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Humberto Díaz-Casanueva: Refulgencias y relecturas, reconocimiento y relevación*

Por Waldo Rojas
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La recepción y la vigencia de la obra del poeta chileno Humberto-Díaz Casanueva constituyen un fenómeno de ribetes paradójicos. Es el suyo el caso de una escritura de apariencias desconcertantes, de dificultades meticulosas, como si en su propósito hubiera el ánimo de inducir a perplejidad nuestros hábitos de lectura heredados, contrariándolos uno a uno al descoyuntar el andamiaje de sentidos que sostiene en el lenguaje nuestra relación sosegadora con lo real. Escritura que pese a todo no incurre en dislocaciones antojadizas del orden gramatical, aunque tampoco admite cubrirse con los artificios retóricos de la seducción y, por ello, exhibe rispidez y severidad como signos de la voluntad del poeta de disuadir cualquier acercamiento desaplicado. Estos y otros rasgos de arduidad, constantes todo a lo largo de una obra, no han impedido a su autor beneficiar de las preseas de una pronta, durable, notoriedad y aprecio laudatorio.

Adquirida de temprano su reputación de “valor de nuestras letras”, un nimbo de respetabilidad espiritual ha rodeado de manera casi emblemática la persona y el nombre mismo del poeta por más de medio siglo. Un respeto literalmente mudo, si nos atenemos a la escasa locuacidad de las razones literarias que lo inspiran: hasta 1960, sólo se cuenta algo más de una veintena de reseñas y artículos críticos breves sobre su poesía, aunque de cuyo limitado número sobresalgan las páginas de una carta sinceramente elogiosa, sobriamente conceptuosa, de Gabriela Mistral en comentario del poema Requiem, y que esa misiva por si misma equivalga a muchos coronamientos. [1]

Cuán justificada sea la reputación del poeta por una lectura de amplio radio de extensión y por una asimilación en toda la intensidad de su poesía, no nos parece una cuestión primordial. Posee sin duda la escritura suya un raro poder enmudecedor. Ser sensible a esa potencia intimidante es quizás una manera de haber entrado ya en su comprensión. Se trata, por otra parte, de una poesía a la que no se adviene sin un mínimo de bagaje. Pese a todo, estos poemas que alguien llamó “oraculares y laberínticos”, han gozado del nimbo protector de una especie de asentimiento y reverencia previos en un sector de gentes informadas notoriamente más vasto que el círculo siempre restringido de los lectores iniciados. Lo cual no carece de mérito en un país en donde los laureles de la nombradía literaria, en especial aquellos de la poesía nacional, han sido distribuidos en conformidad con antiguos hábitos culturales de inspiración pragmática dictados por imperativos escolares o ciudadanos poco conciliables con el registro de una poesía que su propio autor juzgará “no apta para el sentido común ni para la consagración cívica”. [2]

Aun cuando reducida en su cuantía, la crítica chilena ha sido para el poeta indefectiblemente halagüeña. Y su acogida de parte de otros poetas y escritores chilenos de edades y ámbitos diversos, jamás descomedida del todo. Su poesía fue saludada desde la publicación de su primera obra de juventud, El aventurero de Saba, en 1926, cuando el poeta no alcanzaba aun la veintena. [3] Y cuando ya en ella, su voz se instalaba, tan celosa de su independencia como clara en su voluntad de preservar su personalidad peculiar, [4] en medio de la encrucijada o punto de dispersión de los diversos movimientos espirituales y literarios de la vanguardia latinoamericana de los años 20.

Sin embargo, desde entonces y hasta el momento de aparición de sus obras mayores, durante la década de los años sesenta y la fecha en que el poeta obtiene el más alto galardón literario de Chile, en 1971, [5] pocos fueron quienes intentaron ahondar en el conocimiento de una obra heterodoxa y abordar con más inteligencia crítica que convicción espontánea el estudio de sus recursos formales y de sus fundamentos estéticos. [6] Por más de cuarenta años, esa opinión sostenidamente encomiástica, sólo se contentó, salvo excepción de regla, con el recurso de verterse en un juicio de valor, circunspecto, parsimonioso, más adjetivo que propiamente exegético.

Valga recordar que la poesía de Díaz-Casanueva brota y cobra altura en un período convulso, favorable al desarrollo de tomas de conciencia inconformistas y polémicas, y no sólo respecto de las conmociones políticas y sociales chilenas propias del primer tercio del siglo. Momentos aquellos en que se yerguen en toda su estatura las expresiones variadas y contrastantes de grandes figuras de la lírica chilena, como Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Neruda y Gabriela Mistral; personalidades fuertes, todas ellas, que ejercen, cada una desde su particular centro de irradiación, un poderoso atractivo y pronto un estrecho vasallaje. Que se trata de una época de agitaciones vanguardistas, en la que la gente de letras no se privó de querellas de escuela ni escatimó las rivalidades de cenáculos, volviendo de rigor la práctica del juicio antojadizo, del descrédito artero y de la descalificación expeditiva por la palabra o por el silencio igualmente intencionados. [7]

Las largas ausencias de Chile a que circunstancias diversas forzaron al poeta, antes de que él mismo asumiera un nomadismo voluntario e intermitente, sin duda le evitaron verse involucrado en algunas de aquellas reyertas, y quizás expliquen, por encima de sus méritos intrínsecos, el que su poesía haya sido preservada de la ferocidad literaria nacional que no perdonó a los otros grandes vates. [8] Sólo que, a diferencia de aquellos y aunque lo uno no ustifique lo otro ni sea su gaje necesario, la crítica literaria de por entonces se limitó en su comento en insistir en algunas fórmulas celebratorias. Las reseñas y menciones sobre una producción relativamente espaciada en el tiempo, advierten de modo repetido la singularidad del poeta, aplauden su rigor, testimonian de la audacia de templada severidad de su verbo y señalan su poder de sugerencia y de enigma, el valor sensitivo y la fuerza contenida de una imaginación que propulsan soterradas incitaciones “metafísicas”, “órficas” o “místicas”, celebran en fin, la impresión de autenticidad del sentimiento que la inspira. En el curso de los años, estas fórmulas someras, quizás justas en algún punto, han ido adquiriendo la inconsistencia de un automatismo, convertidas en panoplia de tenaces lugares comunes por obra de la repetición incontinente. Tras su rótulo es dable advertir que se enmascara toda la dificultad insalvable de dar cuenta, a partir de las categorías tradicionales de la crítica literaria, de una poesía de significaciones más o menos indómitas, que bajo aquella perspectiva ordinaria no podría sino ofrecer un espectáculo tan imponente como amedrentador, la visión de un paisaje lírico tortuoso, clausurado por el sello de un hermetismo desarmante. [9]

Su recepción exterior, por el contrario, ha gozado de mejores auspicios. Tempranamente sus libros han suscitado fuera de su país natal interés y atención crítica, en América latina o en España, y en el caso de Venezuela se puede hablar de un entusiasmo colectivo singular de parte de las figuras más destacadas del medio cultural de ese país.


2

Los últimos años han sido especialmente fecundos en la valoración y difusión de la obra de Díaz-Casanueva. En primer lugar, debe ser mencionada la publicación, en 1988, de su Obra poética, preparada y presentada por Ana María del Re, [10] en un trabajo erudito y acucioso que materializa el interés personal activo, “reflejo de un sentimiento, de una vivencia profunda”, de una profesora e investigadora venezolana, por el conocimiento íntimo de la escritura del poeta chileno. Añadida a una selección de lo esencial de la obra publicada, reúne ella por primera vez la síntesis de un esmerado acopio de documentos biográficos así como de informaciones personales obtenidas de primera fuente en conversaciones y entrevistas; material lúcidamente compulsado a la reflexión estética explícita del poeta y a su poesía, cuya cronología de producción le ofrece un esquema progresivo de comprensión y análisis del conjunto de ella. Su cometido es prosopográfico y exegético, y la perspectiva adoptada apunta a dilucidar el vínculo entre los dispositivos retóricos de Díaz-Casanueva y sus opciones intelectuales en relación estrecha con ciertos contenidos culturales de su tiempo: las «vanguardias» literarias europeas, en especial el movimiento expresionista, la reacción filosófica antirracionalista, el rebrote de interés por la tradición romántica, el psicoanálisis y la fenomenología, la filosofía existencialista alemana y, en general, sus experiencias de frecuentación personal de artistas de lengua y cultura alemanas, novelistas y poetas, pintores y músicos, a partir de los años treinta. Según la autora, están aquí presentes los ingredientes que, juntamente con algunos episodios cristalizados en una suerte de biografía emocional y a la manera de correlatos objetivos, han contribuido, a la génesis del sistema simbólico del poeta. Es, justamente, en este último que ella ve una de las dimensiones claves de la “complejidad formal y semántica” de su poesía.

A través del recorrido de su obra, paso a paso, Ana María del Re se propone mostrar en el texto de su presentación, cómo en una escritura que busca conscientemente su soporte imaginario en un horizonte de significaciones culturalmente codificadas por la literatura, se van articulando exigencias no sólo estéticas, sino éticas y fundadas en la apertura secular hacia el mundo de las realidades incluso contingentes, aunque fuera de toda concesión a la ilusión realista.

