente a las orientaciones teóricas que hacia los  años 50 comienzan a despuntar en Chile, Elliott prefiere a la vía ofrecida por la ontogenia de  un lenguaje poético individual, aquella más tradicional de la filogenia de un cierto lenguaje  arcano, desplegado desde las formas oraculares al criticismo barroco o al hermetismo  simbolista, en el cual dicha obra vendría a inscribirse culturalmente.  
        A partir de otro corpus crítico, desde otra generación y tres lustros después de la  redacción del estudio antológico de Elliott, José Miguel Ibañez Langlois esboza una valoración  crítica ligeramente diferente. A lo largo de su obra, Díaz-Casanueva incurriría, por así decirlo,  en una oscuridad, de “geometría variable”, que se modifica siguiendo un movimiento que va,  en sus tres primeros libros sostenidos por la búsqueda del destello verbal, desde una cierta  “gratuidad juvenil, siempre al borde de un subjetivismo sin fronteras” [20] y que da libre curso a  una imaginación desapegada del anclaje explícito en las coordenadas de la experiencia, hasta la  palabra substancial y conmovida de Requiem, “libro padecido y libro logrado de una vez por  todas, como se logra el milagro, sea en religión, sea en literatura”, según palabras de Gabriela  Mistral. Hay acuerdo justamente entre numerosos críticos para ver en él “el primer gran  triunfo expresivo” de Humberto Díaz-Casanueva. “Este célebre poema hace visibles, en el  contraste de su grandeza, los límites de su obra anterior (...) Requiem contiene una rotunda  experiencia humana, a la vez clara y misteriosa –la muerte de su madre–; las imágenes, en su  delirante curso, están, sin embargo, al servicio de esta experiencia, de su revelación en la  palabra, y una intensa emoción las penetra en profundidad” [21].
         Este mismo crítico chileno da un paso hacia la respuesta al “problema poético” de  Díaz-Casanueva; formula así una distinción más o menos evidente entre obras alternativamente surgidas de un designio emotivo de expresión más bien concreta, y aquellas  signadas por un pensamiento mítico “que desarrolla una intuición de signo rilkeano sobre la  vida y la muerte”, pero representada en un lenguaje alegórico, perlado de alusiones metafísicas  cuando no mistagógicas, en suma, en un lenguaje abstracto. El primer tipo de obras encuentra  su fórmula acabada, su “corporeidad poética”, por supuesto, en Requiem; dicha corporeidad no  se cristaliza en las obras del segundo tipo sino en Los Penitenciales, de 1960.  
        El poemario de 1960, en cuya textualidad se hace patente una visión mitológica o  metafísica, supera la tentación alegórica, pues, dice el crítico, esta visión se vuelve aquí  “presencia encarnada en las imágenes, arraigada en un secreto ritmo, en una concreta música  interior”. La síntesis de música y sentido aquí prefigura aquella “del pensamiento profundo y  de la emoción”, dando forma “a la intuición metafísica y al sentimiento en el interior mismo  de las imágenes, en su ritmo y corporeidad”. [22]
         Elliott e Ibañez Langlois coinciden en medir el “crecimiento” de la poética de Díaz-Casanueva  con el rasero de su soporte extrapoético, o sea, por el modo progresivo como sus  poemas irían remitiendo al mundo de la experiencia, y los avatares de la biografía  conquistando un terreno objetivo que el poema trasuntaría cada vez más claramente. El  hallazgo de esta epifanía de la concreción referencial en el cuerpo de las figuraciones del texto  poético es el error clásico en que incurre toda aproximación “mimética” del poema, y que  Michael Riffaterre llama la “ilusión referencial”. [23]
        
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        La discusión de las opciones críticas señaladas exigiría por nuestra parte contraponer a  ellas un análisis acabado de los textos en cuestión. En su defecto, nos contentaremos aquí con  hacer notar que en la idea de su crecimiento hacia la claridad, en el que nada impide ver un  proceso de madurez no sólo estética, no es claro que el tipo de aproximación interpretativa  que la propugna vea otra cosa más que atenuamiento progresivo de una obscuridad en el  fondo subsanable. La “tesis referencialista”, por ejemplo, atenta como está a concebir el  sentido poético como mímesis, desdeña la posibilidad misma de que la oscuridad de Díaz-Casanueva  encierre en su necesidad la construcción de una significación propiamente poética  un poco más compleja que la de las dificultades truculentas que enmascaran la solución de un  acertijo. No cuenta con que esas “oscuridades” sean tales sólo a un nivel elemental del  discurso, y que transferidas a otro más elevado en la jerarquía textual puedan revelar el  verdadero “tema” del texto poético. Dicho “tema”, no sería ya el reflejo de una realidad  exterior sino una serie de modulaciones mutuamente equivalentes de una matriz original o  estructura temática simbólica, que dichas variaciones tienen por función la de enmascarar  hasta su inhibición. Esta oscuridad, que en este caso particular puede ser algo más densa que  aquella que todo lector de poesía da por descontada en su lectura, es justamente el agente de  su dilucidación. Ella resulta de una primera lectura “mimética” reveladora de un significado  insatisfactorio, gracias a cual puede cumplirse la segunda fase de la lectura poética.
