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ETNOGRAFÍA PERSISTENTE:
PEDRO LEMEBEL O EL PODER COGNITIVO DE LA METÁFORA
Por Yanko González Cangas
Doctor en Antropología Social y Cultural, profesor e investigador del Instituto de Ciencias Sociales
de la Universidad Austral de Chile.
Casilla 567, Valdivia-Chile.
E-mail: ygonzale@uach.cl
Publicado en Revista Atenea N° 496– II Sem. 2007
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Hace diez años escribí lo que, hasta ese momento, era una de las escasas notas críticas en revistas universitarias sobre la obra de Pedro Lemebel. El artículo, titulado “Loco afán: Una bella etnografía sobre el dolor marica” (González, 1997), tenía la particularidad de imitar la escritura de Pedro, acercándose lo más posible a lo que me parecía un grueso aporte estético inscrito al interior de la crónica en Chile: la construcción de un nuevo alfabeto a partir de la adjetivación enrarecida, el hipérbaton, cientos de neologismos “emic” y una lucha frontal en contra de la economía del lenguaje. Aunque esta paráfrasis estética (o mimesis crítica) para hablar sobre el texto resultó un avance para conocer y reconocer la obra de este autor, la promesa del título de mi trabajo no se cumplió del todo.
¿Qué había de etnografía en la obra de Lemebel, particularmente en sus crónicas? O, lo que es lo mismo, ¿cuánto de observación participante con pretensiones cognitivas había en sus escritos y qué espesor tenían sus aportes sobre la descripción de exóticas (sub)culturas subalternas para el consumo metropolitano? Pues bien, esta nota pretende cumplir parte de los objetivos –no del todo resueltos– en mi anterior trabajo tomando como soporte la última obra de Lemebel (2005), Adiós mariquita linda.
El hecho lo relata Rosaldo (1989), pero puede ficcionalizarse fácilmente: Claude Lévi-Strauss, ya cansino, se encuentra con un físico, Premio Nobel, entre una conferencia y otra. El físico le espeta a Claude: –¿qué han descubierto los antropólogos? El autor de “Lo crudo y lo cosido” –y del mejor epigrama de un antropólogo: “odio los viajes y los exploradores”– ganaba tiempo, mientras miraba de un lado a otro. –Tú sabes –le dijo el físico– las propiedades o las leyes sobre otras culturas. ¿Te refieres a algo como E=mc2?, le dijo Lévi-Strauss. Sí, contestó el Premio Nobel. –Bueno, no hemos descubierto leyes, pero existe algo que sabemos con seguridad: reconocemos una buena descripción cuando la vemos.
Este aserto revela precisamente uno de los entuertos que ha enfrentado la antropología en estos últimos años. Primero, qué distingue y valida esa descripción –lo que en nuestro gremio llamamos representación– como científica, válida, y para qué será usada. Segundo, ¿qué autoridad y autoría se atribuye el “nosotros” para describir al otro: ¿quién es el nativo? El entuerto es de larga data y ha sido resuelto a contrapelo y con heridos graves: finalmente la descripción etnográfica es un género literario y, lo que es peor para nuestro gremio, es un género contrahecho, tributario de otros, especialmente de la crónica y, en América Latina, del muy castizo “costumbrismo”. La antropología chilena en particular ha problematizado desde hace al menos una década estos y otros temas (González, 1995; Richard, 2003), pero ha sido incapaz, más allá de contadas excepciones, de levantar un conjunto referencial de textos escritos o visuales con tradición investigativa sistemática, sobre “sus otros” –indígenas y rurales, sus decimonónicos “objetos” de estudio– que puedan tener la eficacia comunicativa y cognitiva de Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet (1968)
o El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas. Entrampados en el discurso regulador remoto –típicamente la narración omnisciente en tercera persona– con acentuadas pretensiones cientificistas, no han hecho más que ahuyentar tanto al lector lego como al especializado.
Una buena parte de las más potentes descripciones e interpretaciones sobre las distintas alteridades que se han articulado en nuestro país provienen de géneros anteriores al etnográfico, de voyeurs autodidactas con plumas sin el corsé cientificista. De ahí la importancia antropológica que adquiere la obra cronística de Lemebel. Las ciencias sociales típicamente llama a estas fuentes “secundarias o terciarias”, es decir, que sólo son capaces de testimoniar lo que se ha construido con el método científico y su retórica de representación positivista. Por tanto, pasan a ser un decorado de los hallazgos principales. Para una buena parte de la antropología sociocultural resulta claro que si se filtraran por esas monografías al menos dos párrafos de algún “costumbrista menor”, vislumbraríamos de inmediato las fricciones y topologías culturales que estaban en juego, por ejemplo, a mitad del siglo XIX entre el mundo rural y el urbano, narrados por Pedro Ruiz Aldea (2000 [1894]) en “Los provincianos”.