Uno de sus aspectos más polémicos, objeto de malentendidos frecuentes e irritantes, encuentra en la presentación de Ana María del Re un especial esfuerzo de aclaración. Contra una opinión corriente, demuestra la autora que “si bien una posición «filosófica», una actitud «metafísica» propiamente dicha, signan al poeta y a su obra entera, ésta nunca ha sido concebida –como sostiene él mismo– según «planes abstractos» ni «ideas metafísicas deliberadas»”. Observación sobremanera pertinente, pues, para justificar el epíteto de “filosófica” atribuido a su poesía, no basta, por supuesto, con parar mientes en ciertos tópicos, giros o truismos venerables provenientes del pensamiento filosófico contemporáneo, por frecuentes que sean, engastados en la trama textual de los poemas. En cierto modo, componen ellos un fondo de materiales residuales que, en términos de una biografía intelectual, nos retrotraen al hecho biográfico de que el poeta orientó en su juventud sus estudios académicos hacia la filosofía, cuyo cultivo en un momento llegó él a vislumbrar como su verdadera vocación. No basta tampoco atribuir al poeta la pretensión de poner en versos un sistema filosófico preexistente o descubierto por él. Esa misma formación filosófica suya lo pone a cubierto de tal ilusión, impidiéndole ignorar que hoy en día (a diferencia, por ejemplo, de la época de Lucrecio) la expresión del conocimiento filosófico, posee sus propios protocolos disciplinarios y se halla separada de la puesta en juego de las emociones que puede provocar este mismo conocimiento. No son, pues, las ideas filosóficas, ideas relativas a la imagen del universo y al destino de los hombres en este universo –las más vastas y más abstractas que sea dable concebir–, sino su traducción en emociones, su impacto en el plano de una sensibilidad emocionalmente predispuesta, gracias a las dotes imaginarias del poeta que él es, lo que hace de su escritura una poesía “filosófica”. “La mayoría de nuestros contemporáneos –comprueba Georges Mounin– piensan en un mundo y sienten en otro”. [11] Pocos poetas han sabido expresar y hacernos experimentar aquellas emociones verdaderas, justas, en acuerdo con nuestra concepción moderna del mundo, a la que, conscientemente o no, los hombres de hoy adhieren intelectualmente. Emociones nacidas de relaciones verdaderas que se instauran entre nuestra representación del universo y nuestra sensibilidad; expresadas en la trama verbal del poema, ellas colman una apetencia emocional específica, mucho menos comúnmente satisfecha por la poesía que nuestro sentimiento de la naturaleza, del amor o del hecho humano. Transmutadas en poema, esas emociones se adscribirán en adelante al orden del fenómeno poético. Por lo tanto, su sentido efectivo no podría revelarse en una lectura “filosófica”, sino en aquella sensible a la fruición sensorial de la palabra, lectura exploratoria que lo mismo se aventura en los meandros de la imaginación que se tardea en la reflexión. El marco propio de su análisis no es, pues, el del pensamiento sobre las consistencias de toda la esfera de lo real, sino más bien aquel sobre las funciones significantes y las relaciones entre sistemas de signos, aquel que indaga acerca de los mecanismos que generan el sentido propio del lenguaje de la poesía.


3

El mismo año 1988 aparece en Chile en versión castellana el vasto ensayo de Evelyne Minard La poesía de Humberto Díaz-Casanueva. [12] Fruto de “siete años de investigación minuciosa”, como en exordio advierte la autora, este trabajo de organización rigurosa y de obstinada pesquisa exegética, contiene la materia de su memoria de doctorado universitario. A las exigencias de documentación probante y de argumentación conceptual disciplinaria, constricciones a las que no podría ser ajeno este tipo de empresa académica, Evelyne Minard ha sabido incorporar, en el aparataje metodológico de su investigación, la vivacidad original de aquella seducción motivadora nacida de un “descubrimiento casual” y de una “lectura fascinada”, que revistieron en su primer momento el carácter de una revelación. Su trabajo crítico toma pie en la materia “del escrito para remontar a la fuente”, y evitando ceder a la doble tentación del comentario “impresionista” y de la interpretación reductora, aspira a avanzar por los laberintos recónditos y sinuosos de esta poesía “de fabulación introspectiva”, proyectando las luces de su propio esfuerzo indagatorio “sin desintegrar lo poético, fragmentarlo, reducirlo a una red de imágenes o de recursos de la estilística”.

El punto de observación elegido por Evelyne Minard se inscribe con originalidad y precauciones claras en el marco de una corriente psicocrítica fundada en las teorías de Freud sobre el hecho onírico, ampliadas en su alcance. Correlativamente a la opción de estas categorías de análisis, revisadas en vista de la singularidad imaginaria que presenta esta poesía, la autora ha debido necesariamente construir previamente su objeto de estudio, constituyéndolo a partir del reagrupamiento de aquellas imágenes que, diseminadas en toda la amplitud de la obra de Díaz-Casanueva, poseen una más alta carga simbólica. Ello exige abolir las “variables” biográficas, la conexión cronológica entre los textos, y, en general, la cuestión de la “evolución” de un lenguaje. Implica, no menos, desentenderse de los problemas formales de estilo y de prosodia, y, principalmente, inhibir todo diálogo con los datos de una “filosofía” implícita a los poemas, restando la pertinencia significativa al horizonte “metafísico” comprobable o atribuible a la fórmula textual de su escritura. A pesar de la presencia recurrente de formulaciones aforísticas de cuño nietzscheano, husserliano o heideggeriano, no ha escapado a Evelyne Minard que la “tesis” freudiana conviene particularmente al “registro” angustioso y al funcionamiento simbólico del imaginario poético de Díaz-Casanueva. Como no escapa a ella que ambas direcciones, existencialista y psicoanalítica, son radicalmente contradictorias. Para Freud, en efecto, la angustia por excelencia es la angustia de la castración, y su fuente primera reside en el temor de una pérdida o de una separación prematura de la madre; dicha angustia de castración remitiría entonces al temor de perder el órgano que permite el retorno a la madre o al substituto de ella. Digamos de paso, en favor de la elección de la “tesis” freudiana, que a diferencia de la concepción existencialista, como la de Heidegger, que ve en el Urangst –esa aprehensión primordial de la nada que eternamente amenaza de envolver al hombre– un dato primario e irreductible, para Freud el temor de la muerte es una forma derivada y disfrazada de la angustia de la castración, puesto que originalmente el hombre no posee concepto de la muerte o de la nada.

Huelga precisar que no es nuestra intención pasar aquí en revista este trabajo de largo aliento y de compleja organización crítica. Pero nos parece oportuno llamar la atención sobre esta empresa hermenéutica cuyos riesgos no son de ningún modo ocultados, y el trazado de cuyos límites determina explícitamente el espacio de validez de su asedio. Más acá de ellos, la autora se propone volver inteligible aquello que los destellos del imaginario poético del poeta comunican con el modo como la poesía opera su “comunión” con el lector. Una radical voluntad de comunicación, afirma, anima con una suerte de fervor exasperado esta “poesía pensante”, como ella la designa con justeza, e incluso –asevera– dicho cometido la define entera. Voluntad cruzada de designios conflictivos, contradictorios, en pugna consigo misma, pues el lenguaje que la materializa “recompone a medida que él cree haberlos destruido” aquellos mismos obstáculos interpuestos entre el escritor y el lector y que su “lucha incesante” se empeña dramáticamente en derribar. Dicho conflicto, afirma Evelyne Minard, está en la base de esta poesía, y traduce el enfrentamiento de dos “lenguajes”, el del Mundo aquejado de inconsistencia en su realidad, y que podemos asimilar al de la palabra ordinaria y sus funciones, y el del poeta, cuya palabra arduamente, abisalmente, interior, afirma su existencia ante los embates de la Nada.

Esta “idea poética” de la Nada trasunta un sentimiento oscuro e indecible; en ella se emboza una conjura de negaciones intimidantes: la muerte carnal del hombre, su finitud, el silencio que acecha detrás de toda afirmación del ser, el riesgo del error que condena sin apelación, la desesperanza ante una existencia sin sentido dado, la impotencia de no poseer el “saber” huidizo en el que residiría la armonía del individuo y el Mundo, o bien, dada la imperfección radical del poeta, la impotencia mayor de poseerlo obscuramente y serle vedado nombrarlo o volverlo audible desde la soledad que su palabra erige, como una fortaleza de piedra, en torno suyo. Este trabajo de Sísifo de comunicar inexpugnablemente, encuentra, según la autora, sus razones o sus lóbregas sinrazones en la resistencia que la escritura traduce a “desnudar las defensas que protegen al autor de la agresión exterior, y de las fuerzas más oscuras, ocultas, que desde dentro corroen los cimientos”. Por ello su “obra entera está impregnada de sentimiento de culpa, de símbolos religiosos, rituales, litúrgicos que identifican la trayectoria iniciática del poeta con la persona de Cristo, o la figura de Prometeo”.