         Para decirlo en los términos de la teoría de la significación poética desarrollada en  nuestros días por M. Riffaterre, la “matriz” original que funda la visión poética de Díaz-Casanueva,  o, si se quiere, que organiza su “poeticidad”, está constituida de esos temas y  símbolos de cuño filosófico, a la hora de llamarlos de algún modo, acreditados culturalmente  por la tradición cultural común. Son temas y tópicos que han ido adquiriendo el valor de una  mitología contemporánea a la que el poeta se supone que adhiere y a la que aspira atraer a sus  semejantes. En el cuerpo de los poemas, ellos son fijados en fórmulas estereotípicas e incluso  sólo en vocablos que aisladamente funcionan como palabras/núcleos de aquellas. En lo  esencial, el 'contenido comunicable' de esta estructura mítica remite a aquel recelo radical de una conciencia ante la incapacidad del mundo para disponer de respuestas elocuentes ofertas a  nuestra sed de sentido. Sobre esa estructura, el poeta desarrolla bajo la forma de modulaciones  sucesivas, un juego de merodeos, fintas y contorneos barrocos llevados a la exacerbación. Si  bien el mundo referido, o sea, los datos de alguna experiencia biográfica, de alguna visión  concreta o de algún contenido subjetivo, dan su soporte “visible” a dichas variaciones, no son  ellos la clave de su sentido poético, propiamente dicho. De hecho se trata de un proceso más o  menos complejo de remotivación de los datos de la matriz original compuesta de un  repertorio cultural de otros textos precedentes como la mitología y la tragedia griegas, la biblia,  ciertas tradiciones orales primitivas, los escritos filosóficos de Nietzsche o de Heidegger, etc.  De este modo, en el poema, los términos de la comunicación resultan sometidos a un  reordenamiento: el poema habla de otra cosa que de aquello que se dice en su superficie  textual y que el poeta mismo declara como experiencia inspiradora, así no se trate del  espectáculo de su pequeña hija improvisando una danza ante el espejo (La Hija vertiginosa), o el  dolor ante la muerte de su madre (Requiem).  
        Ahora bien, en este “reordenamiento”, que acentúa con particular intensidad, en  detrimento de una lectura “mimética”, consciente o no, la necesidad de su lectura  “semiótica” (simbólica, alegórica, figural, etc.), reside, creemos, todo el problema de su  poesía.  
        Los “datos de la experiencia”, de hecho, no funcionan en esta poesía –ni por lo demás  en ningún discurso poético genuino– como “clave” figural del significado propiamente  poético de los textos. El poema no es el resultado de una paráfrasis o perífrasis de un  “contenido” extraverbal. Y en el caso particular de la poesía de Díaz-Casanueva, es aun más  claro que el referente de sus poemas no es un datum, la realidad extraverbal dada, sino un  constructio movens, una construcción creciente, levantada no ya sobre la semejanza del mundo  extraverbal, sino con aquellos de sus propios materiales verbales producto del afán de  nombrar y comprender ese mundo. Materiales vívidos, por así decir, pero remotivados, o sea,  extraídos primero tal cual de diversas situaciones discursivas concretas, con sus ambigüedades  de nominación, sus ecos polisémicos, sus usos jergales y estatutos comunicativos, etc., y luego  trasegados, revertidos en una serie de imágenes verbales autónomas. Ellas son así ofrecidas no  ya a nuestra capacidad de dilucidación intelectual, sino aquella fruición sensitiva, sensorial,  incluso sinestésica, que el lenguaje es capaz de prodigar desde su materialidad y  substancialidad. 
        En la estructuración de su significación poética (o en términos riffaterrianos, de su  significancia, es decir del verdadero tema del poema), el discurso poético de Díaz-Casanueva no  “sale” del recinto del lenguaje, de “la casa de los signos”, y no sale de allí ni a cuento de  “comunicar” una experiencia interior (emocional, iniciática u otras), ni a cuento de reflejar una  experiencia exterior ora inusual ora ordinaria en el mundo tradicionalmente real de los  hombres, las cosas y los conceptos. Cada poema, cuando no cada imagen, crea una nueva  “variación” a la vez que acrecienta con su aporte el fondo de significaciones poéticamente  inmanentes en que consiste la “matriz” original, por la que ellos, justamente, apuntaban  indirectamente y como a un disparador emocional, a una exterioridad, o sea, a un referente. [24]
        
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        En complemento del llamado de atención sobre su recepción y notoriedad  tácitamente admitida, mencionadas al comienzo de este artículo, y sin la pretensión de entrar  en el problema, de suyo complejo, de la proyección y presencia de esta poesía en el proceso de  renovación poética chilena, cabría al menos señalar que el interés hacia ella de parte de jóvenes  creadores ha conocido ahí rebrotes periódicos. Tal es el caso en los últimos años. [25]
         Aun cuando sea concebible que las condiciones más inmediatas de su lectura en Chile,  en este mismo período, hayan cambiado radicalmente bajo el sello del traumatismo político  reciente, habría aun que indagar en qué y cómo este contexto convulso ha podido favorecer,  mejor que en períodos anteriores, digamos menos inclementes, el acercamiento a una poesía  poco dúctil y menos plegable ella misma a las inflexiones de la coyuntura, tanto como  renuente a los vértigos de las modas literarias. De hecho, de esta escritura, persistente como  pocas en sus lineamientos fundamentales primeros, se puede afirmar que no ha conocido  variación significativa susceptible de reclutar, a causa del efecto revelador de alguna novedad  adquirida, mayores adhesiones ante el hallazgo de toda su escritura preexistente. Tampoco de  parte del poeta, a pesar de su actual residencia en la tierra chilena, han intervenido cambios  notables en sus hábitos de frecuentación y alejamiento alternativos de ella y de su medio  cultural, capaces de reavivar la irradiación de su presencia entre los poetas locales. Si un tal  fenómeno de acercamiento es comprobable, éste no puede sino ser imputado a una modificación sintomática acaecida en las relaciones entre una poesía y su contexto cultural, sin  que aquella haya debido ceder terreno en lo que en ella hay de obstinadamente permanente.  Una nueva permeabilidad espiritual en cierto modo ha secretado la necesidad de tomar de  nuevo pie en los fundamentos mismos del cometido poético original, que una obra concreta y  preexistente venía ofreciendo con el propio cumplimiento de su “Canto / Forrado de imán /  Atravesando el olvido”.  
