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Jorge Polanco Salinas:
No una imagen justa, sino justamente una imagen


Por Yanko González Cangas
Publicado en Periódico de Poesía UNAM, 20 de febrero de 2023


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Jorge Polanco Salinas (Valparaíso, Chile, 1977) es un autor inquieto y desafiante de las fronteras escriturales; indócil a los corsés disciplinarios y, sobre todo, a los géneros literarios. Por lo mismo, se ha desplazado preocupadamente por diversos formatos y modos expresivos. De hecho, no hace mucho ilustró un libro para niños y, en la actualidad, experimenta con el grabado. Y claro, como exigen el aula y la academia, prosigue investigando sobre poesía, visualidad y filosofía en Chile, sobre todo durante la dictadura militar. Tanto su poesía como su prosa tienen un hilo rojo que sutura aspectos velados del lenguaje, la memoria o la historia mínima, esquinada, pero decisiva en la educación sentimental de Chile. De puntada en puntada, el autor ha ido construyendo un lienzo en vertical y en horizontal con materiales diversos —relatos, poemas, crónicas o dibujos— donde la reflexividad es especular a lo contado y todo forma parte de un territorio “con diversos parajes, valles, mares y cordilleras de expresión”. Sus obras ensayísticas se han transformado en otras ventanas que han expandido la mirada sobre sus predecesores y por las cuales, como ocurrió con su libro requisado Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico (2019) ha tenido que pagar insólitos costos personales.

Jorge nació en Valparaíso y hace algunos años se trasladó como profesor de teoría del arte a la Universidad Austral de Chile, en Valdivia. Además de académico, el autor es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado varios volúmenes de poesía, entre ellos Las palabras callan (2005), Sala de espera (2011) y Lacrimógena (2022). En paralelo, el autor ha editado los libros de prosa Cortes de escena (2019) y Paisajes de la capitanía general (2022). Además de estas publicaciones, y como apuntábamos, es autor de los libros de ensayos La zona muda. Una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn (2004), La voz de aliento (2016) y Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico (2019). En esta entrevista revisamos la mayor parte de su obra, tensionada por un lenguaje que se propone en las antípodas de la “ganancia o el intercambio”, como el primer espacio de libertad “frente al paper o la hiperespecialización” y que, derribando diques, siempre circula en zonas de extrañeza.

 

 

—Yanko González: En tu primer libro de poesía, Las palabras callan, encontramos una profunda huella reflexiva, una suerte de destino que tendrá tu escritura al “pasar de los libros”. Es un libro objeto, impreso de forma especular; por tanto, hay que leerlo con espejo en mano o a través de las transparencias del revés de las páginas. Un libro que da cuenta de la fractura del lenguaje, su mudez, a través de la paradoja que representa escribirla y, también, pensarla. ¿Qué te proponías en este libro y cuánto de él permanece en tu escritura?
—Jorge Polanco Salinas: Para responder, quizá sea mejor señalar una breve trayectoria del libro. Las palabras callan fue editado en 2005, en su primera versión; antes habían sido publicadas algunas secciones o fragmentos en antologías y concursos de poesía. Es un libro sintomático, escrito en un periodo de muchas dificultades. La reedición que me propuso Andrés Urzúa, en 2020, por Provincianos [Editores], trató de conjugar la poética material del libro con su mudez. Tuvimos conversaciones con Andrés donde nos adentramos en la escritura. Fue muy bueno trabajar con él. El libro es más que una segunda edición; conforma, quizás, un síntoma mayor justamente sobre las dificultades del habla, pero también su apertura a la visualidad. Me interesa mucho esa ampliación. Quizá no solo el tono grave, a veces dramático de los versos, sino también la dificultad de reconocer si es un libro de poesía, una escritura de sentencias filosóficas o un juego visual al modo de [Stéphane] Mallarmé. Ese lugar complejo de la escritura, de no tener un espacio fácil de reconocimiento, ha persistido en lo que he publicado. Quizá la poesía en Chile sea la hebra que permite mayor libertad en las artes (no solo la escritura), al integrar los registros posibles de la creación.