Es a un corpus interpretativo de este orden, al que con mayor holgura conducen los visos y cambiantes de “las piezas maestras de este juego de ajedrez ancestral, que la triada familiar (madre, padre, hijo) reconstituye incansablemente”. En primer lugar, los temas del espejo, de la sombra y del doble le permiten estudiar “el narcisismo del autor”; enseguida, es el principio explicativo basado en “la quiebra del proceso de compensación narcísico” cuya aplicación analítica justifica ese “despliegue desesperante de imágenes de mutilación, de fragmentación, donde se expresa la angustia obsesiva de la castración”, venido del inconsciente del poeta y que los textos trasuntan diversamente. Ahí se revelan los dispositivos simbólicos ocultos (deseo inconsciente de retorno al regazo intrauterino de la madre), la búsqueda ardua del poeta de una integridad, perdida al cabo de un proceso de regresión al complejo de castración; ahí se delata, asimismo, la impronta del “sentimiento de irrealidad” que lo aqueja y la percepción, a él debida, del mundo como “insólito, vaciado de substancia, hueco y evanescente”, que algunos textos llevan a la alucinación misma. Estado, pues, de “enajenación” de ribetes sicóticos, que redunda en la plasmación de una angustia y de un sentimiento del exterior como amenaza inquietante. Por esta misma indagación de la “herida narcisista” del autor, esta reflexión penetra, a través del “tema de la soledad y de la relación con el Otro”, en la clave de un desequilibrio sin compensación ulterior, que en el historial inconsciente del poeta se remontaría a la separación natal de la madre. La posición central, omnipresente, de la figura materna preside entonces todo comercio con el Otro, retrotrayendo esta relación al nexo maternal primitivo, volviéndola exigencia de una “relación especular ideal, al modo de un nuevo cordón umbilical”, excluyente de la posibilidad de toda otra. La frustración de ese comercio en el que el poeta se invierte, o todo lo que es percibido como tal frustración, provoca un sentimiento de pérdida desoladora de alguna substancia esencial, de sangría libidinal, desencadenando las “impresiones de vacío y de nada” que obran en las imágenes del poeta, como otras tantas manifestaciones en las que la autora vislumbra sus “tendencias esquizoides”.

El trabajo se prosigue precisando el papel de la muerte en el proceso de “anonadamiento”, largamente estudiado. La angustia de la muerte, dice, “remite a la angustia de la castración, y la desintegración alienante del cuerpo no hace más que anticiparse a la obra de Tánatos”, o pulsión de muerte que la falencia narcísica mueve a percibir como el único objeto del deseo. “La matriz original, tradicionalmente identificada con la muerte, capullo protector hacia el cual el niño aspira a regresar, captura al poeta y al cerrarse sobre él, contribuye a levantar el muro que lo separa del Otro”.

En la escritura, el poeta de Los Penitenciales –nos recuerda Evelyne Minard– confiesa que se propone como meta “tornar el instinto de muerte en energía vital”. En el cuadro fantasmático forjado por el pequeño Edipo, anteriormente descrito, se advierte la ausencia del rey. “Allí se descubre sin duda el vacío hacia el cual se inclina el tablero, tal vez allí es donde yace el nudo de la discordia primordial, que el inconsciente del poeta se esfuerza por cercar y superar en la creación. Puertas misteriosas que se cierran, urna inexpugnable que guarda el secreto, edén/matriz, al cual se aspira volver recorriendo el camino olvidado del paraíso perdido, otras tantas claves que nos invitan a descifrar el código único del sufrimiento, incomprensible y siempre renovado. En la base, la omnipresencia de la imagen femenina, madre y mujer confundidas en la asunción triunfante de María/Demeter, dispensadora de la felicidad elacional, en comunión con la naturaleza y la divinidad. Su iconografía se matiza de una coloración más sombría cuando el creador la identifica con las imágenes míticas de la serpiente y de la medusa. En ella se ofrece, en introyección, la figura de la ley paterna bajo la forma del falo, ausente del triángulo edípico en la persona del padre. Falta el elemento regulador, está libre el camino para el proceso de reincorporación del niño por parte de la madre. Al dejar de querer adquirir el falo, se contenta con serlo, para doblegarse al deseo materno. Si hubiese surgido ahora en la posición tercera” (la del “tercer otro” edípico templador de la imagen materna, vivido aquí como un algo inalcanzable) “la imagen simbólica del padre, habría sido, tal vez, la caída vertiginosa en la psicosis”. “Hay que admitir, concluye E. Minard, que para Humberto Díaz-Casanueva el hueco no se colmó; abriose una apertura diferente para el poeta, el cual, al apartar de sí el peligro se refugió en un mal menos definitivo”, transfiriendo y sublimando, exorcísticamente, en una escritura crispada por veladas transparencias simbólicas y obsesivas su malestar existencial. [13]

Su poesía puede así ser vista en su movimiento todo como el ascenso dramático de la conciencia del poeta hacia la formulación de una súplica “a la gran triunfadora que ha usurpado el trono paterno y obstruido de este modo a su hijo la vía de acceso a su madurez y a su integralidad.” Sólo que –”paradoja cruel”– en este despojo del atributo simbólico residiría el origen del impulso creador de un espíritu “irresistiblemente fascinado por su perdición”, y que sin embargo halla en la poesía una ansiada realidad de salvación secretamente expresada. El poeta intenta así colmar con el material bruto de su oscura creación dicha ausencia, y, mucho más que conjurar la acechanza de la “muerte succionadora”, busca en la comunicación poner pie en la realidad.

Más acá de la línea de inteligibilidad trazada por las categorías psico–críticas empleadas por la autora, se “teje la madeja de la comunicación como un puente ilusorio, pero vital, echado entre el Yo del poeta y aquel Otro inalcanzable”, confundido a menudo con la imagen especularia. Más allá de esa línea de horizonte, como ella misma admite, el texto se embosca detrás de los deslindes de su misterio indomeñable.


4

El ensayo de Evelyne Minard es uno los más rigurosos asedios críticos que haya merecido hasta hoy la obra de Díaz-Casanueva, y sin duda el empeño más novedoso de interpretación global y exhumación sistemática de la trama de los significados recónditos de su escritura.

La contribución decisiva que esta investigación aporta a su conocimiento se prolonga en la publicación, en 1989, de la primera selección antológica bilingüe, castellano/francés, del poeta chileno. [14] Desafío éste de no menor envergadura que el de su desentrañamiento crítico, no tanto por las dificultades mismas de la versión en francés, que al fin de cuentas, y sin desmerecer esta hazaña traductora particular, sólo elevan de unos grados las complicaciones propias de toda traducción de poesía, sino por las barreras culturales que entre las tradiciones líricas francesa y latinoamericana levanta en Francia un conocimiento por lo menos parcelado e inconexo del proceso de esta última.

Valga evocar a este respecto una situación, en general, de “desconsoladora desproporción entre narrativa, bastante bien representada, y poesía”, según la escritora e investigadora argentina Rosalba Campra. Aunque ambas expresiones, prosa y poesía, en otro plano compartan el mismo conocimiento sumario, formado de estereotipos tenaces sobre la realidad cultural de aquel continente, asimilada a un colorismo pintoresco pasablemente exótico. Estos clichés, no son sino el reflejo fiel de aquellos prejuicios sobre la realidad latinoamericana a secas, que la relegan a la condición de lugar proveedor de emociones contingentes. [15]

De modo evidente, la poesía de Díaz-Casanueva no carece de rasgos desviadores respecto de buena parte de la lírica chilena y latinoamericana. Sin embargo, en ella se hace más acentuada una cierta vocación cosmopolita propia a la poesía chilena en su variado conjunto. Pero, la “universalidad” de su designio lírico (aspiración, por lo demás, a la que no son ajenos ni Huidobro y la Mistral, ni Neruda ni, por cierto, Rosamel del Valle) se traduce, en especial, en el eclipsamiento de todo localismo referencial, incluso con beneficio de inventario metafórico y al servicio de “imágenes primordiales”. O se revela de manera más patente en la instalación de su verbo en una suerte de retórica de la atemporalidad. Con todo, las palabras que el poeta sabe poner de relieve, su selección, la vecindad o la lejanía lexical que, entre unas y otras, él les prepara, sus mutuos espejeos, en fin, el repertorio del que han sido, por así decir, tomadas en préstamo para su uso en el texto, poseen una resonancia familiar para un lector o auditor chileno. Las virtudes de esta traducción, que Evelyne Minard con exceso de modestia consigna en su opción de “atenerse lo más cerca al original”, salvaguardan en francés los numerosos registros contrastados de un lenguaje poético que se forja en la proximidad a una lengua en acto, untuosa, maculada de realidad. Como un desafío más para su traducción, proliferan, en efecto, en esta poesía de lirismo severo una multitud de prosaísmos, arcaísmos, giros coloquiales y hasta guiños y fraseos familiares a veces nada eufónicos, disonancias aventurosas deliberadas entre otros sutiles arrestos de humor verbal. En ellos radica a menudo aquella dimensión irreductible al acto traductor. Para salvar esta prueba con la dignidad del resultado obtenido, se ha requerido, pues, toda la estrecha intimidad de años de frecuentación de las tradiciones de lengua literaria castellana y, por qué no, chilena, de parte de una lectora ante todo fascinada por el fulgor de una palabra poética cuya comunión traspasa “las barreras de lo racional, de la 'comprensión' a nivel lingüístico”. [16]


5

En sus terrenos respectivos, las publicaciones mencionadas marcan a la manera de hitos significativos un repunte relevante en el conocimiento y “fulguración actual” [17] de una figura poética de innegable valor. A la luz de ellas, y entre otros cometidos de estudio que se imponen con urgencia, se hace sentir, paralelamente a la renovación crítica del conjunto de la obra de Díaz-Casanueva, la necesidad de una revisión de sus lecturas anteriores. Esta labor exigiría, por supuesto, la atención de especialistas y no nos parece prudente ni materialmente pertinente abordar aquí esta tentativa. Haciendo acopio, sin embargo, de los fueros de un lector curioso, permítasenos completar estas notas con algunas consideraciones que van por esa vía.

En el estudio introductorio a una antología fundamental para la documentación y comprensión de la situación de la lírica chilena de post-guerra, sitúa Jorge Elliott el conjunto de la obra de Humberto Díaz-Casanueva, hasta sus últimas obras de por entonces, La estatua de Sal (1947) y La Hija Vertiginosa (1954), entre las más grandes de la poesía chilena moderna. [18] No se trata del primer crítico advertido que, hasta esa fecha, haya incurrido en tal atestado, aunque tal vez sea el primero, en el contexto chileno, en haberlo hecho con voluntad consagratoria y dado a este juicio una justificación atendible. [19] No obstante, el desafío que la escritura del poeta de El Blasfemo Coronado ha representado en Chile para la crítica, queda ya de manifiesto en los propósitos de Elliott.