        Adhesión y reconocimiento también paradójicos, pues, más adictos habitualmente a  los lenguajes poéticos coloquialistas y “referenciales” o a un tipo de escritura experimental y en  todo caso presurosa de “comunicatividad” circunstancial, éstos jóvenes no han dejado de ver  en ella, no ya un modelo formal, un estilo que imitar, sino una ilustración concreta e  intransferible de aquella dimensión irredenta de toda poesía, cuya lectura reviste el carácter de  una experiencia de recuperación del contacto vivo con lo más inherente a la palabra poética de  todas las épocas. Es esta conciencia de la autonomía del lenguaje poético respecto de las  servidumbres de la “prosa del mundo”, asumida gallardamente desde siempre y en sus  consecuencias extremas, lo que ha debido estimular a más de alguno de los jóvenes poetas  actuales a volver a tomar pie en “el flujo de una escritura liberada de las trabas de la razón  instrumental”. [26]  
        Por otro lado, no resultaría del todo incongruo advertir en la “fulguración actual” [27] de  esta poesía, una manifestación distante pero nada arbitraria de un hecho cultural de gran  escala, ya señalado en numerosas ocasiones, y al cual el lejano Chile de estos mismos días no  podría escapar. Se trata de un poderoso recrudecimiento de aquella preocupación espiritual en  torno a la elucidación de cuestiones de deontología, de ética, de política, y de la resurgencia de  esfuerzos de puesta al día de viejas interrogantes sobre la cuestión de los orígenes (del  Universo lo mismo que de la vida); si no de la renovación de la constante interrogación sobre  el lenguaje, que plantea ahora, por ejemplo, la reflexión sobre la inteligencia artificial.  Preocupaciones de urgencia filosófica renovada en el ámbito de la práctica del derecho, la  medicina, la genética, la sociobiología, la bioquímica o la astrofísica, y que el pensamiento  actual, reanudando con una antigua deriva espiritual, rehusa confiar sólo a los fueros de la  ciencia “dura”. [28] Este nuevo espesor que adquiere hoy día la reflexión en el seno de aquellas disciplinas, y que desde hace algún tiempo pone en marcha la constitución de una nueva  “ciencia del espíritu”, conjetural y recelosa de las certezas dogmáticas, en reacción contra los  últimos reductos del cientismo positivista decimonónico y de las simplificaciones tecnologistas  de nuestro propio siglo, deja un espacio vasto a los fueros de la subjetividad creadora. [29] En  cierto modo, este giro del espíritu occidental, confiere una inesperada legitimidad a una  ambición poética también de antiguo cuño, que se aventura en un universo de desafíos sin  respuesta exterior, dirigiendo una mirada menos condescendiente hacia una poesía de  indagaciones interiores progresivas y que busca su apoyo en una suerte de lenguaje potenciado  por nominaciones abiertas, por significaciones suspensivas y referencias intransitivas. Ya Paul  Valéry había intentado lo suyo, en este sentido, en la alegoría celebratoria de la intuición  bergsoniana que impregna su Joven Parca; y en el mismo ámbito francés, aunque en otro orden  de preocupación pensante, Ponge, Michaux y René Char ofrecen de este fenómeno pungente  ejemplo. Lo que en suma se pone en pie es una poesía de tensiones y de extensiones  inteligentes (en el sentido de una vigilia intelectual de las mismas); una poesía en cuyas  construcciones cobran visos de realidad ciertos “posibles” verbales a los que todo aleja del  delirio simple (así no fuere “experimental”) pero que ninguna realidad reducida a la esfera  pragmática del Mundo, podría substituir. Sus luces son el síntoma y el correctivo de aquellas  lagunas ignoradas dejadas sin colmar en nuestro oscuro sentimiento de ser y de durar. Una  tentativa, como dice Georges Mounin en exordio a su reflexión sobre René Char, [30] que  pretende substituir (o agregar) al seco y desesperante conocimiento racional del universo, un  conocimiento poético (o sea, franqueado de las servidumbres domésticas, domesticadas,  autocomplaciente en su olvido de los orígenes emocionales y sensitivos de nuestra apropiación  del mundo por el lenguaje) que pueda escapar a aquel otro. Por su relación especial con el  lenguaje, el poeta adviene a la aptitud de asumir aquella exigencia, respondiendo en y por su  creación a la célebre pregunta planteada por Heidegger: “¿Quién podría pretender en nuestros  días sentar familiarmente su residencia tanto en la naturaleza verdadera de la poesía como en  la del pensamiento? ¿Y ser además lo bastante fuerte como para hacer entrar la esencia íntima  de ambos en la extrema discordia para fundar así la concordia de su acuerdo?”. [31]  No está de  más insistir en que no es éste el lugar ni el momento de indagar cómo y hasta qué grado esta poesía singular se las arregla para satisfacer dicha exigencia. En todo caso es claro que si hoy  día ella es objeto de una recepción más entrañada, su “nueva fulguración” no es enteramente  comprensible a través de los vaivenes del gusto literario de una época, ni del efecto iluminativo  que sobre los espíritus ejercerían las contriciones políticas y sus sobrecogimientos periódicos.  Como toda creación genuina, el arte de la palabra deja entrever las vislumbres de una esfera de  realidades que resisten al movimiento de erosión y de génesis de la humana contingencia, y  que, a la vuelta del tiempo, se imponen a ella con secreta evidencia. En su visión de la poesía  como nominación que, nombrando, vuelve real y durable, la obra poética de Humberto DíazCasanueva  cierra con su reconocimiento, ni temprano ni tarde, el círculo de adscripción sin  falla a “esta vasta escuela de la cólera y el ensueño”.  