—Son varias ideas que Las palabras callan dejan en suspensión; entre ellas, una idea atribuida a varios filósofos como Martin Heidegger: La poesía existe antes que el lenguaje. ¿Qué alcances tiene esta idea en las poéticas contemporáneas? O, al menos, con las cuales te sientas especialmente heredero o vinculado…
Partiría señalando una incomodidad: la filosofía de Heidegger me plantea dificultades y ambivalencias. Por un lado, no comparto su idea del poeta fundante, el representante del rayo celeste, en un filo sagrado que bordea el “fascismo”. Es un legado perjudicial que ha afectado a una tradición no solo poética sino política en Chile, que apela a lo sagrado y sus representantes. Por otro lado, coincido con ciertas ideas que abre su filosofía acerca de la época actual, donde la poesía conforma una posibilidad que subvierte el lenguaje técnico moderno, traducido en Chile a las competencias, las rúbricas, los índices de calidad y demás asuntos. Cuando se apunta que “La poesía existe antes que el lenguaje”, Heidegger a la vez resalta esta anterioridad en cuanto a la libertad del poema, a la fisura que provoca en las formas lingüísticas que interioriza la modernidad. (Dentro de lo que conozco, Heidegger habla escasamente de capitalismo.) En nuestro caso, se trata del lenguaje neoliberal y su incorporación a diferentes aspectos de la vida, incluso en aquellos que parecen estar en su contra. He seguido la pista de cómo las formas —afectadas por un pensamiento material— pueden transformar las sensibilidades y la mirada, y cómo a partir del montaje y las constelaciones se puede socavar ciertas ideas recibidas. El lenguaje del capitalismo tiende a sintetizar y reducir el lenguaje a ganancia e intercambio; la poesía conforma una brecha en esa secuencia del “progreso”. De ahí que, filosóficamente, me sienta más cercano a [Walter] Benjamin y [Theodor] Adorno; a pesar de sus miradas negativas sobre el curso del mundo —principalmente Adorno—, ambos apuestan a interrumpir el progreso y sacarle chispas a procesos creativos. Ambos son muy buenos escritores, y su lectura ayuda a pensar la poesía en el capitalismo. (De hecho, con Jaime Pinos y Jonnathan Opazo llevamos un podcast titulado como una serie de publicaciones benjaminianas: Poesía y capitalismo.) En ese plano, Las palabras callan podría mirarse desde la visualidad, la materialidad o el lenguaje, que crea hebras de silencio y de sentido en la página; es una herencia que puede constelarse con [Paul] Celan, [Alejandra] Pizarnik, [Susana] Thénon, [Juan Luis] Martínez y Ximena Rivera, entre otros, incluso con cierta narrativa más vinculada a la poesía.