Su análisis pone de relieve la síntesis que el poeta opera entre los dos polos de la nóesis reflexiva y la sensibilidad emotiva. Descarta respecto suyo el expediente fácil y equívoco de poeta “metafísico”, en el sentido en que este epíteto se aplica, por ejemplo, a aquella tradición que en el caso inglés va de John Donne a T.S. Eliot, y, sin que la poesía del chileno sea totalmente heterogénea respecto de dicha vertiente, sugiere para ella una proximidad más patente con la inspiración romántica al estilo de Blake, Whitman, Hölderlin, y “tal vez, precisa, Rilke”.

En refuerzo de su punto de vista, Elliott subraya el tono sombrío de los poemas de Humberto Díaz-Casanueva, su estado de ánimo desolado propio de una individualidad que se afirma en la intuición de un fracaso impregnado de agnosticismo radical en cuanto a lograr una certidumbre sólida de la validez ontológica del mundo exterior a la esfera del ser del individuo. Entidad la suya que “existe y mira su profundidad interior sensitiva, compleja, tierna, compasiva y, sobre todo, viviente, y la ve suspendida en un abismo confuso, indiferente, ciego y derrotador”. Conciencia pávida, en sentido estricto, que sin embargo rehúsa hallar refugio en el amparo místico y le prefiere toda la extensa intemperie del humano desconsuelo. Sin embargo, advierte Elliott, a la lectura, esta poesía tras la cual espejea una visión existencialista del mundo, no se impide despertar en nosotros un cierto sentimiento místico, en el sentido de la iniciación a un misterio trascendente. Por lo demás, ciertas profesiones de fe del propio poeta refrendan dicho sentimiento: luego de asimilar su Vigilia por dentro a “la imagen que condensa intuiciones mágicas y pre-metafísicas”, declara el poeta en uno de sus textos “programáticos” reunidos en La Víspera, “Poesía”, de 1934: “He querido trabajar en los propios orígenes emocionales del pensamiento poético ahí mismo donde poderes dionisíacos nublan la conciencia clarificadora hasta asfixiarla en la expresión, antes de que sucedan la ordenación y sucesión lógicas”.

Elliott pesquisa en su trabajo crítico las ligeras mutaciones progresivas de esta primera postura que van afirmándose a partir de Vigilia por dentro, al mismo tiempo que reafirman su deslizamiento hacia la oscuridad expresiva. Consecuencia ésta del desvanecimiento de la referencia a experiencias concretas, o sea, dicho con palabras de Middleton Murry, citadas por Elliott, de un debilitamiento del empeño de “levantar un mapa de un mundo interno inconmensurable y reducir a términos tangibles lo insubstancial”.

La oscuridad es, en efecto, un rasgo omnipresente en su obra ulterior, y, en cierto modo, es su impronta inquietante lo que sella mejor que otras toda su empresa lírica: “Sol / Hemos de condescender / Hemos de arder a / oscuras” (Los Penitenciales). Oscuridad inducida, ante todo, como bien lo señala dicho antologador, por el uso de “palabras con un sentido oblicuo difícil de captar”, no menos que por el “significado simbólico personal” que el poeta les confiere. Elliott atribuye a este procedimiento de aproximaciones indirectas, no sin alguna razón, la búsqueda de una sutileza expresiva, cuyo origen, por otro lado, él mismo hace remontar a una arcaica práctica taumatúrgica residual, venida a encallar más tarde en los meandros retóricos del barroquismo, contra los que el empeño poético de Humberto Díaz Casanueva se ve preservado por su autenticidad, por su propósito de “rehuir todo libertinaje y facilidad y aceptar el cilicio”.

La demostración de Elliott culmina apelando, no sin reservas, a una suerte de paráfrasis esclarecedora o de versión alternativa, de recreación “en claro”, de un fragmento de La Hija vertiginosa; artilugio experimental que no carece, por cierto, de algún interés hermenéutico. Pero el crítico anglo–chileno, al cabo de su operación, no extrae mucho más que un par de conclusiones de módica cuantía exegética: pasablemente tautológica, la una, sólo atina a imputar el hermetismo del poeta a “una razón poderosa e íntima”, sobre la cual, con púdico recato, no cupiera interrogarse. Insuficiente, la otra, que sospecha subsanable el alto grado de dicho hermetismo mediante un mejor afinamiento de los medios que en el poema determinan su “música verbal”, dosificando rítmicamente en su “dicción” la “substancia poética”. Solución consistente, según antigua fórmula, en articular “música y sentido” según un principio de “necesidad”, como sucede, apunta Elliott, con el hermetismo encantatorio nerudiano. La oscuridad o hermetismo de Díaz-Casanueva, nociones que nuestro crítico convierte aquí implícitamente en sinónimas, equivaldría, en cierto modo y por el contrario, a “una espesura de velos” superpuestos en los que sensiblemente va a enmallarse, embozándose, el vuelo de una materia poética de otro modo comunicable sin ambages.

Aunque del juicio de Elliott se pueda colegir que la oscuridad que signa esta poesía no se trata para nada de un empeño frustrado de comunicar, o de un desfallecimiento del cometido del poeta en su tentativa de reducción de lo “insubstancial a lo tangible”, que forzara a claudicar nuestra voluntad de “colaboración” con el texto, para usar una expresión del mismo Elliott, y que ella es, como bien previene este último, una forma eficaz de expresar, ello no empece que, a falta de un desarrollo exegético cabal, éste deje entrever ahí un rasgo aflictivo, una “oscuridad sospechosa”.

Dicha interpretación se inclina volens nolens por la conclusión de una “forma” tortuosa de decir, más bien que por la de un contenido de por sí mismo oscuro, de un algo referido y sólo referible por medio de esa forma, próxima en cierto modo de aquella “oscura claridad” de los místicos hispánicos. En su parti pris, renuente a las orientaciones teóricas que hacia los años 50 comienzan a despuntar en Chile, Elliott prefiere a la vía ofrecida por la ontogenia de un lenguaje poético individual, aquella más tradicional de la filogenia de un cierto lenguaje arcano, desplegado desde las formas oraculares al criticismo barroco o al hermetismo simbolista, en el cual dicha obra vendría a inscribirse culturalmente.

A partir de otro corpus crítico, desde otra generación y tres lustros después de la redacción del estudio antológico de Elliott, José Miguel Ibañez Langlois esboza una valoración crítica ligeramente diferente. A lo largo de su obra, Díaz-Casanueva incurriría, por así decirlo, en una oscuridad, de “geometría variable”, que se modifica siguiendo un movimiento que va, en sus tres primeros libros sostenidos por la búsqueda del destello verbal, desde una cierta “gratuidad juvenil, siempre al borde de un subjetivismo sin fronteras” [20] y que da libre curso a una imaginación desapegada del anclaje explícito en las coordenadas de la experiencia, hasta la palabra substancial y conmovida de Requiem, “libro padecido y libro logrado de una vez por todas, como se logra el milagro, sea en religión, sea en literatura”, según palabras de Gabriela Mistral. Hay acuerdo justamente entre numerosos críticos para ver en él “el primer gran triunfo expresivo” de Humberto Díaz-Casanueva. “Este célebre poema hace visibles, en el contraste de su grandeza, los límites de su obra anterior (...) Requiem contiene una rotunda experiencia humana, a la vez clara y misteriosa –la muerte de su madre–; las imágenes, en su delirante curso, están, sin embargo, al servicio de esta experiencia, de su revelación en la palabra, y una intensa emoción las penetra en profundidad” [21].

Este mismo crítico chileno da un paso hacia la respuesta al “problema poético” de Díaz-Casanueva; formula así una distinción más o menos evidente entre obras alternativamente surgidas de un designio emotivo de expresión más bien concreta, y aquellas signadas por un pensamiento mítico “que desarrolla una intuición de signo rilkeano sobre la vida y la muerte”, pero representada en un lenguaje alegórico, perlado de alusiones metafísicas cuando no mistagógicas, en suma, en un lenguaje abstracto. El primer tipo de obras encuentra su fórmula acabada, su “corporeidad poética”, por supuesto, en Requiem; dicha corporeidad no se cristaliza en las obras del segundo tipo sino en Los Penitenciales, de 1960.