        París, Julio de 1991.
         
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        NOTAS 
         
        [1]    Texto publicado en el diario La Nación, de Santiago de Chile, (11-II-1953), bajo el título de “Un bello poema  de Humberto Díaz-Casanueva: Requiem”, y reproducido como prólogo de la 4a   edición de ese poema, en 1973.
        [2]    Cf., “Discurso de recepción del Premio Nacional de Literatura”, en 1971. Una observación justa, y aquí  mismo, asaz pertinente, del profesor Jaime Concha, podría servir al mismo tiempo para corroborar la regla y  afirmar su excepción, aplicada a la situación de Díaz-Casanueva respecto de su reconocimiento público en  Chile: “Nuestras repúblicas que en algunos casos y siguiendo la recomendación platónica han desterrado  literalmente a sus poetas, otras veces han elegido enterrarlos vivos, desterrarlos para adentro. Esto explica que  puedan coexistir el más abundante reconocimiento comunitario con una extrema indiferencia. Cuando del  poeta que nadie lee se ha logrado hacer un prócer, entonces el prejuicio de minusvalía ha triunfado  soberanamente”. (Jaime Concha. Rubén Darío. Ed. Júcar, colecc. «Los Poetas» n° 12, Madrid, 1975.).  
        [3]   Entre las excepciones a esta regla, el mismo poeta recuerda que “a mis dieciocho años, al publicar El  Aventurero de Saba, [Raúl] Silva Castro dijo «he dado vueltas y vueltas al libro y no he podido encontrar al  Aventurero y a la tal Saba...»” (En carta a W. R., 12 de abril de 1992). Sin embargo, es dable concebir que esta  mofa desenfadada era imputable al sentimiento de impunidad mezclado de alguna prevención intuitiva de parte  de un comentador por entonces también muy joven pero ya prometido al rango de crítico oficial del  establishment literario chileno, ante la obra de un autor bisoño que con intrepidez se apartaba de los marcos en  vigencia, y que a su modo de ver, y a falta de mayor compromiso crítico, le parecía digna, cuando más, de una  amonestación provisional. En aquel primer cuarto de siglo, en efecto, la tradición oponía todo el peso de los  gustos, ideales y hábitos heredados a las nuevas ideas en poesía (una idea nueva, como se sabe, no se parece a  nada), y, como observa Jaime Concha, “los poetas vanguardistas caían bajo el peor baldón, el del ridículo”. Por  otra parte, los instrumentos de análisis del fenómeno poético en Chile se hallaban, a la sazón, en un estado  rudimentario, que oscilaba entre el historicismo ingenuo y el impresionismo subjetivo. A lo que Silva Castro  debió agregar algo de su insensibilidad proverbial frente al lenguaje poético innovador y disruptivo de las  vanguardias aún en germen. Es lo que explica que dicho estudioso no pare mientes años más tarde en publicar  unas páginas célebres vapuleando el valor literario de la obra de Gabriela Mistral. Se cuenta en corrillos que  posteriormente a que la gran poetisa chilena fuera coronada con el Premio Nobel de Literatura, Silva Castro,  puso toda la paciencia propia a su vocación de investigador acucioso en la actividad, paradójica para un  historiador y repertoriador de las letras, de retirar de la circulación y hasta de los estantes de las bibliotecas el  malhadado opúsculo.
