EL NACIMIENTO DE MAMBRÚ
Te llamarás Mambrú. Tu doble irá a la guerra,
y los dos cantaremos qué dolor
cuando pasen los soldados sobre el puente.
Ya lo sabrás, Mambrú:
los soldados se matan por un rey al que no han visto respirar;
la guerra queda lejos.
Qué dolor: el pañuelo jadeante de la novia,
el pañuelo que silba junto al tren,
y el tren se arrastra sobre el puente de los tristes.
La historia queda lejos. Qué dolor:
esa novia que gime no es la historia.
Y la muchacha que olvidó nacer a la hora precisa
para aplaudir al padre que nunca volverá,
y esos soldados que pasan, nunca fueron la historia.
Tú has nacido en el puente de los tristes.
En este sitio, nacer no es derramarse
sino estar condenado a no partir.
Aquí vienen, llorosos,
el leñador, el ministro, el nigromante.
Aquí se dan la mano ladrones y verdugos:
todos tienen un doble que roba o guillotina.
Ya lo sabrás, Mambrú:
tu doble un día volverá de la guerra,
y no estará la novia. Qué dolor.
Hijo: la soledad no tiene doble;
la soledad viaja en el tren de los soldados
para que el puente vibre,
y tú y yo nos abracemos,
y cantemos de nuevo qué dolor.
Las palomas no vienen al andén cuando regresan los soldados.
Aquí no nacen héroes. Qué dolor.
Qué dolor.
Qué pena.
DISCURSO EN UNA ESQUINA DE PARÍS
a veronique joncheray
Son las dos de la tarde en los relojes de París,
y la ciudad se llena de viajeros y palomas.
Los viajeros preguntan por Rimbaud,
los viajeros se llevan una torre de juguete:
un país de juguete que gobernaron cuando niños.
Son las dos de la tarde,
y la niñez de los viajeros regresa por las calles de París,
y todos aman a una mujer de treinta y siete años.
Todo el que ama tiene
algo de organillero.
Por eso los viajeros llevan en las arterias una música oculta
mientras las estudiantes navegan por el Sena.
Son las dos de la tarde.
Tener amigos por solo una semana,
es el oficio más triste del mundo.
Y he aquí que los viajeros se consuelan
dando una falsa dirección:
disimulan sus lágrimas poniendo en hora los relojes.
En París, casi siempre, son las dos de la tarde.
EL TESTAMENTO DE MAMBRÚ
Hijos míos: yo nunca seré un héroe.
Nunca tracé las coordenadas por donde debió cruzar el río;
no descubrí la pista hacia la lluvia;
no ordené a los soldados un eclipse.
Hijos míos: yo nunca fui a la guerra.
Mi historia era un pretexto
para que las mulatas salieran al balcón.
Vengo del fango y del trigo
sin más que mi serenata.
Voy a la muerte, mulata,
¿quieres morirte conmigo?
Yo sé cuán poco vale el hijo de un soldado,
y por eso les dejo este silencio:
nadie recuerde que Mambrú tenía dos hijos
y un telescopio
y un fusil
y unos zapatos blancos.
Un día el tiempo abrirá de par en par las siemprevivas,
asomarán otras muchachas al balcón,
y por eso les dejo estas palabras
con las que les dirán que ellas vienen del trigo.
Hijos míos: yo nunca fui a la guerra;
pero he cruzado las calles donde alguien estafó al ilusionista.
He dormido en portales
sin más que el viento saltando entre mis dedos,
y por eso les dejo las campanas, los puentes, los caminos...
Pero no volveré a prender candiles en los rincones de la casa
porque si vuelvo dejaré de ser eterno.
Mi historia servirá
para que los soldados inventen un eclipse
y descubran la pista hacia la lluvia
y tracen las coordenadas por donde va a cruzar el río
y mueran por la patria,
aunque la patria sea una palabra que no entiendan.
CON LOS OJOS DE TU ABUELO
24 de octubre de 1998
24 de julio de 2000
Padre, te me fuiste al viento
con tu voz y tu camisa,
para esconderme la risa
más allá del firmamento.
Y en este juego violento
de llevar tu pantalón,
me has hecho trampas, bribón,
pues sé desde el primer guiño
que, con un cuerpo de niño,
has vuelto a mi corazón.
¡Pero qué modo perfecto
de abandonar tu escondrijo!