El poemario de 1960, en cuya textualidad se hace patente una visión mitológica o metafísica, supera la tentación alegórica, pues, dice el crítico, esta visión se vuelve aquí “presencia encarnada en las imágenes, arraigada en un secreto ritmo, en una concreta música interior”. La síntesis de música y sentido aquí prefigura aquella “del pensamiento profundo y de la emoción”, dando forma “a la intuición metafísica y al sentimiento en el interior mismo de las imágenes, en su ritmo y corporeidad”. [22]

Elliott e Ibañez Langlois coinciden en medir el “crecimiento” de la poética de Díaz-Casanueva con el rasero de su soporte extrapoético, o sea, por el modo progresivo como sus poemas irían remitiendo al mundo de la experiencia, y los avatares de la biografía conquistando un terreno objetivo que el poema trasuntaría cada vez más claramente. El hallazgo de esta epifanía de la concreción referencial en el cuerpo de las figuraciones del texto poético es el error clásico en que incurre toda aproximación “mimética” del poema, y que Michael Riffaterre llama la “ilusión referencial”. [23]

6

La discusión de las opciones críticas señaladas exigiría por nuestra parte contraponer a ellas un análisis acabado de los textos en cuestión. En su defecto, nos contentaremos aquí con hacer notar que en la idea de su crecimiento hacia la claridad, en el que nada impide ver un proceso de madurez no sólo estética, no es claro que el tipo de aproximación interpretativa que la propugna vea otra cosa más que atenuamiento progresivo de una obscuridad en el fondo subsanable. La “tesis referencialista”, por ejemplo, atenta como está a concebir el sentido poético como mímesis, desdeña la posibilidad misma de que la oscuridad de Díaz-Casanueva encierre en su necesidad la construcción de una significación propiamente poética un poco más compleja que la de las dificultades truculentas que enmascaran la solución de un acertijo. No cuenta con que esas “oscuridades” sean tales sólo a un nivel elemental del discurso, y que transferidas a otro más elevado en la jerarquía textual puedan revelar el verdadero “tema” del texto poético. Dicho “tema”, no sería ya el reflejo de una realidad exterior sino una serie de modulaciones mutuamente equivalentes de una matriz original o estructura temática simbólica, que dichas variaciones tienen por función la de enmascarar hasta su inhibición. Esta oscuridad, que en este caso particular puede ser algo más densa que aquella que todo lector de poesía da por descontada en su lectura, es justamente el agente de su dilucidación. Ella resulta de una primera lectura “mimética” reveladora de un significado insatisfactorio, gracias a cual puede cumplirse la segunda fase de la lectura poética.

Para decirlo en los términos de la teoría de la significación poética desarrollada en nuestros días por M. Riffaterre, la “matriz” original que funda la visión poética de Díaz-Casanueva, o, si se quiere, que organiza su “poeticidad”, está constituida de esos temas y símbolos de cuño filosófico, a la hora de llamarlos de algún modo, acreditados culturalmente por la tradición cultural común. Son temas y tópicos que han ido adquiriendo el valor de una mitología contemporánea a la que el poeta se supone que adhiere y a la que aspira atraer a sus semejantes. En el cuerpo de los poemas, ellos son fijados en fórmulas estereotípicas e incluso sólo en vocablos que aisladamente funcionan como palabras/núcleos de aquellas. En lo esencial, el 'contenido comunicable' de esta estructura mítica remite a aquel recelo radical de una conciencia ante la incapacidad del mundo para disponer de respuestas elocuentes ofertas a nuestra sed de sentido. Sobre esa estructura, el poeta desarrolla bajo la forma de modulaciones sucesivas, un juego de merodeos, fintas y contorneos barrocos llevados a la exacerbación. Si bien el mundo referido, o sea, los datos de alguna experiencia biográfica, de alguna visión concreta o de algún contenido subjetivo, dan su soporte “visible” a dichas variaciones, no son ellos la clave de su sentido poético, propiamente dicho. De hecho se trata de un proceso más o menos complejo de remotivación de los datos de la matriz original compuesta de un repertorio cultural de otros textos precedentes como la mitología y la tragedia griegas, la biblia, ciertas tradiciones orales primitivas, los escritos filosóficos de Nietzsche o de Heidegger, etc. De este modo, en el poema, los términos de la comunicación resultan sometidos a un reordenamiento: el poema habla de otra cosa que de aquello que se dice en su superficie textual y que el poeta mismo declara como experiencia inspiradora, así no se trate del espectáculo de su pequeña hija improvisando una danza ante el espejo (La Hija vertiginosa), o el dolor ante la muerte de su madre (Requiem).

Ahora bien, en este “reordenamiento”, que acentúa con particular intensidad, en detrimento de una lectura “mimética”, consciente o no, la necesidad de su lectura “semiótica” (simbólica, alegórica, figural, etc.), reside, creemos, todo el problema de su poesía.

Los “datos de la experiencia”, de hecho, no funcionan en esta poesía –ni por lo demás en ningún discurso poético genuino– como “clave” figural del significado propiamente poético de los textos. El poema no es el resultado de una paráfrasis o perífrasis de un “contenido” extraverbal. Y en el caso particular de la poesía de Díaz-Casanueva, es aun más claro que el referente de sus poemas no es un datum, la realidad extraverbal dada, sino un constructio movens, una construcción creciente, levantada no ya sobre la semejanza del mundo extraverbal, sino con aquellos de sus propios materiales verbales producto del afán de nombrar y comprender ese mundo. Materiales vívidos, por así decir, pero remotivados, o sea, extraídos primero tal cual de diversas situaciones discursivas concretas, con sus ambigüedades de nominación, sus ecos polisémicos, sus usos jergales y estatutos comunicativos, etc., y luego trasegados, revertidos en una serie de imágenes verbales autónomas. Ellas son así ofrecidas no ya a nuestra capacidad de dilucidación intelectual, sino aquella fruición sensitiva, sensorial, incluso sinestésica, que el lenguaje es capaz de prodigar desde su materialidad y substancialidad.

En la estructuración de su significación poética (o en términos riffaterrianos, de su significancia, es decir del verdadero tema del poema), el discurso poético de Díaz-Casanueva no “sale” del recinto del lenguaje, de “la casa de los signos”, y no sale de allí ni a cuento de “comunicar” una experiencia interior (emocional, iniciática u otras), ni a cuento de reflejar una experiencia exterior ora inusual ora ordinaria en el mundo tradicionalmente real de los hombres, las cosas y los conceptos. Cada poema, cuando no cada imagen, crea una nueva “variación” a la vez que acrecienta con su aporte el fondo de significaciones poéticamente inmanentes en que consiste la “matriz” original, por la que ellos, justamente, apuntaban indirectamente y como a un disparador emocional, a una exterioridad, o sea, a un referente. [24]


7

En complemento del llamado de atención sobre su recepción y notoriedad tácitamente admitida, mencionadas al comienzo de este artículo, y sin la pretensión de entrar en el problema, de suyo complejo, de la proyección y presencia de esta poesía en el proceso de renovación poética chilena, cabría al menos señalar que el interés hacia ella de parte de jóvenes creadores ha conocido ahí rebrotes periódicos. Tal es el caso en los últimos años. [25]

Aun cuando sea concebible que las condiciones más inmediatas de su lectura en Chile, en este mismo período, hayan cambiado radicalmente bajo el sello del traumatismo político reciente, habría aun que indagar en qué y cómo este contexto convulso ha podido favorecer, mejor que en períodos anteriores, digamos menos inclementes, el acercamiento a una poesía poco dúctil y menos plegable ella misma a las inflexiones de la coyuntura, tanto como renuente a los vértigos de las modas literarias. De hecho, de esta escritura, persistente como pocas en sus lineamientos fundamentales primeros, se puede afirmar que no ha conocido variación significativa susceptible de reclutar, a causa del efecto revelador de alguna novedad adquirida, mayores adhesiones ante el hallazgo de toda su escritura preexistente. Tampoco de parte del poeta, a pesar de su actual residencia en la tierra chilena, han intervenido cambios notables en sus hábitos de frecuentación y alejamiento alternativos de ella y de su medio cultural, capaces de reavivar la irradiación de su presencia entre los poetas locales. Si un tal fenómeno de acercamiento es comprobable, éste no puede sino ser imputado a una modificación sintomática acaecida en las relaciones entre una poesía y su contexto cultural, sin que aquella haya debido ceder terreno en lo que en ella hay de obstinadamente permanente. Una nueva permeabilidad espiritual en cierto modo ha secretado la necesidad de tomar de nuevo pie en los fundamentos mismos del cometido poético original, que una obra concreta y preexistente venía ofreciendo con el propio cumplimiento de su “Canto / Forrado de imán / Atravesando el olvido”.

Adhesión y reconocimiento también paradójicos, pues, más adictos habitualmente a los lenguajes poéticos coloquialistas y “referenciales” o a un tipo de escritura experimental y en todo caso presurosa de “comunicatividad” circunstancial, éstos jóvenes no han dejado de ver en ella, no ya un modelo formal, un estilo que imitar, sino una ilustración concreta e intransferible de aquella dimensión irredenta de toda poesía, cuya lectura reviste el carácter de una experiencia de recuperación del contacto vivo con lo más inherente a la palabra poética de todas las épocas. Es esta conciencia de la autonomía del lenguaje poético respecto de las servidumbres de la “prosa del mundo”, asumida gallardamente desde siempre y en sus consecuencias extremas, lo que ha debido estimular a más de alguno de los jóvenes poetas actuales a volver a tomar pie en “el flujo de una escritura liberada de las trabas de la razón instrumental”. [26]