         [Addenda: Menos excusable, por claramente expeditiva, es una reciente reseña crítica, de acrimonia paroxística,  debida al articulista literario oficial del diario chileno El Mercurio, Ignacio Valente (J. M. Ibañez Langlois), a  propósito del último libro de Díaz-Casanueva, Vox Tatuada (1991). Con la modestia equívoca de un Io non so  leggere (“Puede que me falte inteligencia o sensibilidad para acceder a la epifanía del misterio, tal vez accesible a  otros”), dicho crítico confiesa su incompetencia para calar esta vez en el universo del poeta, y claudica sin más  ante el esfuerzo de análisis e indagación, tildando la obra de oscuridad y hermetismo que él juzga, a pesar de su  abstención, gratuitos amén de contumaces: “Los poetas enfrentan hoy en forma mayoritaria –dictamina  Valente– el desafío de cargar un lenguaje claro y a menudo coloquial con cargas de profundidad más sutiles que  los meros fulgores –a menudo oropeles– de la oscuridad verbal. Sin embargo, hay autores que aun prefieren  trabajar como artífices de las tinieblas (...) Ellas sugieren profundidades no manifiestas ni verificables, que tal vez no existen para el autor. Pero el lector exige participar del supuesto banquete de la poesía, y no sólo de las  migajas que cayeron de su mesa”. (“Un sobreviviente de la oscuridad poética”, in Revista de Libros, n° 152, El  Mercurio, Santiago de Chile, 29 de marzo de 1992.) En este artículo, Valente prevé rematar en caricatura el  “hermetismo” del poeta como rasgo aflictivo invalidante de su poesía tomada casi en bloque, y con ella toda  una dimensión de la lírica contemporánea. Seguramente menos previsto es el hecho de que, de manera  concomitante, es todo un procedimiento de aproximación crítica que resulta aquí llevado por sí mismo a la  caricatura. Aparecido con posterioridad a la redacción de nuestro ensayo y mientras la primera publicación de  éste se hallaba en prensa –Revista Chilena de Literatura, n° 39, abril de 1992–, este texto en sus premisas tácitas  nos parece más cerca de confirmar que de infirmar nuestra apreciación del tipo de interpretación en el que se  inscribían las orientaciones de Valente/Langlois, notablemente rigidizadas y vueltas al cabo de los años de  comentarista literario todo un criterio monista de estética normativa. (Cf. infra.).]
        [4]   Para un panorama de estos movimientos y acerca de la situación de Díaz-Casanueva en ellos, ver “El  Vanguardismo poético en Hispanoamérica”, in Federico Schopf, Del vanguardismo a la antipoesía. Roma: Bulzoni  Editore, colección. «Letterature Iberiche e Latino-americane», 1986, pp. 37-88.
         [5]   El Premio Nacional de Literatura es la más alta distinción institucional chilena en la materia; por tradición y  por doctrina, equivale a un reconocimiento cívico mayor de los méritos reales, o así considerados, de la obra de  una vida consagrada a las letras. Vicente Huidobro falleció antes de llegar a merecerlo, y entre los poetas  elegidos, Neruda, el laureado más joven, lo obtuvo a los 41 años; el más tardío, Pablo de Rokha, a los 71 años,  tres años antes de suicidarse, Gabriela Mistral solamente seis años después del Premio Nobel (!). En tanto que  distinción oficial corona, por cierto, más gustosamente aquellas “vidas y obra” que satisfacen mayormente un  determinado concepto del orden vigente que el de la aventura, o bien, un razonable compromiso entre ambos.  Ha sido, en todo caso, un buen calibrador del estado de cosas de la “ideología chilena”. La distinción nacional  de Díaz-Casanueva, en 1971, en plena euforia socialista del régimen de Unidad popular, tenía de qué  sorprender a un observador desprevenido. Para los más avezados, era claro que, incuestionable por sus méritos  reales, el poeta del reciente Sol de Lenguas era el candidato señalado para marcar una distancia entre el principio  de independencia creadora sostenido por una mayoría de intelectuales chilenos, sinceramente adeptos del  régimen popular, y un cierto concepto político del “papel de la literatura en una sociedad de cambios”,  encarnado, por ejemplo, en la Incitación al nixonicidio, de Neruda, panfleto poético técnicamente oficial del  régimen popular, en el que algunos pretendían ver el modelo estético de la “revolución chilena”. Numerosos  artículos de prensa de la época, de derecha a izquierda, comentaron de consuno el suceso, testimoniando  tácitamente satisfacción y alivio.  
        [6]   Estas observaciones son válidas para la actividad crítica chilena, sobre todo anterior a 1971. Mayor, más  atenta y más temprana acogida crítica, como señalamos en el cuerpo del presente artículo, ha tenido su obra en  países como Argentina, México y en especial Venezuela, y no menos en España, Bélgica y más actualmente en  Estados Unidos y Francia. Consultar a este respecto la sección II de la “Bibliografía” (“Estudios sobre  Humberto Díaz-Casanueva”), de la notable edición de su Obra Poética, preparada y presentada por Ana María  del Re, publicada en Caracas, en 1988, por la Biblioteca Ayacucho. 
        [7]  Hace ya tres décadas, Fernando Alegría señalaba con justeza dos insuficiencias notorias de la crítica chilena,  responsables de alguna distorsión mayor en la apreciación de la poesía chilena moderna “como unidad de  pensamiento y emoción a través de un rico proceso formativo”. Se trata, por una parte, de su estudio “en un  vacuum, sin relacionarla con la expresión poética del mundo contemporáneo, limitándose a lo sumo a señalar  discutibles influencias o casuales similitudes temáticas”; y por otra, su “tendencia a ver en la poesía el hecho  histórico y no el estético... la biografía del poeta y no su poesía, ni mucho menos el intento teórico que trata de  fundamentarla”. La “timidez e insuficiencia de los críticos”, observa Alegría, no deja de tener que ver con “la  agresividad individualista de los poetas chilenos más famosos”. Celosos de su originalidad, intimidan a quienes  se les acercan con los instrumentos usuales de la literatura comparada; defensores apasionados de su posición  directora, ofenden a sus colegas, llegando a establecer una atmósfera de odio que alcanza a sus discípulos y aun  al público lector... Nadie se atreve a considerarles otra cosa que fenómenos individuales en un vacío celestial  donde giran en órbita propia con un modesto agregado de satélites. Supongo que el crítico que se atreva a  incursionar por los comienzos de la poesía moderna chilena, comparando, examinando, clasificando, no llegaría  a publicar sus conclusiones si pensara solamente en la descarga eléctrica que le espera a manos de polemistas  tan ejercitados y tan sutilmente feroces”. (“Hacia una definición de la poesía chilena contemporánea”, in  Fernando Alegría, Las fronteras del realismo. La Literatura chilena del siglo XX. Santiago de Chile: Edit. Zig–Zag,  1962.). Es probable que este rasgo aflictivo propio a las grandes –y no tan grandes– individualidades poéticas  chilenas persista aún sin cambio ostensible; en todo caso, desde poco antes de la década de los años sesenta y  gracias a una mejor difusión en Chile de orientaciones teóricas y métodos de interpretación nuevos, los  estudios de poesía han venido corrigiendo en medida importante la situación descrita por Alegría, en beneficio  de una actividad crítica dotada de nueva dignidad científica y menos vulnerable a los contragolpes de la  polémica ordinaria. Para una visión de conjunto del tema, ver John P Dyson, La evolución de la crítica literaria en  Chile. Ensayo y bibliografía. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1965.
