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Yanko González: el poema bajo sospecha
Por Diego Zúñiga
Publicado en Revista Santiago, 26 de Septiembre de 2019
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Nunca fue fácil conseguir los libros de Yanko González (1971). Tampoco son muchos, es cierto, pero sí durante años se convirtieron en pequeños objetos de culto, publicados todos por Ediciones El Kultrún, de Valdivia, con diseños muy cuidados, en los que González fue desperdigando su escritura: comenzó a fines de los 80 pero recién se hizo pública en 1998, cuando apareció Metales Pesados, poco antes de que terminara esa década que lo ubicaría, literariamente, junto a un grupo de poetas que había debutado en esos años. Una generación —la del 90— con la que Yanko González nunca se sintió realmente cómodo, aunque con los años descubriría complicidades con algunos de sus autores: Germán Carrasco, Andrés Anwandter, Leonardo Sanhueza.
Metales pesados, entonces, fue el inicio: un libro de poemas en el que González convocaba una serie de voces de la calle que se entrecruzaban para dar forma a un tejido complejo en el que la ironía, la violencia y el lenguaje coloquial sostenían el centro del poema. Era el resultado de años de escritura, pero también de su trabajo y formación como antropólogo. Un cruce de lecturas y texturas:
allí es donde se transa el buen Toscano/ el remedio para el
parkinson/ los mejores Tonariles/ Que se paren los muleados por
papito/ cuadras vacías/ todos dulces/ todos chatos.
Tras la publicación de Metales pesados vinieron lecturas, elogios, tesis, y tuvieron que pasar casi 10 años para su siguiente libro, Alto Volta (2007), que recibiría el Premio de la Crítica. En medio, junto a Pedro Araya, publicó la antología ZurDos: Última poesía latinoamericana (2004), en la que reunió a poetas como Fabián Casas, Malú Urriola, Germán Carrasco y Luis Chaves. En medio, también, Yanko González desarrolló una vida académica como antropólogo en la Universidad Austral, donde llegó a ser decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades.
Cuando dejó el decanato hace un par de años, supo que necesitaba tiempo para volver a la poesía, para volver a escribir. Había publicado en 2011 un adelanto de un nuevo libro titulado Elábuga (Kultrún) —donde abundaban las historias de suicidas—, pero no lograba encontrar el espacio para regresar a la poesía y para avanzar, además, en su última investigación: un libro sobre las juventudes y el fascismo en Chile y España.
Por eso, cuando apareció hace dos años la posibilidad de hacer un posdoctorado en Inglaterra, no lo dudó y partió a la Universidad de Newcastle, donde lo nombraron profesor invitado. Allá, lejos, ese libro inconcluso que era Elábuga encontró un final. Y también apareció otro libro, Torpedos.
De todo esto, en Chile, se enteró Vicente Undurraga, director literario de Penguin Random House, y le propuso hacer una antología de su trabajo: seleccionar poemas de sus dos libros más importantes, más este material inédito. Y así, entonces, nació Objetivo General (Lumen), esta suerte de poesía reunida de Yanko González que se presentará este sábado 28 de septiembre en el Festival de Autores, en el GAM.
En uno de los poemas de Torpedos, se lee: “donde dice línea, es forma. donde colores, texturas y donde ritmo, orden. qué es el arte. colgar en un muro las cosas que alguna vez te hicieron daño”.
—Creo que todo este conjunto de poemas compone un registro bastante representativo de mi escritura hasta el momento —dice Yanko González desde Inglaterra, pocos días antes de volver a Chile—. De ahí el título, que más que una pulla antinerudiana al Canto General, quiere ser una risa algo negra sobre el sinsentido de lo obrado y lo alcanzado hasta ahora.
—Claro, es un título que se ríe de esa idea de andar calculando y planificando todo, ¿no?