Por otro lado, no resultaría del todo incongruo advertir en la “fulguración actual” [27] de esta poesía, una manifestación distante pero nada arbitraria de un hecho cultural de gran escala, ya señalado en numerosas ocasiones, y al cual el lejano Chile de estos mismos días no podría escapar. Se trata de un poderoso recrudecimiento de aquella preocupación espiritual en torno a la elucidación de cuestiones de deontología, de ética, de política, y de la resurgencia de esfuerzos de puesta al día de viejas interrogantes sobre la cuestión de los orígenes (del Universo lo mismo que de la vida); si no de la renovación de la constante interrogación sobre el lenguaje, que plantea ahora, por ejemplo, la reflexión sobre la inteligencia artificial. Preocupaciones de urgencia filosófica renovada en el ámbito de la práctica del derecho, la medicina, la genética, la sociobiología, la bioquímica o la astrofísica, y que el pensamiento actual, reanudando con una antigua deriva espiritual, rehusa confiar sólo a los fueros de la ciencia “dura”. [28] Este nuevo espesor que adquiere hoy día la reflexión en el seno de aquellas disciplinas, y que desde hace algún tiempo pone en marcha la constitución de una nueva “ciencia del espíritu”, conjetural y recelosa de las certezas dogmáticas, en reacción contra los últimos reductos del cientismo positivista decimonónico y de las simplificaciones tecnologistas de nuestro propio siglo, deja un espacio vasto a los fueros de la subjetividad creadora. [29] En cierto modo, este giro del espíritu occidental, confiere una inesperada legitimidad a una ambición poética también de antiguo cuño, que se aventura en un universo de desafíos sin respuesta exterior, dirigiendo una mirada menos condescendiente hacia una poesía de indagaciones interiores progresivas y que busca su apoyo en una suerte de lenguaje potenciado por nominaciones abiertas, por significaciones suspensivas y referencias intransitivas. Ya Paul Valéry había intentado lo suyo, en este sentido, en la alegoría celebratoria de la intuición bergsoniana que impregna su Joven Parca; y en el mismo ámbito francés, aunque en otro orden de preocupación pensante, Ponge, Michaux y René Char ofrecen de este fenómeno pungente ejemplo. Lo que en suma se pone en pie es una poesía de tensiones y de extensiones inteligentes (en el sentido de una vigilia intelectual de las mismas); una poesía en cuyas construcciones cobran visos de realidad ciertos “posibles” verbales a los que todo aleja del delirio simple (así no fuere “experimental”) pero que ninguna realidad reducida a la esfera pragmática del Mundo, podría substituir. Sus luces son el síntoma y el correctivo de aquellas lagunas ignoradas dejadas sin colmar en nuestro oscuro sentimiento de ser y de durar. Una tentativa, como dice Georges Mounin en exordio a su reflexión sobre René Char, [30] que pretende substituir (o agregar) al seco y desesperante conocimiento racional del universo, un conocimiento poético (o sea, franqueado de las servidumbres domésticas, domesticadas, autocomplaciente en su olvido de los orígenes emocionales y sensitivos de nuestra apropiación del mundo por el lenguaje) que pueda escapar a aquel otro. Por su relación especial con el lenguaje, el poeta adviene a la aptitud de asumir aquella exigencia, respondiendo en y por su creación a la célebre pregunta planteada por Heidegger: “¿Quién podría pretender en nuestros días sentar familiarmente su residencia tanto en la naturaleza verdadera de la poesía como en la del pensamiento? ¿Y ser además lo bastante fuerte como para hacer entrar la esencia íntima de ambos en la extrema discordia para fundar así la concordia de su acuerdo?”. [31] No está de más insistir en que no es éste el lugar ni el momento de indagar cómo y hasta qué grado esta poesía singular se las arregla para satisfacer dicha exigencia. En todo caso es claro que si hoy día ella es objeto de una recepción más entrañada, su “nueva fulguración” no es enteramente comprensible a través de los vaivenes del gusto literario de una época, ni del efecto iluminativo que sobre los espíritus ejercerían las contriciones políticas y sus sobrecogimientos periódicos. Como toda creación genuina, el arte de la palabra deja entrever las vislumbres de una esfera de realidades que resisten al movimiento de erosión y de génesis de la humana contingencia, y que, a la vuelta del tiempo, se imponen a ella con secreta evidencia. En su visión de la poesía como nominación que, nombrando, vuelve real y durable, la obra poética de Humberto DíazCasanueva cierra con su reconocimiento, ni temprano ni tarde, el círculo de adscripción sin falla a “esta vasta escuela de la cólera y el ensueño”.

París, Julio de 1991.

 

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NOTAS

 

[1] Texto publicado en el diario La Nación, de Santiago de Chile, (11-II-1953), bajo el título de “Un bello poema de Humberto Díaz-Casanueva: Requiem”, y reproducido como prólogo de la 4a edición de ese poema, en 1973.

[2] Cf., “Discurso de recepción del Premio Nacional de Literatura”, en 1971. Una observación justa, y aquí mismo, asaz pertinente, del profesor Jaime Concha, podría servir al mismo tiempo para corroborar la regla y afirmar su excepción, aplicada a la situación de Díaz-Casanueva respecto de su reconocimiento público en Chile: “Nuestras repúblicas que en algunos casos y siguiendo la recomendación platónica han desterrado literalmente a sus poetas, otras veces han elegido enterrarlos vivos, desterrarlos para adentro. Esto explica que puedan coexistir el más abundante reconocimiento comunitario con una extrema indiferencia. Cuando del poeta que nadie lee se ha logrado hacer un prócer, entonces el prejuicio de minusvalía ha triunfado soberanamente”. (Jaime Concha. Rubén Darío. Ed. Júcar, colecc. «Los Poetas» n° 12, Madrid, 1975.).

[3] Entre las excepciones a esta regla, el mismo poeta recuerda que “a mis dieciocho años, al publicar El Aventurero de Saba, [Raúl] Silva Castro dijo «he dado vueltas y vueltas al libro y no he podido encontrar al Aventurero y a la tal Saba...»” (En carta a W. R., 12 de abril de 1992). Sin embargo, es dable concebir que esta mofa desenfadada era imputable al sentimiento de impunidad mezclado de alguna prevención intuitiva de parte de un comentador por entonces también muy joven pero ya prometido al rango de crítico oficial del establishment literario chileno, ante la obra de un autor bisoño que con intrepidez se apartaba de los marcos en vigencia, y que a su modo de ver, y a falta de mayor compromiso crítico, le parecía digna, cuando más, de una amonestación provisional. En aquel primer cuarto de siglo, en efecto, la tradición oponía todo el peso de los gustos, ideales y hábitos heredados a las nuevas ideas en poesía (una idea nueva, como se sabe, no se parece a nada), y, como observa Jaime Concha, “los poetas vanguardistas caían bajo el peor baldón, el del ridículo”. Por otra parte, los instrumentos de análisis del fenómeno poético en Chile se hallaban, a la sazón, en un estado rudimentario, que oscilaba entre el historicismo ingenuo y el impresionismo subjetivo. A lo que Silva Castro debió agregar algo de su insensibilidad proverbial frente al lenguaje poético innovador y disruptivo de las vanguardias aún en germen. Es lo que explica que dicho estudioso no pare mientes años más tarde en publicar unas páginas célebres vapuleando el valor literario de la obra de Gabriela Mistral. Se cuenta en corrillos que posteriormente a que la gran poetisa chilena fuera coronada con el Premio Nobel de Literatura, Silva Castro, puso toda la paciencia propia a su vocación de investigador acucioso en la actividad, paradójica para un historiador y repertoriador de las letras, de retirar de la circulación y hasta de los estantes de las bibliotecas el malhadado opúsculo.

[Addenda: Menos excusable, por claramente expeditiva, es una reciente reseña crítica, de acrimonia paroxística, debida al articulista literario oficial del diario chileno El Mercurio, Ignacio Valente (J. M. Ibañez Langlois), a propósito del último libro de Díaz-Casanueva, Vox Tatuada (1991). Con la modestia equívoca de un Io non so leggere (“Puede que me falte inteligencia o sensibilidad para acceder a la epifanía del misterio, tal vez accesible a otros”), dicho crítico confiesa su incompetencia para calar esta vez en el universo del poeta, y claudica sin más ante el esfuerzo de análisis e indagación, tildando la obra de oscuridad y hermetismo que él juzga, a pesar de su abstención, gratuitos amén de contumaces: “Los poetas enfrentan hoy en forma mayoritaria –dictamina Valente– el desafío de cargar un lenguaje claro y a menudo coloquial con cargas de profundidad más sutiles que los meros fulgores –a menudo oropeles– de la oscuridad verbal. Sin embargo, hay autores que aun prefieren trabajar como artífices de las tinieblas (...) Ellas sugieren profundidades no manifiestas ni verificables, que tal vez no existen para el autor. Pero el lector exige participar del supuesto banquete de la poesía, y no sólo de las migajas que cayeron de su mesa”. (“Un sobreviviente de la oscuridad poética”, in Revista de Libros, n° 152, El Mercurio, Santiago de Chile, 29 de marzo de 1992.) En este artículo, Valente prevé rematar en caricatura el “hermetismo” del poeta como rasgo aflictivo invalidante de su poesía tomada casi en bloque, y con ella toda una dimensión de la lírica contemporánea. Seguramente menos previsto es el hecho de que, de manera concomitante, es todo un procedimiento de aproximación crítica que resulta aquí llevado por sí mismo a la caricatura. Aparecido con posterioridad a la redacción de nuestro ensayo y mientras la primera publicación de éste se hallaba en prensa –Revista Chilena de Literatura, n° 39, abril de 1992–, este texto en sus premisas tácitas nos parece más cerca de confirmar que de infirmar nuestra apreciación del tipo de interpretación en el que se inscribían las orientaciones de Valente/Langlois, notablemente rigidizadas y vueltas al cabo de los años de comentarista literario todo un criterio monista de estética normativa. (Cf. infra.).]

[4] Para un panorama de estos movimientos y acerca de la situación de Díaz-Casanueva en ellos, ver “El Vanguardismo poético en Hispanoamérica”, in Federico Schopf, Del vanguardismo a la antipoesía. Roma: Bulzoni Editore, colección. «Letterature Iberiche e Latino-americane», 1986, pp. 37-88.