         [8]  En sus memorias de publicación integral póstuma, Neruda deja momentáneamente de lado su estrategia de  silencio vindicativo y, contra algunos de sus rivales –que por lo demás no se privaron en vida de zaherir de  palabra y letra al poeta de las Residencias–, adopta el recurso más inclemente de la fórmula lapidaria. Raros, y por  ello seguramente significativos, son los casos de poetas, sobre todo vivos, que hayan merecido de su parte un  reconocimiento inequívoco; el expediente más frecuente, en caso de elogio, es el de una ironía puntillista con  toques de simpatía socarrona y de condescendencia vagamente burlesca. Entre ambas fórmulas y con un  epíteto de adhesión compensada, Neruda evoca a propósito de la fundación de la efímera revista Caballo de  bastos, hacia 1925, la personalidad de Díaz-Casanueva, quien, dice, “usaba entonces un suéter con cuello de  tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía, prosigue, era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula”. En el ideario del autor de “Sobre una poesía sin pureza”, se advertirá, lo “inmaculado” no  posee necesariamente una connotación favorecedora, y con el latinajo adverbial que remata la frase no se  transparenta menos un dejo exasperado. (Cf. Pablo NERUDA, Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974.)
        [9]  Una excepción que cabe señalar es la del ensayo lírico/crítico del poeta Rosamel del Valle (1900–1965), La  violencia creadora. Santiago de Chile: Ediciones Panorama, 1959. Díaz-Casanueva mantuvo con éste lazos de  amistad y de colaboración fecundos, en razón no sólo de su proximidad generacional, sino de una relativa  identidad de propósitos estéticos y de ciertas orientaciones teóricas. Este trabajo que no deja de aportar alguna  contribución lúcida para una mejor comprensión de la poesía de Díaz-Casanueva, escapa en mucho, por su  visión introspectiva, subjetiva, a los procedimientos y objetivos disciplinarios del género crítico. Su interés  mayor es, justamente, el de una “aprehensión interiorizada” de la obra de Díaz-Casanueva, tema y variación de  sus ecos más recónditos en un lector íntimamente comprometido en y con ella, y que escribe desde el proyecto  de ella misma.  
         [10]    Cf. Ana María DEL RE, “Prólogo”, op. cit. supra nota 5. Esta edición reproduce en esmerada selección los  textos de trece poemarios, publicados desde 1926 a 1985, que, aparte su “Introducción”, completan una  “Cronología” detallada y una “Bibliografía” exhaustiva.
        [11]  Georges MOUNIN, “Sur une poésie philosophique”, in La communication poétique. Paris : Gallimard, 1969.  
         [12]   Evelyne MINARD, La poesía de Humberto Díaz-Casanueva (Prólogo de Saúl Yurkevich). Santiago de Chile:  Editorial Universitaria, 1988, 217 p.
        [13]  E. Minard op. cit., “Conclusión”, pp. 184-185.
        [14]  Humberto Díaz-Casanueva. Anthologie poétique. Paris: L'Harmattan, coll. «Contre-chant / Amérique Latine»,  1989, 207 p.
        [15]  “Somos míticos, tropicales, andinos o revolucionarios”, ironiza Rosalba Campra en una comunicación  presentada en un reciente coloquio internacional. Una supuesta carencia de “historicidad y de racionalidad” de  antigua convicción, planea, en efecto sobre ciertos registros y niveles espirituales considerados quizás como  prerrogativas europeas, en los que incidiría adventiciamente la literatura latinoamericana. “Así es, prosigue esta  autora, que ciertos nombres han acaparado la atención de críticos y lectores –para bien o para mal, ya que en  muchos casos se los rechaza, tan arbitrariamente como se los ensalza, por el mismo tipo de motivos”... “América existe, por el estremecimiento que provoca su ostensible diferencia, sea en el plano físico, sea en lo  político o cultural. La invasión de títulos latinoamericanos en los catálogos de los editores coincide con el  entusiasmo –o la curiosidad– por la revolución cubana, con el descubrimiento de un poder fabulatorio que  Cien años de soledad expresaba a través de formas en Europa agotadas, con la conmoción por el golpe en  Chile...Son los años del mayo francés, de la muerte del Che Guevara, de los misticismos orientales: una oleada  que llevará al redescubrimiento de América Latina en clave mítico–revolucionaria, y que creará  deslumbramientos, malentendidos y, finalmente, rechazos. Nace así una aproximación por sorpresa, una  afirmación por entusiasmo, y un reptante desinterés, derivado de la saturación que produce el estereotipo  folclórico.” (“Italia frente a la literatura hispanoamericana: descubrimientos, insistencias, olvidos”, in La  literatura hispanoamericana vista desde Europa, Jornada Internacional de Literatura Hispanoamericana, 1988,  Ginebra, Suiza, Fundación Simón I. Patiño, 1989.).