En esta dirección –de ahí su especificidad– hay algo en la obra y la escritura de Lemebel que constituye una anomalía, tanto en la tradición literaria costumbrista del siglo XIX, en la cronística del siglo XX, como en la escueta etnografía escrita en Chile: su condición de actor social gay, urbano-popular e ilustrado; “nativo” a la vez que observador. Todo ello convierte sus escritos en documentos excepcionales, no sólo como “fuentes” (datos secundarios), sino también como trabajos analíticos de primer orden. Adiós mariquita linda, con más soltura del yo y experimentalidad, sigue constituida por esa argamasa del voyeur nativo que ventila mundos próximos con la dosis de extrañamiento necesaria para convertirlo en una sólida estética de la descripción y, fundamentalmente, de la interpretación.
A estas alturas sabemos de la ficción mediadora del método para objetivar la observación como verdadera, recayendo en la retórica y la persuasión argumental y estilística la función de construir ya no verdad, sino verosimilitud. Y Lemebel, en esta su última obra, cumple con esta premisa: el poder cognitivo de la metáfora. En la crónica “El abismo iletrado de unos sonidos”, por ejemplo, logra con eficacia situar la agonística entre oralidad y escritura. Diferencias que, como siempre, occidente y las clases dominantes transformaron en desigualdades. Al recorrer los pliegues del choque cultural entre conquistadores y originarios o entre elites ilustradas y bajo pueblo, ciertamente la oralidad aparece como una resistencia cultural que niega a domesticarse. Occidente, a través de su historiografía que ve el documento como “monumento” – base única “de lo que realmente ocurrió”– ha combatido la plasticidad de la oralidad, no sólo porque entraña el peligro de la subjetividad perpetua, lo evanescente e inestable, sino porque es incapaz de soportar verdad científica y mantiene una peligrosa alianza con la memoria, ese “Pepe Grillo de la historia”, respondón y subversivo, que democratiza el control y la fijación del recuerdo. ¿Se puede decir de otra manera? Sí, como Lemebel: “Nuestro logo egocéntrico que cree almacenar su memoria en bibliotecas mudas, donde lo único que resuena es la palabra silencio”. He ahí una metáfora trabajando.
Quizás, la particularidad etnográfica de Lemebel en este libro es su desplazamiento hacia la síntesis: la descripción de la mano con un plan hermenéutico trazado. Varios corpus están teñidos de este sincretismo, no sólo en “El alfabeto iletrado…”, sino también y maravillosamente en “La momia del cerro El Plomo”. Esta pieza constituye, sin duda, un ejercicio metodológico para la arqueología, a cuya meta –“sacarle el habla” a las materialidades pasadas– mis colegas llegan con la misma dosis de imaginación, pero con sopor y escasa eficacia comunicativa. Si el autor no hubiera cifrado a pie de página que la crónica era una interpretación libre de los hechos –sino, una especulación esclava de los mismos– y le hubiese agregado una batería de referencias bibliográficas a modo de “joyas pedantes”, el texto es un artículo de divulgación científica a lo menos, singular. He ahí el poder cognitivo de la metáfora.
En razón de la extensión, nos detendremos en algunos corpus que, en sus frecuencias, ayudan a resolver los vacíos de mi reseña crítica de 1997. Las tres crónicas que componen “Pájaros que besan” (sumaría a ella “Ojeras de trasnochado mirar”), se constituyen como una observación espesa sobre un sujeto joven plural, invisibilizado por la saturación indagatoria de lo social, que ha construido un estereotipo de lo juvenil metropolitano y criminal (“joven-pro-blema”) articulado en torno a su revés: el joven reality-emprendedor y optimista. La textualidad de Lemebel revela los dispositivos diferenciales en los que se asienta la condición juvenil en territorios y trayectorias biográficas diversas. Un inédito rapero de Llanquihue cesante –Wilson–; un joven rural vendedor de maní –José-; un chico obrero de la “contru”; otro militante y una horda de prostitutos púberes, complejizan la caricatura de las encuestas. Estos retazos de biografías juveniles en el Chile de hoy resultan democratizadoras por la operatoria: el autor no viaja de la estructura social a los sujetos para explicarlos, sino parte de la carne y sangre para otear espacios microscópicos de su vida cotidiana trenzados en el azar por la afectividad. A su vez, pone en circulación a actores omitidos, desvelando una legitimidad identitaria equiparable a la de género, la étnica, o la de clase –la generacional–, lo que incide en la deconstrucción de los estereotipos.