Así: vestido de hijo
y hablando en otro dialecto.
Tu verso puro y directo
no dijo cuánto te quise,
mas tu mirada me dice
que —deshaciendo las huellas—
vienes a cobrarme aquellas
travesuras que te hice.
Ay, hijo, siempre que miras
con los ojos de tu abuelo,
¡cuán poco cabe mi anhelo
en tu mundo de mentiras!
Tu boca, cuando suspiras,
lleva a mi padre en la punta.
Viejo, ¿cuál hilo nos junta
por sobre todas las muertes?
Hijo, ¿por qué me conviertes
el mundo en una pregunta?
FOTÓGRAFO EN POSGUERRA
Muchachas que una vez creyeron esas cartas,
yo,
que nunca he existido,
les advierto:
Todos los barrios tienen un fotógrafo,
quien saca copias al adiós y la nostalgia.
Basta gritar: ASÓMENSE,
y allá vienen las viudas con una flor podrida,
ahí vienen el verdugo de posguerra,
los locos de posguerra,
la puta de posguerra...
Todos los barrios tienen
un amargo refrán que los ancianos no pronuncian,
y un farol
del que año tras año brota la primavera,
y una pandilla de muchachos que apedrean las victrolas
para que Adelita no pueda irse con otro.
Pero todos los barrios tienen un balcón
que no ha de abrirse cuando pase el retratista.
Muchachas que una vez creyeron esas cartas
donde yo hablaba del amanecer,
perdonen mi mudez,
las golondrinas,
la gota gris del otoño en los portones;
pero —por Dios— no salgan.
Ya no puedo correr ni sonreírles.
Cuando los niños jueguen a disparar sus dardos,
enseñen a mis hijos
que no se mezclan las cartas de amor con las postales de combate,
porque así como todas las fotos de la guerra son la última foto,
todas las cartas de amor son la primera carta.
Cuando los niños jueguen a disparar sus dardos,
enseñen a mis hijos que no se apunta al corazón.
Muchachas que una vez me esperaron tras un arpa,
yo soy el otro
—el que se fue con Adelita—,
el que repite:
ASÓMENSE;
MUESTREN LA PIERNA QUE NO TENGO,
LA RISA QUE NO TENGO;
TRAIGAN GRAMO POR GRAMO SU AÑORANZA.
YO LES RETRATO LA DESILUSIÓN.
Aunque nunca he podido dejar en una efigie
mi cuerpo de humo,
mi corazón de humo,
les adivino un porvenir desde mi cámara.
Dicen que un arpa sonará,
que algo va a renacer,
y nadie más perderá su barrio y su farol;
mas ahora posen para estas instantáneas que engordan el pasado.
(Todos los barrios tienen un Miguel de Nostradamus,
y es el que pasado lo que profetizan).
El pasado se anuncia en las vidrieras empolvadas
cuando trato de hallar en la penumbra
la frágil voz de esas muchachas que algún día
leerán emocionadas estos versos.
Esas muchachas algún día comprenderán que la guerra no ocurrió en el pasado:
el pasado es la guerra.
Es un raquítico fantasma
que va, detrás de mí, de barrio en barrio
cuando repito:
ASÓMENSE, RETRÁTENSE,
PERO —POR DIOS— SONRÍAN.
(DICEN QUE SOMOS LOS SOBREVIVIENTES).
MADRIGAL DEL VERDUGO
Es la primera tarde en que un verdugo
se ha visto a punto de no bajar la guillotina,
sólo porque tú estabas,
y a través de tus ojos vi un geranio
y a través de tus labios pedí misericordia
y a través de tus manos rocé la soledad.
Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos,
aunque a través de tus ojos pase un barco
en que no viaja este suicida de a poco.
Este —quien mata en nombre de un honor
que no alumbra mi sopa
y no completa mi salario—.
Ahora que todos gritan,
tened misericordia del verdugo.
Entre mi rostro y mi capucha corrieron lágrimas amargas;
detrás de la capucha alguien masculla frases de amor,
palabras tontas.
Tú no entiendes.
Tú lloras a lo lejos.
Y a través de tus manos la textura del mundo es tan distinta.
Han cambiado los nombres de los héroes,
pero yo soy el mismo desde antes de la guerra.
Yo nunca tuve nombre,
sólo esta angustia con que me pregunto:
si yo corto cabezas,
con cuál cabeza pudiera imaginar que tus geranios florecieron.
Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos.
Y ahora es el filo de la soledad
el que va cercenándonos por dentro,
porque la vida no va a empezar otra vez
aunque yo sea el primero en quitarme la capucha
esta primera tarde en que un verdugo
ha estado a punto de gritar: ¡TE AMO!
LOS PARAGUAS DE CHERBURGO
(escena del regreso)
Cruzan otra ciudad, bajo otra nieve,
otros novios hirientes de inocencia.
Ya no bajas del cielo cuando llueve.
En Cherburgo no llueve: cae la ausencia.
¿Qué le queda a un soldado que regrese,
frente a un Olvido que jamás partió?
(Pita a medias un tren. Desaparece,
dibujando la guerra entre tú y yo).
¿Qué me queda? El Olvido. Sus espejos.
Tu nombre, disipándose a lo lejos.
Tus manos, como cántaros remotos.
Tu risa, como un río detenido.
Tus ojos, como dos paraguas rotos
que no podrán cubrirme del Olvido.
LETANÍA MENOR PARA TU MANO
Estoy leyendo el último periódico del siglo,
y llegas tú.
Y tu mano derriba las noticias
y tu mano me toma de la mano.
Soy un niño perdido
en la dulce emboscada de tu mano.
Más allá de tu mano no hay relámpagos,
no existe la palabra nomeolvides
ni cosa tan real como la sombra de tu mano.
Ahora todos mis versos terminan en tu mano
porque yo estoy escrito en las líneas de tu mano.
Yo voto con tu mano.
Aplaudo con tu mano.
Me refugio en tu mano por si mañana Dios está más lejos.
Donde acaba tu mano comienzan las preguntas.
¿Qué será de la lluvia sin tu mano?
Sólo tengo tu mano contra el espanto y la rutina.
Tu mano que me escribe;
tu mano que me toma de la mano,
que me deja perdido en un poema
donde yo estoy leyendo el último periódico del siglo,
y llegas tú.
HOY, CUANDO ACARICIABA LA CABEZA DEL HIJO
DEL VECINO...
Lacerante milagro el que presencio:
el niño del vecino se bebe mi estatura.
Hoy, hijo, te mereces una palabra dura
si hay alguna palabra más dura que el silencio.
Hoy, cuando el niño del vecino dijo
que los muertos se esconden en el mar,
comprendí que te voy a regañar
en cuanto nazcas, hijo.
Tú —sin haber estado— te me fuiste.
Y cuando cruces el portón más triste,
un regaño será mi bienvenida.
Te voy a regañar porque tal vez
la verdadera muerte no es lo que está después
sino lo que está antes de la vida.
1995
EL SOLDADITO DE PLOMO
...fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .H. C. ANDERSEN
No vendrás al abismo en que me postro,
porque eres de papel: no has existido.
No escucharás mi último latido,
ni habrá más polizones en tu rostro.
Amada, a causa de mi desconsuelo
todo cae, todo flota, todo yerra.
Ahora el cielo ha bajado hasta la Tierra,
y la Tierra ha subido rumbo al cielo.
Mi humilde eternidad ya no reposa,
porque sé que la muerte no te roza.
Y —aunque el cielo te brinda sus candiles
herido por mi única estocada—
voy descubriendo que la muerte, Amada,
es cruel hasta en los cuentos infantiles.
Muero. Y un espejismo me promete
anunciar a las puertas de palacio
que un soldado te aguarda en el Espacio
clavado como un Cristo de juguete.
Voy cerrando los ojos, con tal gozo
que detrás de mis párpados te miro,
que lo perenne cabe en un suspiro,
y es otro el cuento, mucho más hermoso.
A este trozo de plomo y remembranzas
le late un corazón porque tú danzas,
porque eres todo lo que hay esta vez,
porque das a un soldado la certeza
de que es bueno pararse de cabeza
cuando todo en el mundo está al revés.
Pero no tengo ya dónde ni cómo
ganar mi apuesta a la melancolía;
pues no vas a morir, amada mía,
a pesar de estas lágrimas de plomo.
Ahora el duende repite sordo, cruel,
que hay una bailarina suspendida
a salvo de la muerte y de la vida.
¡Ay!, mi novia no existe: es de papel.
Amada, ¿te me has vuelto colibrí?