—Sí, creo que el título destila en varias zonas ese hastío de no tener vida pero “tener proyecto”, incluyendo todas sus derivas carcelarias, como proyectarse, el proyectémonos o la propia “proyectología”, esa cadena perpetua para la supervivencia no solo del estar sino del ser. En cualquier caso y como es obvio, cada libro incluido en esta obra reunida tiene su fraseo, sus hipótesis y problemas propios, pero el título responde en buena medida a lo que he escrito y quizás es una pista o eslabón para leer los nuevos textos —Elábuga y Torpedos—, donde los poemas sospechan de su poeta, algo que desde mi primer libro me ha interesado enormemente.
—¿Y de dónde crees que viene esa sospecha?
—Tiene que ver con esta suerte de formación un poco omnívora que he tenido, de siempre estar leyendo o empapándose de todo, es una suerte de curiosidad, y la curiosidad tarde o temprano te lleva a por lo menos descubrir o constatar que no hay verdades, sino verosimilitud, y esa verosimilitud es sumamente fugaz, porque siempre está con una fecha de caducidad, es decir, lo que ahora nos puede parecer bello, excelso, inmutable, está sujeto al tiempo, irremediablemente.
—¿Y eso cómo lo descubres en la poesía?
—Creo que cuando comencé a leer poesía —que supuestamente era una escritura que se hacía con el corazón en la mano—, también descubrí que estaba sujeta a esa vulnerabilidad. En el fondo, a no ser leída como una verdad que se escribe con el corazón en la mano, sino como algo no solo ficticio sino también impostado, repleto de espejismos y estafas biográficas… Eso lo vi en la poesía y en muchas otras cosas, y comenzó desde el primer momento a estar presente en lo que yo hacía.
—Algo que caracteriza tu trabajo, y que se aprecia de forma muy clara en Objetivo general, es ese ejercicio constante que haces de convocar otras voces, otras escrituras, otras disciplinas en tu poesía. ¿De dónde surge ese interés?
—Mira, aventuro —y no es una idea para nada nueva— que el problema de la poesía chilena, como en tantos otros lugares en el presente, es el esfuerzo denodado, enfático e inconducente de no parecerse a nadie. El afán imperioso de originalidad se está llevando lo mejor que tienen adentro. Ello calza a la perfección con un modelo privatizador, donde la competencia ha craquelado hasta el último lazo de solidaridad: escribir para borronear al otro, no para homenajear su existencia. Con altos y bajos, pero desde mi primer libro, he intentado hacer poemas con gente, con nombres y vidas, en buena parte transliterario, poroso, en el sentido de anteponer esas vidas y voceos, al mandamás del yo lírico, evitando en lo posible aquellas gárgaras de escribir la escritura.
—¿No te interesa mucho esa metaescritura?
—No sé, algunas veces cansa darse cuenta que los mejores poemas de John Ashbery son los que describen cómo es leer un poema de John Ashbery. Y claro, por otro lado y con tan pocos lectores de poesía, siempre estamos en riesgo de convertir esto en una “sociedad de bombos mutuos”, de inciensos y palmoteos publicitarios.
***
Yanko González nació en Buin y vivió una buena parte de su vida en San Bernardo hasta que se fue a estudiar al Internado Nacional Barros Arana, en los 80. En ese lugar iba a escribir sus primeros poemas, aunque había descubierto la poesía mucho antes, en una pieza al fondo de su casa, que se terminó transformando en algo parecido a una biblioteca: cientos de libros de la editorial Quimantú que se acumulaban ahí, en ese cuarto lleno de herramientas y muebles viejos.
Esos libros no deberían haber existido, pero estaban ahí, guardados, escondidos. El padre de Yanko González los había salvado del fuego. Para el golpe de Estado trabajaba como chofer de la editorial Universitaria, acarreando libros. Era joven, estudiaba Contabilidad, se había comprado una camioneta y hacía algunos pitutos, como ese. Después del 11 de septiembre, lo mandaron a quemar un montón de libros, cientos de libros que tuvo que echar en su camioneta y partir. Pero no lo hizo.