[5] El Premio Nacional de Literatura es la más alta distinción institucional chilena en la materia; por tradición y por doctrina, equivale a un reconocimiento cívico mayor de los méritos reales, o así considerados, de la obra de una vida consagrada a las letras. Vicente Huidobro falleció antes de llegar a merecerlo, y entre los poetas elegidos, Neruda, el laureado más joven, lo obtuvo a los 41 años; el más tardío, Pablo de Rokha, a los 71 años, tres años antes de suicidarse, Gabriela Mistral solamente seis años después del Premio Nobel (!). En tanto que distinción oficial corona, por cierto, más gustosamente aquellas “vidas y obra” que satisfacen mayormente un determinado concepto del orden vigente que el de la aventura, o bien, un razonable compromiso entre ambos. Ha sido, en todo caso, un buen calibrador del estado de cosas de la “ideología chilena”. La distinción nacional de Díaz-Casanueva, en 1971, en plena euforia socialista del régimen de Unidad popular, tenía de qué sorprender a un observador desprevenido. Para los más avezados, era claro que, incuestionable por sus méritos reales, el poeta del reciente Sol de Lenguas era el candidato señalado para marcar una distancia entre el principio de independencia creadora sostenido por una mayoría de intelectuales chilenos, sinceramente adeptos del régimen popular, y un cierto concepto político del “papel de la literatura en una sociedad de cambios”, encarnado, por ejemplo, en la Incitación al nixonicidio, de Neruda, panfleto poético técnicamente oficial del régimen popular, en el que algunos pretendían ver el modelo estético de la “revolución chilena”. Numerosos artículos de prensa de la época, de derecha a izquierda, comentaron de consuno el suceso, testimoniando tácitamente satisfacción y alivio.

[6] Estas observaciones son válidas para la actividad crítica chilena, sobre todo anterior a 1971. Mayor, más atenta y más temprana acogida crítica, como señalamos en el cuerpo del presente artículo, ha tenido su obra en países como Argentina, México y en especial Venezuela, y no menos en España, Bélgica y más actualmente en Estados Unidos y Francia. Consultar a este respecto la sección II de la “Bibliografía” (“Estudios sobre Humberto Díaz-Casanueva”), de la notable edición de su Obra Poética, preparada y presentada por Ana María del Re, publicada en Caracas, en 1988, por la Biblioteca Ayacucho.

[7] Hace ya tres décadas, Fernando Alegría señalaba con justeza dos insuficiencias notorias de la crítica chilena, responsables de alguna distorsión mayor en la apreciación de la poesía chilena moderna “como unidad de pensamiento y emoción a través de un rico proceso formativo”. Se trata, por una parte, de su estudio “en un vacuum, sin relacionarla con la expresión poética del mundo contemporáneo, limitándose a lo sumo a señalar discutibles influencias o casuales similitudes temáticas”; y por otra, su “tendencia a ver en la poesía el hecho histórico y no el estético... la biografía del poeta y no su poesía, ni mucho menos el intento teórico que trata de fundamentarla”. La “timidez e insuficiencia de los críticos”, observa Alegría, no deja de tener que ver con “la agresividad individualista de los poetas chilenos más famosos”. Celosos de su originalidad, intimidan a quienes se les acercan con los instrumentos usuales de la literatura comparada; defensores apasionados de su posición directora, ofenden a sus colegas, llegando a establecer una atmósfera de odio que alcanza a sus discípulos y aun al público lector... Nadie se atreve a considerarles otra cosa que fenómenos individuales en un vacío celestial donde giran en órbita propia con un modesto agregado de satélites. Supongo que el crítico que se atreva a incursionar por los comienzos de la poesía moderna chilena, comparando, examinando, clasificando, no llegaría a publicar sus conclusiones si pensara solamente en la descarga eléctrica que le espera a manos de polemistas tan ejercitados y tan sutilmente feroces”. (“Hacia una definición de la poesía chilena contemporánea”, in Fernando Alegría, Las fronteras del realismo. La Literatura chilena del siglo XX. Santiago de Chile: Edit. Zig–Zag, 1962.). Es probable que este rasgo aflictivo propio a las grandes –y no tan grandes– individualidades poéticas chilenas persista aún sin cambio ostensible; en todo caso, desde poco antes de la década de los años sesenta y gracias a una mejor difusión en Chile de orientaciones teóricas y métodos de interpretación nuevos, los estudios de poesía han venido corrigiendo en medida importante la situación descrita por Alegría, en beneficio de una actividad crítica dotada de nueva dignidad científica y menos vulnerable a los contragolpes de la polémica ordinaria. Para una visión de conjunto del tema, ver John P Dyson, La evolución de la crítica literaria en Chile. Ensayo y bibliografía. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1965.

[8] En sus memorias de publicación integral póstuma, Neruda deja momentáneamente de lado su estrategia de silencio vindicativo y, contra algunos de sus rivales –que por lo demás no se privaron en vida de zaherir de palabra y letra al poeta de las Residencias–, adopta el recurso más inclemente de la fórmula lapidaria. Raros, y por ello seguramente significativos, son los casos de poetas, sobre todo vivos, que hayan merecido de su parte un reconocimiento inequívoco; el expediente más frecuente, en caso de elogio, es el de una ironía puntillista con toques de simpatía socarrona y de condescendencia vagamente burlesca. Entre ambas fórmulas y con un epíteto de adhesión compensada, Neruda evoca a propósito de la fundación de la efímera revista Caballo de bastos, hacia 1925, la personalidad de Díaz-Casanueva, quien, dice, “usaba entonces un suéter con cuello de tortuga, gran audacia para un poeta de la época. Su poesía, prosigue, era bella e inmaculada, como ha seguido siéndolo per sécula”. En el ideario del autor de “Sobre una poesía sin pureza”, se advertirá, lo “inmaculado” no posee necesariamente una connotación favorecedora, y con el latinajo adverbial que remata la frase no se transparenta menos un dejo exasperado. (Cf. Pablo NERUDA, Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974.)

[9] Una excepción que cabe señalar es la del ensayo lírico/crítico del poeta Rosamel del Valle (1900–1965), La violencia creadora. Santiago de Chile: Ediciones Panorama, 1959. Díaz-Casanueva mantuvo con éste lazos de amistad y de colaboración fecundos, en razón no sólo de su proximidad generacional, sino de una relativa identidad de propósitos estéticos y de ciertas orientaciones teóricas. Este trabajo que no deja de aportar alguna contribución lúcida para una mejor comprensión de la poesía de Díaz-Casanueva, escapa en mucho, por su visión introspectiva, subjetiva, a los procedimientos y objetivos disciplinarios del género crítico. Su interés mayor es, justamente, el de una “aprehensión interiorizada” de la obra de Díaz-Casanueva, tema y variación de sus ecos más recónditos en un lector íntimamente comprometido en y con ella, y que escribe desde el proyecto de ella misma.

[10] Cf. Ana María DEL RE, “Prólogo”, op. cit. supra nota 5. Esta edición reproduce en esmerada selección los textos de trece poemarios, publicados desde 1926 a 1985, que, aparte su “Introducción”, completan una “Cronología” detallada y una “Bibliografía” exhaustiva.

[11] Georges MOUNIN, “Sur une poésie philosophique”, in La communication poétique. Paris : Gallimard, 1969.

[12] Evelyne MINARD, La poesía de Humberto Díaz-Casanueva (Prólogo de Saúl Yurkevich). Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1988, 217 p.

[13] E. Minard op. cit., “Conclusión”, pp. 184-185.

[14] Humberto Díaz-Casanueva. Anthologie poétique. Paris: L'Harmattan, coll. «Contre-chant / Amérique Latine», 1989, 207 p.

[15] “Somos míticos, tropicales, andinos o revolucionarios”, ironiza Rosalba Campra en una comunicación presentada en un reciente coloquio internacional. Una supuesta carencia de “historicidad y de racionalidad” de antigua convicción, planea, en efecto sobre ciertos registros y niveles espirituales considerados quizás como prerrogativas europeas, en los que incidiría adventiciamente la literatura latinoamericana. “Así es, prosigue esta autora, que ciertos nombres han acaparado la atención de críticos y lectores –para bien o para mal, ya que en muchos casos se los rechaza, tan arbitrariamente como se los ensalza, por el mismo tipo de motivos”... “América existe, por el estremecimiento que provoca su ostensible diferencia, sea en el plano físico, sea en lo político o cultural. La invasión de títulos latinoamericanos en los catálogos de los editores coincide con el entusiasmo –o la curiosidad– por la revolución cubana, con el descubrimiento de un poder fabulatorio que Cien años de soledad expresaba a través de formas en Europa agotadas, con la conmoción por el golpe en Chile...Son los años del mayo francés, de la muerte del Che Guevara, de los misticismos orientales: una oleada que llevará al redescubrimiento de América Latina en clave mítico–revolucionaria, y que creará deslumbramientos, malentendidos y, finalmente, rechazos. Nace así una aproximación por sorpresa, una afirmación por entusiasmo, y un reptante desinterés, derivado de la saturación que produce el estereotipo folclórico.” (“Italia frente a la literatura hispanoamericana: descubrimientos, insistencias, olvidos”, in La literatura hispanoamericana vista desde Europa, Jornada Internacional de Literatura Hispanoamericana, 1988, Ginebra, Suiza, Fundación Simón I. Patiño, 1989.).