         La situación descrita en este trabajo concierne primordialmente Italia, y puede ser aplicable a Francia, aunque  un cierto esfuerzo editorial en el último decenio ha contribuido allí a corregir el desproveimiento de  traducciones (Cf. catálogo de las ediciones La Différence). Modificación cuantitativa aun insuficiente,  lamentablemente, y que no se apareja a una mejor selectividad y vigilancia cualitativas. El desconocimiento  general, como se sabe, alienta la impunidad. Un botón de muestra: ochenta y cinco años después de su edición  original, la primera versión francesa de una obra clave para comprender la modernidad poética latinoamericana  y castellana, como es Azul de Rubén Darío, ha sido publicada sólo muy recientemente en París; pero su  traducción mediocre, abundante en torpezas y desaciertos, deja todo que desear. A falta de la precaución de  rigor que exige presentar junto a la versión francesa el texto castellano, es dudoso que el lector francés  interesado obtenga de su lectura una visión correcta del valor del gran poeta nicaragüense.
        [16]   Díaz-Casanueva y el “antipoeta” Nicanor Parra pueden ser citados, sin grandes reservas, como figuras  perfectamente antitéticas del panorama poético chileno. Sin embargo estos rasgos particulares de la poesía del  primero (prosaísmos, coloquialismos, humor, etc.) anuncian en cierto modo la estética del antipoema que Parra,  ulteriormente, va a personalizar con genio. La antipoesía parriana constituye además una de las influencias más  patentes de la poesía reciente. Se puede comprobar en ello que la continuidad interna de la tradición poética  chilena, se hace manifiesta incluso, o sobre todo, en sus zonas de rupturas. Razón de más para que la falta de  versiones francesas de los textos fundamentales que jalonan la poesía chilena moderna sea un obstáculo  suplementario que salvar para quien emprende la traducción aislada de algunos de los mismos.  
        [17]  Testimonia de ellos, por ejemplo, un reciente artículo de Federico Schopf, “Díaz-Casanueva: escritura y  trascendencia”, en Literatura y Libros, suplemento del diario La Epoca, Santiago de Chile, 25 de marzo de 1990.  No es inútil observar de paso que la influencia de las grandes figuras de la poesía chilena, surgidas de lo que  llaman la “primera vanguardia”, no ha dejado una descendencia epigónica significativa ni digna de mención.  Las “soluciones de continuidad” de la renovación poética chilena lejos de seguir por imitación discipular  aquellas grandes vías, han operado sobre ellas una asimilación selectiva de ciertos rasgos formales disueltos en  soluciones personales; y en el caso de algunos de los nuevos poetas más importantes, ellas han funcionado más  bien como un «repoussoir». En cambio, dichas influencias podrían, con las salvedades de una representación  gruesamente esquemática, configurar un movimiento pendular amplio entre la “poesía pensante” de DíazCasanueva  y la antipoesía de un Nicanor Parra, o, según otros, la estética “vitalista” de acentos expresionistas  de un Gonzalo Rojas y su “poesía activa”.
         [18]  Jorge Elliott, Antología crítica de la Nueva poesía chilena, Publicaciones del Consejo de Investigaciones Científicas  de la Universidad de Concepción, Concepción, Chile, 1957.
        [19]  Las antologías de poesía han desempeñado un papel particularmente significativo en la historia literaria  latinoamericana, y muy especialmente en la afirmación y difusión de los movimientos de renovación y de vanguardia de la primera mitad del siglo XX. El volumen antológico de J. Elliott, de 1957, ratifica de hecho la  inclusión de Díaz-Casanueva entre las figuras señeras de la lírica latinoamericana moderna en otros dos  anteriores, el Indice de la nueva poesía hispanoamericana, de Alberto Hidalgo, Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges,  publicado en Buenos Aires en 1926, y la Antología de la poesía chilena nueva, de Eduardo Anguita y Volodia  Teitelboim, en Santiago, 1935.
        [20]   J. M. Ibañez Langlois, en “Díaz-Casanueva: «Antología poética»”, en Poesía chilena e hispanoamericana actual,  Biblioteca Popular Nascimento, Santiago de Chile, 1975. Valga recordar que el mismo poeta confesaba en 1934  su “fatiga de un subjetivismo extenuador” (“La Víspera”, cf. op. cit. supra.)  
         [21]  J. M. Ibañez Langlois, cf. op. cit.
        [22]  J.M. Ibañez Langlois, cf. op. cit. (V. Supra nota 3.)  