—Esos libros terminaron en mi casa —cuenta González—. Toda la colección Cormorán, todos los libros que habían aparecido de Lihn, de Parra, la colección que dirigía Pedro Lastra. Todo eso terminó en un cuarto de atrás de mi casa, y cuando tenía ocho, nueve años, los fui leyendo.
Primero sería la lectura, y luego se lanzaría a escribir sus propios poemas, cuando estuviera en el internado y descubriera que ahí había una tradición literaria —y una biblioteca imponente—: las figuras de Nicanor Parra y Jorge Millas eran un pequeño mito, por lo que la literatura tenía un lugar primordial.
Pero eran los años 80 y no todo podía ser literatura, o al menos así lo entendió Yanko González, rápido, que empezó a tener también una activa vida política. Fue militante de las juventudes socialistas Almeyda en dictadura —que era una facción marxista-leninista del PS— y también dirigente estudiantil.
—Fui vicepresidente del Centro de Alumnos del INBA, tenía un afiebramiento político total, entre el 85 y el 89, y lo combinaba con la poesía, pero era más importante la política —explica González—. Ahora, cuando se toman los socialistas renovados el partido, yo lo abandono, y eso coincide con la caída del Muro de Berlín y la transición, y ahí me quedé huérfano. Creo que todo eso hizo que enfatizara mi otro camino, mi camino literario.
Ya en ese entonces empezaría a escribir algunos de los textos que luego serían parte de Metales Pesados. Y tomaría una decisión fundamental en su vida: ir a estudiar al sur, a Valdivia, sin saber que ese territorio se terminaría convirtiendo en algo parecido a una patria.
—Recuerdo haber ido en los 80 a Valdivia y me sorprendió mucho toda la actividad política en la universidad, era muy potente. Así que me fui y me quedé allá. Estudié, trabajé, durante muchos años hice talleres de poesía en poblaciones, en ese mundo urbano popular rural, como lo llamaban. Toda esa experiencia fue muy importante para lo que iba a escribir.
Se instaló en Valdivia, pero de vez en cuando volvía a Santiago, y en esos viajes, a veces, lo invitaban a leer poesía. Y esas lecturas —de un joven e inédito Yanko González— iban a ser un anuncio importante de su proyecto poético. Porque escuchar una lectura de Yanko González ya era en ese momento una experiencia singular, una lectura performática que le daba una vida especial a sus poemas y que lo sigue haciendo. Revisen en YouTube o en Vimeo los registros de lecturas que ha dado González y entenderán que esa experiencia enriquece, sin duda, la comprensión de su proyecto.
—El tema de la oralidad es algo que siempre ha estado muy latente en tu poesía y que se hace muy vivo, además, en tus lecturas performáticas.
—En el prólogo que le escribí a la antología de Mauricio Redolés que salió en Lumen —El estilo de mis matemáticas—, me detengo en ese tema de la oralidad y la poesía chilena. Hago una genealogía, de hecho. Y, claro, hay cosas en las cuales te quedas pegado, una suerte de patria que es tu infancia literaria, y eso me pasó con los textos de Metales Pesados, en los que había una apuesta grande por el sonido y el sentido, y eso que comenzó con esa apuesta terminó perviviendo en lo que yo hacía, porque me di cuenta de que no era un procedimiento ni una estrategia, sino que era parte de mi ethos como sujeto.
—En los 90 debe haber sido extraño igual esa lectura performática, ¿no? Tengo entendido que después de los 80 ese tono había bajado en algún sentido.
—Era un escenario muy cabrón. Ahora hay slam, rapeo, freestyle, pero entonces no había nada de eso. No era algo bien mirado, porque en los 90 el texto se defendía en el papel. Era difícil, y por lo tanto yo vi que una de las opciones era censurarse y leer los poemas lo más neutral posible, pero entendí también que eso era ser absolutamente desleal conmigo, porque en el fondo esos poemas habían sido escritos intentando capturar esas sonoridades, intentando cantar y encantar, habían sido escritos tratando de capturar esa melopea que yo la escuchaba y que las recreaba, por tanto las lecturas debían ser consistentes al transparentar esos ritmos, esas melopeas, esos sentidos al lector-espectador.