La situación descrita en este trabajo concierne primordialmente Italia, y puede ser aplicable a Francia, aunque un cierto esfuerzo editorial en el último decenio ha contribuido allí a corregir el desproveimiento de traducciones (Cf. catálogo de las ediciones La Différence). Modificación cuantitativa aun insuficiente, lamentablemente, y que no se apareja a una mejor selectividad y vigilancia cualitativas. El desconocimiento general, como se sabe, alienta la impunidad. Un botón de muestra: ochenta y cinco años después de su edición original, la primera versión francesa de una obra clave para comprender la modernidad poética latinoamericana y castellana, como es Azul de Rubén Darío, ha sido publicada sólo muy recientemente en París; pero su traducción mediocre, abundante en torpezas y desaciertos, deja todo que desear. A falta de la precaución de rigor que exige presentar junto a la versión francesa el texto castellano, es dudoso que el lector francés interesado obtenga de su lectura una visión correcta del valor del gran poeta nicaragüense.

[16] Díaz-Casanueva y el “antipoeta” Nicanor Parra pueden ser citados, sin grandes reservas, como figuras perfectamente antitéticas del panorama poético chileno. Sin embargo estos rasgos particulares de la poesía del primero (prosaísmos, coloquialismos, humor, etc.) anuncian en cierto modo la estética del antipoema que Parra, ulteriormente, va a personalizar con genio. La antipoesía parriana constituye además una de las influencias más patentes de la poesía reciente. Se puede comprobar en ello que la continuidad interna de la tradición poética chilena, se hace manifiesta incluso, o sobre todo, en sus zonas de rupturas. Razón de más para que la falta de versiones francesas de los textos fundamentales que jalonan la poesía chilena moderna sea un obstáculo suplementario que salvar para quien emprende la traducción aislada de algunos de los mismos.

[17] Testimonia de ellos, por ejemplo, un reciente artículo de Federico Schopf, “Díaz-Casanueva: escritura y trascendencia”, en Literatura y Libros, suplemento del diario La Epoca, Santiago de Chile, 25 de marzo de 1990. No es inútil observar de paso que la influencia de las grandes figuras de la poesía chilena, surgidas de lo que llaman la “primera vanguardia”, no ha dejado una descendencia epigónica significativa ni digna de mención. Las “soluciones de continuidad” de la renovación poética chilena lejos de seguir por imitación discipular aquellas grandes vías, han operado sobre ellas una asimilación selectiva de ciertos rasgos formales disueltos en soluciones personales; y en el caso de algunos de los nuevos poetas más importantes, ellas han funcionado más bien como un «repoussoir». En cambio, dichas influencias podrían, con las salvedades de una representación gruesamente esquemática, configurar un movimiento pendular amplio entre la “poesía pensante” de DíazCasanueva y la antipoesía de un Nicanor Parra, o, según otros, la estética “vitalista” de acentos expresionistas de un Gonzalo Rojas y su “poesía activa”.

[18] Jorge Elliott, Antología crítica de la Nueva poesía chilena, Publicaciones del Consejo de Investigaciones Científicas de la Universidad de Concepción, Concepción, Chile, 1957.

[19] Las antologías de poesía han desempeñado un papel particularmente significativo en la historia literaria latinoamericana, y muy especialmente en la afirmación y difusión de los movimientos de renovación y de vanguardia de la primera mitad del siglo XX. El volumen antológico de J. Elliott, de 1957, ratifica de hecho la inclusión de Díaz-Casanueva entre las figuras señeras de la lírica latinoamericana moderna en otros dos anteriores, el Indice de la nueva poesía hispanoamericana, de Alberto Hidalgo, Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges, publicado en Buenos Aires en 1926, y la Antología de la poesía chilena nueva, de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim, en Santiago, 1935.

[20] J. M. Ibañez Langlois, en “Díaz-Casanueva: «Antología poética»”, en Poesía chilena e hispanoamericana actual, Biblioteca Popular Nascimento, Santiago de Chile, 1975. Valga recordar que el mismo poeta confesaba en 1934 su “fatiga de un subjetivismo extenuador” (“La Víspera”, cf. op. cit. supra.)

[21] J. M. Ibañez Langlois, cf. op. cit.

[22] J.M. Ibañez Langlois, cf. op. cit. (V. Supra nota 3.)

[23] Como se recordará, en la perspectiva teórica, gruesamente resumida, de M. Riffaterre y de la escuela que analiza el fenómeno poético a partir de una dialéctica entre texto y lector, el lenguaje poético es esencialmente diferente del uso lingüístico común. La poesía es expresión indirecta, y el poema un objeto estético de connotaciones afectivas. La representación literaria de la realidad, o mímesis, no es más que la tela de fondo que hace perceptible este carácter indirecto de la significación. El referente (aquello en lo cual podemos pensar o a lo que podemos hacer alusión) implica la exterioridad y en ello es la ausencia que suple la presencia de signos. Contra la crítica tradicional, que reduce el significado poético a la “ilusión referencial” –fenómeno, por lo demás, inherente a la lengua literaria–, Riffaterre sostiene que ésta no reside en el texto sino en el lector y lejos de ser un dato objetivo, ella corresponde a la racionalización del texto operada por el lector. El analista debe mostrar, en su búsqueda de la significación del poema, los mecanismos de dicha racionalidad en la medida en que ésta se revela insatisfactoria para el lector. Todo se juega entonces en la diferencia entre significación, o sea el vínculo supuesto entre una palabra y una realidad, y significancia, es decir, aquella relación semántica lateral constituida a lo largo del texto escrito y que tiende a anular su relación semántica vertical, o sea, la significación aquella que las palabras pueden tener en el diccionario. El lector que trata de interpretar la referencialidad culmina en un sinsentido al interior del nuevo marco de referencia dado por el texto. Es este nuevo sentido, producido y regido por las propiedades del texto, lo que Riffaterre llama significancia. Una de estas propiedades es que el texto poético está sujeto a una lectura en dos tiempos, o doble recorrido: primero heurístico, por el que el lector capta la significación (función mimética de las palabras), y, enseguida, hermenéutico, o fase retroactiva, por el cual capta la significancia. Al cabo de ambos recorridos sucesivos, dicho texto, en su unidad solidaria de descripción y simbolismo, es percibido como variación sobre una estructura, o matriz ya sea potencial ya sea actualizada sólo en otro texto. El discurso poético debe entonces ser visto como el establecimiento de una equivalencia entre una palabra y un texto, o entre un texto y otro texto preexistente. El rasgo fundamental de la significación poética estriba en que, en poesía, la secuencia verbal no produce un sentido que se desarrolla progresivamente: es sólo durante la primera lectura que la secuencia verbal funciona como mímesis, agrupando elementos de información. A través del proceso retroactivo señalado, es la semiosis lo que toma el relevo, y sus componentes discretos son percibidos como variantes del mismo mensaje repetido sin cesar. La ilusión referencial es sólo la modalidad de percepción de la significancia. La otra propiedad del texto que es la sobredeterminación, sugiere claramente en su funcionamiento que el texto, poético es autosuficiente: si hay referencia externa, no es referencia a lo real ni mucho menos. Sólo hay referencia a otros textos virtuales o preexistentes. (Cf. Michael Riffaterre, “L'illusion référentielle”, in R. Barthes et al., Littérature et réalité. Paris: Éd. du Seuil, coll. Points, 1982; y Sémiotique de la poésie. Paris: Éd. du Seuil, coll. Poétique, 1978.).

[24] No lejos de esta interpretación, aunque desviada hacia la problemática de las condiciones histórico– culturales del contexto en que surge esta poesía, F. Schopf apunta que en la forma acabada de ésta, “los símbolos se han separado suficientemente del sistema institucionalizado del que forman parte y se transforman en significantes o indicaciones, en otra dirección que la establecida.” (Cf. supra loc. cit. nota 16).

[25] Entre otros ejemplos, valga citar el número monográfico, en homenaje a Díaz-Casanueva, publicado por la revista Lar, nos 8-9, Concepción (Chile), mayo de 1986.

[26] F. Schopf, cf. op. cit. supra.

[27] F. Schopf, cf. op. cit. supra.

[28] “No hay verdadera filosofía –afirma Michel Serres– sin descendimiento a los infiernos. Las cosas surgen entonces de la falla bruscamente abierta. Comienza la física, dirán: el sujeto ha desaparecido, adviene el objeto bruto, luego, elaborado. La pasión mortal del sabio revela el nacimiento de los objetos del saber. (...) Existe una antropología de las ciencias. Ella las acompaña, silenciosa, inaudita. Constituye su leyenda: el cómo de su lectura” (Cf. “Le retour d'Empédocle”, Statues, Paris, Champs/ Flammarion, 1987.).

[29] Comentando el cuestionamiento heideggeriano de la “técnica devastadora” puesta en pie por Occidente, y en comunión con lo esencial de este pensamiento, Georges Steiner sustenta que “la tecnología es ahora, en muchos sentidos, una pesadilla que amenaza subyugar e incluso destruir a su creador (...) Comprender este proceso trágico, caer en cuenta de que la tecnicidad falsa ha llevado a la humanidad al borde del abismo de la devastación ecológica y del suicidio político es también tomar conciencia de que la salvación es posible, que debe ser posible (...) La fatalidad de la técnica reside en el hecho de que hemos roto los lazos que unían technè y poiésis. Es hora de volverse hacia los poetas”. (G. Steiner. Martin Heidegger. The Viking-Press-New York, 1978.)

[30] “L'apprentissage de la poésie”, in G. Mounin, op. cit.

[31] Cf. M. Heidegger, Chemins qui ne mènent nulle part. Paris: Gallimard, 1962, p.226.

 

 

* * *

*La presente publicación de este ensayo corresponde a su versión integral recogida en Waldo Rojas, Poesía y cultura poética en Chile. Aportes críticos, Editorial Universidad de Santiago, Santiago de Chile, 2001.

 


 



 

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Por Waldo Rojas