Me he quedado sin quién, sin qué, sin cuándo,
sin más amparo que mi frenesí.
Voy muriendo de un golpe oculto, blando.
Y he cerrado mis ojos, preguntando
cómo será la eternidad sin ti.
EL FLAUTISTA EN LA CRUZ
Hombre, yo creo en ti cuando me cambias por monedas,
cuando me clavas a esta cruz,
cuando no te preguntas por cuál rincón de tu barrio pasó Dios.
Hombre, tú eres el Verbo y el Principio;
tú eres capaz de amar y traicionar:
eres el único milagro.
Desde esta cruz puedo mirar mi adolescencia.
Yo soy aquel que disimula su tristeza en la tristeza de la lluvia
(un flautista invisible, sólo real para los ciegos).
Desde esta cruz yo soy el cómplice de todos los amantes.
Yo soy la luz del que clama en el desierto.
Ven, toca mis heridas.
Ven, escucha.
La verdad te hace libre,
y la esperanza te hace blando el corazón.
Hombre, tú eres el único milagro.
Durante veinte siglos te he tentado con la promesa de mi reino;
pero tú eres capaz de no entender:
durante veinte siglos has puesto precio a mis parábolas.
Dios hizo el mundo y tú le has puesto precio.
Las utopías tienen precio,
mi corona de espinas tiene precio.
Y el madero y los clavos
con que cercenas otra vez mi carne.
El usurero prefiere cruzar por el hueco de una aguja
antes que renunciar a sus monedas.
Tal vez por eso imagino que escuchas cuando digo:
BIENAVENTURADOS LOS QUE NUNCA APOSTARON SU NIÑEZ,
LOS QUE JAMÁS CREYERON EN WALT DISNEY.
Ven, toca mis heridas.
Ven y escucha.
Bienaventurado sea el rincón más blando de tu cuerpo.
Eres el único milagro.
Tú has dejado de ser adolescente
y si aún esperas
—y si aún ignoras lo que esperas—
será porque la vida es una trampa para que nadie caiga.
Hombre, que hayas dejado de creer no significa que seas Dios.
Yo creo en ti.
Ven y apacienta mis corderos.
Vamos a conversar
yo, que te he prometido el paraíso;
tú, que siendo imperfecto
hiciste un dios a tu imagen y semejanza.
Si no logramos tocarnos las entrañas uno al otro
será porque la vida
es una trampa donde tú naciste,
y no te puedo rescatar.
El mundo duele menos cuando se mira desde arriba;
pero la eternidad también es una trampa.
Hombre, soy el vencido.
Ven a escuchar mi confesión.
Hombre, soy el autor de todas las canciones clandestinas.
Durante dos milenios he bajado a la Tierra tercamente,
y tercamente me has reconocido
y has tocado mi réquiem desde un tranvía que nadie sabe a dónde va.
El viento se hace música a través de otra flauta.
Hombre, soy el vencido.
Desde esta cruz puedo espiar al usurero cuando pregona mis parábolas.
Puedo mirar mi adolescencia,
mi vida, que se esparce sobre el mundo.
Entonces, era esto lo que llamaban vida...
Yo soy el cómplice de todos los amantes:
yo les dibujo un horizonte ajeno al ballestero.
Desde esta cruz palpo la herida del mundo.
Me repito
que no es triste morir para quien tiene una flauta.
Pero sigo gimiendo,
y no me escuchas;
pero sigo sangrando,
y no me escuchas;
pero sigo creyendo,
y no me escuchas.
Y al final no comprendes porque, HOMBRE,
la vida era la única parábola.
BUEN DÍA…
. . . . . . . . . . . buen día, tortuguita
. . . . . . . . . . . periquito del agua.
. . . . . . . . . . . Aquiles Nazoa
Buen día, tortuga macho,
carcelero de ti mismo,
que llevas todo el abismo
dentro de tu carapacho.
Buen día, lindo muchacho.
Buen día, tortuga triste
que sin querer aprendiste
a andar entre tierra y sueño,
pues el cielo es tan pequeño,
tan pequeño que no existe.
Hoy te convido a una fuga
porque escuché en tu palacio
que caminando despacio
se llega lejos, tortuga.
Ya me lo dijo la oruga:
en ti la tarde se fragua.
Buen día, hermano jimagua
que --gracias a un buen consejo--
lograste llegar a viejo.
Tú, periquito del agua.