—Y ya que estamos pensando en los 90, ¿cómo miras hoy a esa generación? En varias entrevistas has contado que nunca te sentiste muy cercano, pero que luego aparecieron algunas complicidades.
—Con los poetas surgidos en los años 90 en Santiago, y con la excepción de Germán Carrasco —con quien sentí y siento una cercanía y afinidad barrial y expresiva—, no tuve una relación de “comunidad” literaria o política. Quizás porque me fui de esa ciudad muy joven o me preocupaban las apuestas estéticas y vitales de poetas anteriores o alejados de la capital, o de Chile.
—¿Para ti no existían afinidades estéticas con ellos?
—Creo que tenía que ver con mis propias búsquedas. Escribía Metales Pesados, venía de una experiencia política intensa, como un actor secundario, venía con eso, y venía de un vínculo entre la literatura y la realidad muy distinto a lo que empieza a ocurrir en los 90. Por lo tanto, mi primer acercamiento en realidad fue con la generación anterior, con la que me vinculé: Sergio Parra, Pedro Lemebel. Con ellos fue un acercamiento natural, pero también en busca de un refugio. Y ahí descubro los trabajos de Malú Urriola, de Carmen Berenguer, que me encantaron. Lugar de origen de Jesús Sepúlveda, lo que estaba haciendo Redolés cuando llegó desde el exilio y los poetas del sur, claro. Pienso en Maha Vial, Jorge Torres, Clemente Riedemann, Rosabetty Muñoz y Egor Mardones.
—Dentro de todos esos poetas que mencionas, tú casi siempre fuiste el menor en términos de edad.
—Sí, no sé por qué. Lo que pasa es que también hay que ser honesto: mi primera actitud en ese momento, porque venía de una formación política, era peleadora con mi generación, no pasiva. Mi actitud no era de: bueno, que todos escriban lo que quieran, si total entre más diverso el jardín, más bello… No, era una actitud beligerante, descalificadora, y tenía que ver con cómo se relacionaban con el callejeo. Buena parte de esa generación noventera me parecían conservadores en lo literario, sin riesgo y como buscando en las nubes lo que yo creía que había que buscar en los pies. Yo buscaba el callejeo y encontraba a gente que estaba callejeando, que le estaba tomando el pulso a lo que ocurría, que eran los de la generación anterior. Me interesaba no el interno del poema, me interesaba el entorno del poema.
—Pero luego descubriste que sí había afinidades con algunos de esos poetas de tu edad, ¿no?
—Con las y los poetas de los 90 nos íbamos topando asiduamente en festivales, encuentros y lecturas, pero no fue sino hasta casi una década más tarde, cuando comienzo a leer concienzudamente sus trabajos. Lo que pasa es que los primeros libros de varios de estos autores no estaban de ninguna manera en mi horizonte de interés, pero las obras que comienzan a publicar posteriormente me comienzan a llamar la atención y algunas de ellas me parecieron notables, especialmente las publicadas por Leonardo Sanhueza —uno de sus últimos libros, La juguetería de la naturaleza, es excepcional—, Andrés Andwandter o Alejandra del Río. Los libros posteriores de varios poetas de los 90 situados en Santiago tienen un vuelco para mí sustantivo, al punto que creo que uno de los libros de poesía —yo lo leo así– importantes en estos últimos años es Facsímil de Zambra. Era con ese Zambra, experimental, arrojado, imprudente, con el que yo quería dialogar hace 25 años, pero no se pudo, estábamos en otra. De cualquier manera, igual me alegra enormemente, pues prefiero eso a muchos que empezaron de incendiarios y acabaron como bomberos.