        [23]   Como se recordará, en la perspectiva teórica, gruesamente resumida, de M. Riffaterre y de la escuela que  analiza el fenómeno poético a partir de una dialéctica entre texto y lector, el lenguaje poético es esencialmente  diferente del uso lingüístico común. La poesía es expresión indirecta, y el poema un objeto estético de  connotaciones afectivas. La representación literaria de la realidad, o mímesis, no es más que la tela de fondo  que hace perceptible este carácter indirecto de la significación. El referente (aquello en lo cual podemos pensar  o a lo que podemos hacer alusión) implica la exterioridad y en ello es la ausencia que suple la presencia de  signos. Contra la crítica tradicional, que reduce el significado poético a la “ilusión referencial” –fenómeno, por  lo demás, inherente a la lengua literaria–, Riffaterre sostiene que ésta no reside en el texto sino en el lector y  lejos de ser un dato objetivo, ella corresponde a la racionalización del texto operada por el lector. El analista  debe mostrar, en su búsqueda de la significación del poema, los mecanismos de dicha racionalidad en la medida  en que ésta se revela insatisfactoria para el lector. Todo se juega entonces en la diferencia entre significación, o  sea el vínculo supuesto entre una palabra y una realidad, y significancia, es decir, aquella relación semántica lateral  constituida a lo largo del texto escrito y que tiende a anular su relación semántica vertical, o sea, la significación  aquella que las palabras pueden tener en el diccionario. El lector que trata de interpretar la referencialidad  culmina en un sinsentido al interior del nuevo marco de referencia dado por el texto. Es este nuevo sentido,  producido y regido por las propiedades del texto, lo que Riffaterre llama significancia. Una de estas propiedades  es que el texto poético está sujeto a una lectura en dos tiempos, o doble recorrido: primero heurístico, por el  que el lector capta la significación (función mimética de las palabras), y, enseguida, hermenéutico, o fase  retroactiva, por el cual capta la significancia. Al cabo de ambos recorridos sucesivos, dicho texto, en su unidad  solidaria de descripción y simbolismo, es percibido como variación sobre una estructura, o matriz ya sea  potencial ya sea actualizada sólo en otro texto. El discurso poético debe entonces ser visto como el  establecimiento de una equivalencia entre una palabra y un texto, o entre un texto y otro texto preexistente. El  rasgo fundamental de la significación poética estriba en que, en poesía, la secuencia verbal no produce un  sentido que se desarrolla progresivamente: es sólo durante la primera lectura que la secuencia verbal funciona como mímesis, agrupando elementos de información. A través del proceso retroactivo señalado, es la semiosis  lo que toma el relevo, y sus componentes discretos son percibidos como variantes del mismo mensaje repetido  sin cesar. La ilusión referencial es sólo la modalidad de percepción de la significancia. La otra propiedad del  texto que es la sobredeterminación, sugiere claramente en su funcionamiento que el texto, poético es  autosuficiente: si hay referencia externa, no es referencia a lo real ni mucho menos. Sólo hay referencia a otros  textos virtuales o preexistentes. (Cf. Michael Riffaterre, “L'illusion référentielle”, in R. Barthes et al., Littérature  et réalité. Paris: Éd. du Seuil, coll. Points, 1982; y Sémiotique de la poésie. Paris: Éd. du Seuil, coll. Poétique, 1978.).
        [24]  No lejos de esta interpretación, aunque desviada hacia la problemática de las condiciones histórico–  culturales del contexto en que surge esta poesía, F. Schopf apunta que en la forma acabada de ésta, “los  símbolos se han separado suficientemente del sistema institucionalizado del que forman parte y se transforman  en significantes o indicaciones, en otra dirección que la establecida.” (Cf. supra loc. cit. nota 16).  
        [25]  Entre otros ejemplos, valga citar el número monográfico, en homenaje a Díaz-Casanueva, publicado por la  revista Lar, nos 8-9, Concepción (Chile), mayo de 1986.
        [26]   F. Schopf, cf. op. cit. supra.
         [27]  F. Schopf, cf. op. cit. supra.  
        [28]   “No hay verdadera filosofía –afirma Michel Serres– sin descendimiento a los infiernos. Las cosas surgen  entonces de la falla bruscamente abierta. Comienza la física, dirán: el sujeto ha desaparecido, adviene el objeto  bruto, luego, elaborado. La pasión mortal del sabio revela el nacimiento de los objetos del saber. (...) Existe una  antropología de las ciencias. Ella las acompaña, silenciosa, inaudita. Constituye su leyenda: el cómo de su  lectura” (Cf. “Le retour d'Empédocle”, Statues, Paris, Champs/ Flammarion, 1987.).
        [29]  Comentando el cuestionamiento heideggeriano de la “técnica devastadora” puesta en pie por Occidente, y  en comunión con lo esencial de este pensamiento, Georges Steiner sustenta que “la tecnología es ahora, en  muchos sentidos, una pesadilla que amenaza subyugar e incluso destruir a su creador (...) Comprender este  proceso trágico, caer en cuenta de que la tecnicidad falsa ha llevado a la humanidad al borde del abismo de la  devastación ecológica y del suicidio político es también tomar conciencia de que la salvación es posible, que  debe ser posible (...) La fatalidad de la técnica reside en el hecho de que hemos roto los lazos que unían technè  y poiésis. Es hora de volverse hacia los poetas”. (G. Steiner. Martin Heidegger. The Viking-Press-New York,  1978.)
         [30]  “L'apprentissage de la poésie”, in G. Mounin, op. cit. 
         [31] Cf. M. Heidegger, Chemins qui ne mènent nulle part. Paris: Gallimard, 1962, p.226.
         
         
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        *La presente publicación de este ensayo corresponde a su versión integral recogida en Waldo  Rojas, Poesía y cultura poética en Chile. Aportes críticos, Editorial Universidad de Santiago, Santiago  de Chile, 2001.