—No es casual que este primer libro se eslabone con tu trabajo ensayístico, particularmente con Juan Luis Martínez, poeta apocalíptico. Un libro que lamentablemente fue requisado y retirado de librerías por motivos “extraliterarios”. Más allá de los errores de la editorial, si leemos este hecho de forma estratigráfica, podemos hipotetizar que no es solo un episodio “extraliterario”, sino que también pertenece a las secuelas de una obra problemática de contener y comunicar, con una carga aurática decisiva y profundamente ligada —como pocas en Chile— a un control sobre la totalidad de la semiósfera de la recepción. Así, toda intervención, cita, glosa o “puesta en lectura” debe ser policiacamente custodiada. ¿Lo ves igual? ¿Cabe alguna reflexión de este tipo de obras, más allá del caso particular de Martínez?
Lo que planteas es sugerente para mí en la siguiente perspectiva: el giro de las recepciones entre la historia de la poesía y las artes visuales en Chile. Un aspecto clave es cómo esa auratización proviene del mercado del arte. Diferencia fundamental que un mundo elitista hace del canon de las artes visuales, a diferencia de lo que está pasando actualmente en Chile con el cine (comparo estos dos ámbitos porque trabajan con imágenes visuales). Creo que este fetichismo de la institución del arte proviene de una insuficiencia historiográfica. Antes de la dictadura, la conexión entre poesía y visualidad, por ejemplo, era estrecha. Se daban con naturalidad poetas pintores o pintores que trabajaban con poetas, músicos o con el mundo del teatro. Creo que esta escisión procede de una “escena” del arte que, a través de discursos “avanzados”, trajo consecuencias en las recepciones, adecuándose al disciplinamiento neoliberal. Llevo años, tal vez quince, dando clases en escuelas de artes visuales. Veo el problema que suscita en las y los estudiantes las relaciones entre imagen y texto, una dificultad que incide en que las y los artistas jóvenes queden sin voz; necesitan un curador o un crítico que los “traduzca”. Creo que esto se incrementó a partir de una específica orientación sociológica de la modernización neoliberal. El debate en las artes visuales privilegió un tipo de discurso y, por ende, una irradiación de la mirada sobre prácticas y archivos. Da la impresión que hubo un corte —situación sobre la que Lihn acusa recibo en sus escritos sobre arte.

En los sesenta y setenta, la escritura poética estaba entramada con la visualidad, la música y el cine: una red de relaciones que fue golpeada por la dictadura (aunque siguió persistiendo en grupos precisos en todo Chile); de ahí que vea relevante volver a conectar estas hebras, darle un perfil histórico a esta tradición golpeada. Aparte de la policía del mercado, la auratización proviene también de aquel desconocimiento y los discursos que privilegian una manera de relacionarse con el arte. Constelaciones que han sido clausuradas por la falta de más cruces poéticos que ampliarían los registros, llevarían a cabo más historiografías —todavía tan metropolitanas— y haría que se publicaran más testimonios sobre los modos de hacer. Hay que volver a perfilar estas líneas donde poetas, artistas visuales, músicos y cineastas transitan de un lugar a otro y crean otras expectativas y recepciones. Lamento lo que sucede hoy; muchos estudiantes de arte quedan sin habla bajo conceptos apabullantes y el ínfimo mercado elitista de las galerías metropolitanas, que responden principalmente a espacios clasistas. Falta más expansión y menos custodia del arte. Frente a este panorama, creo que es preciso plantear las lecturas, las prácticas artísticas y las enseñanzas; aproximar las maneras cotidianas que tiene la poesía a las artes visuales para que, así, se incorpore a la vida. Para que nos transforme y dé sentido a los artistas jóvenes.

—Lo comenté en la presentación de tu último libro, Paisaje de la capitanía general, y creo necesario retomar este comentario habida cuenta de tu desasosiego e indocilidad ante las fronteras escriturales y creativas. Transitas por la poesía y el ensayo y, en los últimos años, por la crónica, la prosa de ficción y, también, por el dibujo y la ilustración. Todo ello, en paralelo o imbricado con tus afanes académicos en el ámbito de la filosofía. Como sabemos, hay una extraordinaria vigilancia de las disciplinas para regimentar los límites de la producción científica y académica al interior de sus dominios. Prueba de ello es la hiperespecialización y los modos, los géneros, las formas de comunicación del conocimiento como el paper o los estímulos para ascender en las carreras académicas u obtener proyectos. ¿Qué reflexión te cabe ante esta realidad con base en tus experiencias de “indisciplinamiento”?
Fue hermosa la presentación, muchas gracias. Me dio risa la imagen de escritor desgenerado. Un asunto que me interesa es integrar procesos. Creo que, al proponerse este deseo, se van desplazando las fronteras afianzadas desde las instituciones. La creación es una zona fecunda y puede expandirse a través del trabajo con materiales, palabras o imágenes. Y, además, hace bien. Me da la impresión de que la vigilancia sobre las disciplinas —tal y como lo mencionas— tiene que ver con eso: conducir los deseos a estándares, rúbricas y a la pretensión de dominio de un saber. Quizá por eso en Chile la poesía sea —hasta el momento— el espacio más libre, abriendo otros paisajes creativos que han sido domesticados socialmente. Al menos esta ha sido mi experiencia; el poema me ha abierto a la crónica, al ensayo, a la prosa, al dibujo y, ahora, a la experimentación con el grabado, más allá de cómo resulten en términos de gusto. Confío, en ese sentido, en el poema como un primer espacio de libertad frente al paper o la hiperespecialización. Crea un lugar en nuestra educación sentimental para que aparezcan diferenes géneros, formatos y modos de expresión. Me gusta la imagen de la zona, como en [Andréi] Tarkovski: esos paisajes donde uno no reconoce dónde está, como si no tuviéramos rostro. La escritura, las imágenes, la creación, articulan un espacio que derrumba diques y fronteras. Pareciera que nos hiciera volver a un lugar, pero no sabemos cuál. Creo que la escritura transita por esa zona de extrañeza.