La resolución etnográfica es desigual, pero tiene en “Eres mío, niña” una metáfora desenfadada para comprender algunas claves de las prácticas simbólicas hiphoperas: no penetrando la tribu, sino dejándose penetrar, literalmente, por su informante y sus semas, quien le traduce los sticks grabados en el muro o le activa la genealogía rapera del jeans “a medio culo” o la zapatilla carcelaria sin cordones: “esos trailer de zapatillas que los chicos adoran como novias, sus queridas zapatillas que las cuidan como otro par de pies suplentes y son para ellos el andamio callejero que los transporta…” (Op. cit., 28). Al ritmo de un scratch oral, termina coproduciendo una fresca canción sentimental, que el autor transcribe. Similar potencia cognitiva revela “Ojeras de trasnochado mirar” que compone en sólo tres páginas casi una antropología diacrónica del comercio sexual adolescente santiaguino, a partir de los ejes de clase, género y nación. Allí revela las transformaciones del intercambio pagado de “fluidos y toques” en estos espacios geoculturales, bajo la retinamemoria del autor:
los chicos de la plaza las saben todas, las conocen todas, las vivieron todas, subiendo y bajando de departamentos, donde el dejarse penetrar vale una chaqueta de mezclilla Levis. Total, ya pasó la época en que el activo montador, valía oro, cobraba en oro, se hacía pagar muy bien sus atributos erectos. Ahora, el cambalache neoliberal de los cuerpos prostitutos, relativizó el valor del falo diamante, por la plusvalía del orto masculino (Op. cit., 177).
En medio de la obra aparecen una serie de piezas gráficas que, bajo el título de “Bésame otra vez forastero”, encuentran su lugar como la contracara de la descripción anárquica, dibujando a carboncillo –cual naturalista– el paisaje humano viajado por dentro. Sin embargo, antes, una suerte de pequeña nouvelle –“Chalaco amor”–, aparentemente más cerca del yo que de los otros –y de los objetivos cognitivos de la etnografía– deja entrever un replanteo crítico del catequismo patrio. El arranque de este texto es una intelección que augura un violento proyecto escritural: la búsqueda de “identidades extranjeras” – “metecas”– cribadas y sufridas por el imaginario etnocéntrico del prejuicio y la arbitrariedad del “lugar” como dador de legitimidad xenófoba. Por cierto, otros textos circulan en la obra –cuestión a parte son las tres noches (“quiltra”, “payasa” y “coyote”), cuyas pretensiones cognitivas son más débiles. En esta dirección, si bien el conjunto de Adiós mariquita linda, remodula su afán etnográfico –clave, desde mi punto de vista, en la obra de Pedro–, con un repertorio heterodoxo de representaciones, lo hace con la reflexividad interpretativa propia del que necesita saturarse de estudiar y representar al otro cultural, hasta llegar oír esa voz “a la que suele dársele el nombre de silencio”. Situado en la historicidad, al autor se deberá recurrir como fuente primaria, cuya particularidad es la enorme capacidad de observación participante –tan cara para la antropología– y cuyo mérito mayor –tan codiciado por la ciudad letrada– es el de decir por medio del decirse.
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REFERENCIAS
- Arguedas, J.M. 1971. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Buenos Aires: Losada.
- Barnet, M. 1968. Biografía de un cimarrón. Barcelona: Ariel.
- González, Y. 1995. “Nuevas prácticas etnográficas: El surgimiento de la antropología poética”. Alpha 11: 63-81.
————. 1997. “Loco afán: Una etnografía sobre el dolor marica”. Alpha 13:155-168.
- Lemebel, P. 2005. Adiós mariquita linda. Santiago de Chile: Sudamericana.
- Richard, N. (Ed.). 2003. Movimiento de campo. En torno a cuatro fronteras de la antropología en Chile. Guatemala: ICAPI/ Centre d’ Etudes - Interdisciplinaires Fait Religieux, CEIFR-EHESS.
- Rosaldo, R. 1989. Cultura y verdad. México: Grijalbo.
- Ruiz Aldea, P. 2000 [1894]. Tipos y costumbres chilenas. Concepción, Chile: Editorial Universidad de Concepción.