Es casi el desierto
de Rimbaud.
Hay pastizales, un sol abrasador.
En las rejas, botellas llenas de agua
para que los quiltros no meen
la casa amarilla.
La puerta
cerrada /encadenada.
El candado que taja
un mundo
de otro.
En la sala, el vuelo de las moscas
cortando el aire seco. Una radio mal sintonizada
el sillón claroscuro y todas
tus pertenencias ahí,
Ximena,
todos los objetos
de tu vida:
dos maletas con ropa
un bolso repleto de sandalias
útiles de aseo, escasos libros (El Libro
de Arena entre ellos) y un cuaderno
el último cuaderno de
tus días:
. . . . . . . . vacío.
Vacío, salvo por la hoja
donde apuntabas con bic y mayúscula
respuestas a una entrevista pasajera:
YO ESTOY ENOJADA
NO QUIERO CONTESTAR
ESA PREGUNTA
Éstas
quizá tus palabras finales.
Haber venido en busca de tus cosas.
Haber oído la voz de tu último amante. Y la voz del niño
que alguna vez durmió contigo, que ahora es un hombre
que se emociona al recordarte.
Traducir esto.
Intentar traducir esto,
Ximena:
no Abisinia, sino las crudas
las terregosas calles Pompeya.
Tu desierto
de Rimbaud.