—Me gustaría que nos hablaras sobre tu obra narrativa, empezando por Cortes de escena: un volumen de prosa breve muy emparentado con la crónica y que se fue escribiendo, o así lo parece, a partir de tomas fílmicas cuyos fragmentos componen más que una película, un tono, un estado de ánimo y una mirada sobre todo lo que transcurre en el “mundano mundo”, y donde cabe un largo bestiario de personajes, situaciones, paisajes interiores y largos trazos de humor y acidez. Al mismo tiempo, y desde el punto de vista de la forma, pareciera una “poesía en horizontal” que va dejando pisadas oblicuas sobre una otredad que apenas se intelige o sugiere.  
Los primeros esbozos de Cortes de escena surgieron alrededor del 2007, luego de la publicación de Las palabras callan. A pesar de que demoró en armarse el paisaje que compone el tono que señalas, buscaba una salida existencial a la radicalidad del primer libro. Gracias al epígrafe de [Jean-Luc] Godard que abre Cortes de escena, pude entrar a otro lugar de escritura: no una imagen justa, sino justamente una imagen. Fue importante esta apertura a la posibilidad de captar, generar cortes y elipsis. En ese tiempo, leí un poema de [Raymond] Carver sobre un helicóptero que después incluye en sus relatos. Es decir, que el mismo texto podía trasladarse desde un libro de cuento a la poesía sin perder la intensidad buscada. Ximena Rivera —con quien conversamos sobre esto— decía que la única diferencia entre prosa y verso es que uno se escribe para abajo y otro para el lado. Quizá tenga que ver con las formas breves, como sucede con el dibujo. Cortes de escena se ha leído como poesía, microcuento o crónica. Si lo publicara hoy, agregaría dibujos o monocopias. Veo todos estos procesos como continuidades: relatos, poemas, dibujos, crónicas, sueños, filosofía… Todos forman parte de una región con diversos parajes, valles, mares y cordilleras de expresión. Me gusta en ese sentido el trabajo con la prosa como una ventana que se abre a esta expansión de la mirada.

