Por Víctor
Montoya
Ésta es la
fotografía de Alicia Plearse Liddell, la segunda hija del rector de la
Christ Church College de Oxford, donde Lewis Carroll ejerció la
cátedra de matemáticas y lógica, a poco de haber cursado estudios de
teología y ciencias exactas en una de las instituciones más
prestigiosas de Inglaterra.
La fotografía, que
revela a Alicia disfrazada de niña mendiga, fue tomada hacia 1860,
época en la que nuestro afamado escritor, cuyo verdadero nombre era
Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), dio muestras de poseer una
inteligencia capaz de romper la lógica formal y penetrar en el mundo
fantástico de la imaginación infantil, donde él mismo se sentía como
un niño grande y juguetón, cargado de una cámara fotográfica que le
permitía trabajar en condiciones análogas a la de los pintores, no
sólo porque empleaba trípodes para fijar las imágenes, sino también
porque jugaba con la luz y la sombra en procura de atrapar la imagen
en su punto más preciso.
De la serie de
fotografías de niñas que hizo Lewis Carroll, probablemente ésta sea la
más sugerente, la que mejor nos acerca a la protagonista principal de
sus cuentos, pues nos muestra a una Alicia modelo, posando ante la
cámara que la registra entera, con el pie izquierdo apoyado en la
tapia y enseñando un objeto esférico en el cuenco de la mano. La niña
está apoyada contra la pared ligeramente desconchada y en medio de las
trepadoras habidas en el patio de la casa donde vivía la familia
Lideell. Alicia, al igual que los niños mendigos en las novelas de
Charles Dickens, lleva un vestido precipitándose en jirones,
mientras las hilachas se le desparraman a la altura de las rodillas.
No obstante, a pesar de su aspecto de niña pobre, luce unos ojos
serenos y transparentes, cuya mirada dulce irradia un aura de
inocencia sobre su rostro angelical.
¿Qué pensaría
Lewis Carroll? ¿Qué Alicia era un personaje arrancado del mundo de la
ficción o la abstracción onírica de un amor platónico? Nunca se
llegará a saber, salvo el hecho de que este matemático de espíritu
infantil, que mostró el asedio tenaz de su rigurosa sobriedad
intelectual, es el autor de dos de los libros más famosos de la
literatura universal.
Los biógrafos
cuentan que este pastor anglicano, solterón y retraído, tenía una
profunda sensibilidad humana y un gran interés por los niños, quienes
lo aceptaban como un compañero más en el laberinto de sus juegos, a
condición de que les encantara con sus cuentos de Nuncanunca, mientras
trazaba extrañas figuras sobre el papel, a modo de ilustrar las
ocurrencias de su fantasía; un talento de cuentista y dibujante que se
plasmó definitivamente aquella tarde “soleada y gloriosa” -según los
meteorólogos “fría y lluviosa”-, de un 4 de julio de 1864, en que
salió a dar un paseo en bote por el río Isis, en compañía de Alicia
Liddell y la hermana mayor de ésta. Fue entonces, en un Londres de
aire húmedo y cielo gris, cuando nació el cuento de “Alicia en el
país de las maravillas”, como nacen las obras maestras tras una
larga meditación
Recuerde el lector
que todo comienza cuando Alicia, según la representación onírica de
Lewis Carroll, está a punto de quedarse dormida bajo la copa de un
árbol. De súbito, oye una voz: “¡Oh, señor, va a llegar tarde!”.
Alicia abre los ojos y divisa a un conejo blanco que lleva un reloj
con leontina en el chaleco, guantes de cabritilla en una mano y un
abanico en la otra. Alicia, quien jamás ha visto un conejo que habla y
viste como la gente, lo sigue hasta una madriguera, donde ella se
hunde bruscamente sobre un montón de ramas y hojas secas; claro está,
la madriguera está hecha de magia y fantasía, porque mientras Alicia
bebe el contenido de una botella, que lleva una etiqueta con la
palabra: “bébeme”, decrece tanto que siente apagarse como una vela.
Cuando come un pastel, cuya etiqueta dice: “cómeme”, crece con
desmesura y siente que el cuello se le alarga como el mayor telescopio
del mundo.
Así se suceden las
aventuras en el país de las maravillas, sin que Alicia esté
impresionada por las relaciones extrañas que mantienen los animales,
las plantas y las cosas, hasta que por fin sale del sueño para meterse
en otro a través del espejo. Es aquí, en el país del espejo, donde
Alicia hace de reina encantada, queriendo cruzar los escaques de un
gigante tablero de ajedrez, donde aparece el caballero blanco, montado
sobre un corcel ataviado con arreos de guerra, dispuesto a defenderla
de las amenazas del caballero rojo, quien quiere convertirla en
prisionera. Pero como el caballero blanco, que representa a Lewis
Carroll, no está resignado a perder a su reina, se enfrenta al
caballero rojo en un feroz combate, hasta cuando Alicia, en medio del
relincho de los caballos y el choque estridente de las lanzas y
armaduras de hierro, celebra la victoria del caballero blanco, quien
le salva la vida y la hace su reina por el resto de sus
días.
Lewis Carroll
descarga su tensión en el mundo de los sueños y juega con las
dimensiones de sus figuras, inspirado en sus conocimientos de
matemáticas y lógica formal. Otro elemento lúdico manejado con
maestría es el lenguaje, un lenguaje que relativiza hasta los aspectos
más sólidos de la realidad, que se escamotea por medio de sinónimos,
homónimos, seudónimos, curiosidades y paradojas científicas, un juego
lingüístico que lo sitúa entre los precursores del dadaísmo y el
surrealismo. A pesar de todo, el gran valor de Lewis Carroll estriba
en que no escribió manuales de historia ni zoología, sino libros que
recrean la imaginación de los niños, sobre la base de un mundo
ficticio donde se confunden la realidad y la fantasía.
Lewis Carroll fue
el artista de la palabra, del dibujo y la fotografía, en tanto Alicia,
la hermosa y tierna Alicia, fue la musa que lo inspiró. Sin ella,
probablemente sin esta niña en blanco y negro, nunca hubiésemos tenido
la oportunidad de conocer esas magníficas obras tituladas: “Alicia
en el país de las maravillas” y “Alicia a través del
espejo”, dos joyas literarias que se destilaron en la mente de
quien, además de dominar las leyes abstractas de las matemáticas, el
álgebra y la geometría, sabía encandilar la fantasía de los niños con
cuentos que sólo él podía inventar a las mil maravillas.
Hasta aquí todo
parece estar revelado, excepto el misterio que encierra esta imagen
captada en el país de la fotografía.