Príncipe
de naipes
Helo aquí,
barquiembotellado en la actitud de su gesto más corriente,
es el
soberano de su desolación,
sus diez dedos los únicos
vasallos.
Silencioso como el muro que su sombra transforma en un
espejo,
nada cruza a través de la locura
de este príncipe de
naipes,
este convidado de piedra de sí mismo, el último en la
mesa
-frente a los despojos-
cuando ya todos se han
ido.
Aquí se detuvo la soledad de la adolescencia con un fuerte
silencio
retumbante,
y aquí yace él sobre sus ojos como el
único brillo:
.......... un
Arlequín de Picasso, se diría, pero menos sublime
.......... y con la espada de Damocles en la
mano.
Él es el
Príncipe del Naipe, "después de mí un Diluvio de
agua
hirviente,
... y aun todas
las aguas errantes del planeta
que nunca nadie llevará hasta mi
molino".
Ajedrez
Antonius Block
jugaba al ajedrez con la Muerte junto al mar
sobre la arena salpicada de alfiles y caballos derrotados.
Su escudero Juan,
mientras tanto, contaba con los dedos las jugadas,
sin
saberlo,
en la creencia de que lo que contaba eran peregrinos de
una extraña
caravana.
(Y a mí que no
me gusta el ajedrez sino en raras
circunstancias.
Yo, que pude
luego de perder estruendosamente una partida
beberme una botella
con el ganador y sostenerle el puño en alto).
Pero
Antonius Block sin duda era un eximio ajedrecista
no obstante
haber perdido el último partido de su vida.
Antonius Block, quién
volvía de las Cruzadas, no tuvo en cuenta
que a Dios no le habría
gustado el ajedrez
aun cuando de veras hubiera algún día
existido.
Afortunadamente todo esto sucedía en una sala de cine.
El
mundo en miniatura en tres metros cuadrados a lo más.
Los otros
personajes han pagado las consecuencias al terminar la
función.
Sería
bueno sostener ahora que el ajedrez está algo pasado de moda.
A
pesar de la costumbre por los símbolos
y de los cuadraditos
blancos y negros irreconciliables
en que se debate la vida
....................................... a coletazos.
Moscas
Vivíamos la tarde de un domingo abrumador.
Era verano en
el hemisferio que pisábamos, según el orden de los
astros.
Enredados en el ocio paseábamos de silla en silla a
tropezones.
Era Verano por la tarde y el resto del cuadro lo
ponían
las moscas.
Había
un Universo disperso por la pieza:
.......................................
botellas vacías,
hojas de algún diario, un plumero impotente
entregado al polvo,
y bostezando hasta quejarse ardía el aire por
los cuatro costados.
"No
hay peor poema que el que no se escribe", me dije
callado
gritándome al oído,
y lo único real, consistente en sí
mismo, eran las moscas.
Muchas moscas, torpes moscas cayéndonos
encima en arribos
sucesivos y despegues.
Ardía
el aire por los cuatro costados y nos sobraba un par de
brazos,
estaban de más las piernas y todo el cuerpo era lujo
inútil,
artículo suntuario adquirido a la fuerza
en virtud de
la artimaña de un hábil vendedor.
Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un gran
demonio pulverizado,
esas tiernas, sucias moscas, diminutos
ídolos del asco universal.
No
habíamos sobrevivido a nuestra fábula feroz:
un joven matrimonio
derretido sobre el suelo, melaza pura
a merced de un día de
Verano, a merced de la estrategia
de las moscas.
Y era domingo
como cien veces más fue domingo en los veranos
desde aquel
día,
y desde cada día en que el sol encendía el aire
y un
zumbido tañía en los vidrios y crecía una inquietud por todas
partes.
Algo que desde afuera penetraba, un cierto líquido
agresivo,
un licor cáustico que diluía la carne o la
memoria,
algo que le pasaba al tiempo no nos tenía
conformes.
¿Quién detiene el cauce de las cosas y los hechos
en este
punto, como un puente que se desploma,
mientras pasa el día
mutilado arrastrando los miembros trabajosamente?
No
hay peor poema que el que no se escribe, me
dije,
entretanto
la poesía rescataba a sus heridos de los
dientes para adentro;
de los ojos para afuera lo único real eran
las moscas.