—Pasemos a tu libro último libro, Paisajes de la capitanía general. Como extendiendo tu desasosiego, nos encontramos con un verdadero campo de prueba escritural; un libro que cobija crónica, perfiles literarios de autores obliterados, memorias, docuficción y ficción delirante y desatada. No obstante, hay un “hilo rojo” que cruza gran parte de los relatos, partiendo por la violencia de la dictadura inscrita en el habitus y en la cotidianidad conductual de las y los chilenos. ¿Crees que mucho de lo acaecido en nuestro país —desde el estallido de 2019 hasta el rechazo a la nueva constitución— se explica por esta coerción ambiental —oculta pero persistente— que sigue colonizando nuestros imaginarios, nuestros modos de relacionarnos y entender el mundo?
Quizá sea bueno partir de la historia del libro. Si bien Paisajes de la capitanía general comenzó a pensarse a partir de las crónicas que envié a los amigos que publicaban la revista Concreto Azul en Valparaíso, hay algunos relatos delirantes que quedaron fuera de la edición pero que habían sido publicados en la revista La Piedra de la Locura. Eran demasiado desopilantes, irónicos y hasta vengativos. Con el estallido, comencé a escribir testimonios y a tratar de dar una versión más larga de la violencia del país, que coarta también las formas de la mirada. Fueron publicados en revistas y en un blog colectivo que hicimos en Valdivia. Creo que las potencias de la imaginación requieren de otros formatos y modos de representación más oblicuas y brumosas. Es lo que veo en la escritura de Cynthia Rimsky, por ejemplo. Mientras más profundizamos en la experiencia, más imaginamos. Al leer a [Didier] Eribon, [Jorge] Semprún e Imre Kertész me di cuenta de las posibilidades que permite la mixtura entre crónica, autobiografía, diario y ficción: un juego que deja irreconocibles esos terrenos pero que, también, ofrece un conocimiento social de las formas de vida. Creo que por una parte, como señalas, la violencia recorre parte del libro; muestra estas experiencias de una cultura del sometimiento y de la ensoñación enclaustrada así como las resistencias, el delirio y las respuestas que han surgido justamente frente a esta historia de coerción (que no solo comienza con la dictadura). Un aspecto fundamental para mí —no sé si ello se logra— es que se perciba una continuidad de la violencia y no lugares puros, donde el mismo narrador ejerce en su forma de contar una agresión internalizada, transformando el relato en imagen social. El capítulo “Familia militar” quiere, en ese sentido, mostrar una alegoría de la educación sentimental chilena. Es interesante que el rechazo a la nueva constitución sea también un asunto de formato: leyes que regirían para propiciar una nueva sensibilidad en el país. Pensar nuevos modos de vivir requiere igualmente la modificación de formatos. Veo una traba en esas fronteras y escolleras, procedentes de una historia efectiva de vigilancia de los sueños. Pero lo entiendo: conversé con algunas personas cercanas que votaron el rechazo y tenían miedos concretos, materiales, sobre sus trabajos y existencias. En la izquierda nos falta crear nuevas formas de soñar, imaginar y llevar a cabo una construcción popular que garantice condiciones materiales a las existencias precarizadas en el neoliberalismo.

—Jorge, ¿qué está nutriendo tu obra actualmente? ¿Qué porción de la realidad estás abordando en estos tiempos y qué autoras y autores te acompañan en tu travesía?
Conseguí hace tiempo una prensa de grabado y he estado explorando con dichos materiales. En el último tiempo ha sido importante el diálogo con aquella naturalidad con que John Berger plantea sus libros, incorporando dibujos y anotaciones de campo; también la integración de la gráfica entre poema y trazo en Henri Michaux o la libertad creativa de Maha Vial que atraviesa los géneros y las disciplinas, integrando procesos de experiencia artística. (Fue importante escuchar a Maha cuando la entrevistaste en tu programa Libros con causa, sobre todo al decir que la creación nos mantiene vivos.) En narrativa, los últimos años leo a escritoras y escritores de Europa del Este (en gran parte, gracias a las recomendaciones de Adan Kovacsics); me interesa el modo en que arman las frases, la complejidad de las ficciones, el juego con alegorías, conflictuando los géneros y las expectativas de la narración, sobre todo de la autobiografía. En general, tengo muchas otras lecturas sin orden; me gusta leer sobre cine y, por cierto, verlo. Mientras me pongo a dibujar y exploro las monocopias, por ejemplo, escucho Improvisaciones compulsivas, el podcast de Carlos Flores y Sebastián Arriagada. Todos tenemos hoy una cámara —dicen— como en poesía un lápiz para escribir. (Y, yo agregaría, también para dibujar.)

—Por último, ¿cómo ves la literatura actual en Chile? Pero sobre todo, ya que después de vivir en Valparaíso has decidido continuar viviendo fuera de Santiago —en Valdivia—, ¿cómo ves la producción y las relaciones de las literaturas centropolitanas con las “provinciales” o territoriales?  
La semana pasada volví de nuevo a Quilpué luego de la pandemia. Fue emotivo y extraño. Venía de la Primavera del Libro, donde presenté Paisajes de la capitanía general. En un momento en que salí a fumar en Santiago, dos personas estaban conversando sobre el triunfo del rechazo, y una de ellas hablaba de haberse ido a Valdivia para librarse del malestar. Mientras conversaban, pasaba gente trotando en el parque, otros con sus perros y bicicletas. Nosotros estábamos en un café “colectivo” con una librería y un escenario. Creo que era la imagen utópica del mundo del apruebo. Al día siguiente me encontré con mi madre en el centro de Quilpué; mientras la esperaba, conté en tan solo cinco minutos a más de diez personas mayores con bastones. Fuimos al Tacora, típico restaurante del centro, donde los platos principales son sándwiches y carne. Este contraste, creo, marca a este país escindido. Lo gracioso —si puede decirse así— es que, luego de la pandemia, la provincia se ha puesto de moda y, encima, cara. Ahora están saliendo varios libros publicados reivindicando los territorios; es sugerente esa discusión porque se puede leer en términos políticos, medioambientales, y hasta de ciencia ficción. Las provincias son muy distintas y tienen sus características propias, pero, en general, existe una historia a la que le falta todavía crear un hilado; me da la impresión de que aquello se está armando poco a poco. Y con el inusitado interés por las provincias, es probable que se organicen nuevos archivos que cuenten relatos que faltan. Incluso, actualmente, se está revisitando el larismo [movimiento poético promovido por el chileno Jorge Teillier], visto desde el desastre de las zonas de sacrificio y desde la integración de los seres humanos a la naturaleza.

Por otro lado, también es preciso complejizar la imagen del centro. Si bien nunca me interesó vivir en Santiago (no es mi espacio vital, incluso por cuestiones de clima), creo que hay muchas provincias en esta megaciudad. Es verdad que en un país como Chile se concentra el poder político, económico y cultural en dicha región, pero cuando uno hace un encuadre, incluso dicha escena de poder es diminuta. Diría, además, que desde el punto de vista del pensamiento poético —dentro de lo que yo conozco—, es bastante precaria. De todos modos, nunca ha sido un “asunto” para mí ser provinciano. Quizá porque vengo de Valparaíso. Mis vínculos poéticos consistían en conversaciones con Rubén Jacob, Ennio Moltedo, Ximena Rivera y, en Santiago, con Elvira Hernández y poetas de mi edad. Durante la pandemia, nos reuníamos los viernes por Zoom con un grupo de amigos; llamamos a esa reunión “Fértil Provincia” porque nos encontrábamos en diferentes partes de Chile. Me gusta eso: pensar en la fertilidad de la provincia, en la potencia de las relaciones que se crean en espacios pequeños, en las posibilidades de organización y de reconocimiento mutuo. Un hábitat creado desde la amistad, en lugares a escala humana. Creo que la lectura por el “Apruebo” que hicimos los poetas de Valdivia resultó hermosa; si consideramos que es una ciudad pequeña en cuanto a población, es llamativa la diversidad de escritores que construyen un espacio vital. A pesar de las escuelas creativas y del intento de profesionalización, todavía podemos ver que la escritura poética construye una zona donde cualquier persona puede escribir, perfilar un oficio y una mirada. La poesía permite esa continuidad y esa diversidad a lo largo de Chile.

 
 


«Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)».
Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.
Responsable: Rodrigo Landau.

 

 

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Jorge Polanco Salinas: No una imagen justa, sino justamente una imagen
Por Yanko González Cangas
Publicado en Periódico de Poesía UNAM, 20 de febrero de 2023