Por
Víctor
Montoya
Tú, yatiri aymara,
eres el testimonio vivo, mágico y palpitante de una cultura milenaria;
eres el sabio, curandero, adivino y líder espiritual de tu ayllu*,
cuyas tradiciones y conocimientos, probados en actos rituales
mágico-religiosos, te fueron transmitidos de generación en generación
y de boca en boca.
Tú, apocalípticamente
colosal y absorto en la Vía Láctea, como hubiera dicho el pintor
que te retrató, arrojas con la mano derecha las hojas de la coca sobre
el chal, mientras que con la izquierda, cuyos dedos rociaron el amargo
brebaje a los cuatro vientos, dibujas signos tan misteriosos como tu
propia vida. En el fondo del paisaje —lejos de tu wallqepu,
vasija de barro, pan y sombrero—, se divisa la tenue línea del
horizonte, donde se junta el lago sagrado de los incas con el
majestuoso cielo del altiplano. Las tres mujeres, sentadas en el suelo
y ataviadas con prendas de llamativos colores, te observan en actitud
de admiración y respeto, esperando que las hojas de la coca respondan
sus preguntas y despejen sus dudas.
Visto de cerca,
pareces un aparapita metido a tata yatiri, pues tienes los pies
descalzos, los pantalones remendados y el poncho que, más que poncho,
es un harapo tendido sobre tus hombros; luces el rostro barbado, la
melena desgreñada y el porte de un marinero en tierra, y, aunque
tienes hincada una rodilla y la espalda encorvada como un arco, no
posees el aspecto de un indígena aymara —orgulloso de su raza—, sino
la apariencia de un criollo que aprendió a leer los misterios del
universo en las hojas de la coca.
Tú, yatiri aymara,
conoces el origen y el destino de la coca, como el hombre conoce el
anverso y el reverso de la mujer amada, pues según cuenta la leyenda,
las hojas de la coca son los residuos de una doncella presumida, quien
solía burlarse del amor de los hombres a poco de ofrecerles su cuerpo
y sus encantos. Entonces los yatiris y amautas, en su afán de evitar
que los hombres perdieran la cabeza y se quitaran la vida lanzándose
al precipicio, solicitaron la muerte de la doncella, cuyo cuerpo fue
seccionado y enterrado en los descuelgues del macizo andino. Al cabo
de un tiempo, en esos mismos lugares donde fueron enterrados sus
despojos, brotaron unos arbustos que tenían la propiedad de adormecer
la mente de los hombres, aliviar las penas del alma y mitigar la sed y
el hambre. Así es como los hijos del Sol empezaron a masticar y
extraer el jugo de las hojas de la coca, no sólo con fines
ceremoniales, medicinales y recreativos, sino también con el propósito
de rendirle culto a la Pachamama, quien tuvo la voluntad de
trocar el cuerpo de la doncella en un prodigioso arbusto, que tú sabes
usar para leer el porvenir de la humanidad y la bienaventuranza de
cuantos recurren al espejo de tu memoria, donde se reflejan las leyes
divinas de tus ancestros y la sabiduría popular.
En ti se deposita,
desde tiempos inmemoriales, el cofre de los secretos de tu
ayllu; representas la verdad y la justicia, y eres el hijo
pródigo que vive invocando a las deidades de la teogonía andina: al
Tata-Mallku y los espíritus protectores del Alaxpacha; a
la Pachamama, los Achachilas y espíritus benefactores
del Akhapacha; a los Supaya y espíritus malignos y
benignos del Manqhapacha. Sólo tú, yatiri andrajoso y ermitaño,
muerto y revivido por el rayo, puedes ver la luz en el caos del
universo, sin entrar en éxtasis ni en trance como los chamanes,
hechiceros y brujos, quienes dicen poseer también poderes
sobrenaturales para curar y hacer maleficios por medio de
procedimientos y rituales mágicos, que no son una comunicación real
con los espíritus del más aquí y del más allá, sino simples actos de
birlibirloque y superchería; la prueba está en que tú puedes mirar en
las hojas de la coca lo que el oráculo sibilino no puede ver en la
bola de cristal.
Tú, conocedor de
medicamentos caseros, eres capaz de curar al enfermo desahuciado por
las ciencias médicas y devolverle el sentido de la razón a quien la
perdió en el laberinto de un amor no correspondido. Sólo tú sabes que
la curación, aparte de ser un rito y un acto litúrgico, es un nexo
entre lo natural y lo divino.
Aunque tienes una
visión aldeana del mundo, porque crees que su eje está en tu marka, no
te cansas de recorrer de pueblo en pueblo, cargando al hombro tu
wallqepu, donde llevas la coca, las plantas medicinales y las
piedras mágicas que vas recogiendo a lo largo del camino. Usas esas
piedras de diversos colores y tamaños como talismanes para liberar el
alma de quienes están sometidos a los maleficios de las artes ocultas
de brujos y hechiceros, y para atraer sobre los sueños toda clase de
bienes y venturas materiales y espirituales.
Por si no lo
sabías, el artista que te retrató respondía al nombre de Arturo
Borda (La Paz, Bolivia,1883-1953), quien, además de poeta, actor y
narrador, fue un sindicalista de ideas anarquistas, un bohemio
empedernido que conoció los infiernos del alcohol y descendió hacia
los bajos fondos del lumpen, en medio de un ambiente hostil que no
supo rescatar su talento sino muchos años después de su muerte, cuando
la crítica de arte en Nueva York, a poco de descubrir su excepcional
vena creativa, lo elevó al nivel de las estrellas pero lejos de la
tierra que lo vio nacer. No es casual que uno de sus cuadros, «Retrato
de mis padres», haya aparecido en el diario The New York Times
en 1965, con una excelente crítica de John Canada.
Algunos dicen que
lo vieron compartir la misma botella con los aparapitas de la
ciudad, en tanto otros aseveran que lo vieron deambular con un aspecto
deplorable, que cualquier hijo de vecino podía confundirlo con un
andariego de la limosna. Sin embargo, casi todos coinciden en señalar
que ese artista, tenido injustamente por loco, era más cuerdo que el
Sancho de Don Quijote y más decente que un caballero de capa y
sombrero, pues el hecho de querer indagar los misterios de la luz y la
oscuridad no es un acto de locura sino de genialidad.
En 1919, con el
dinero que consiguió vendiéndote a una dama de regular fortuna, viajó
a Buenos Aires con la ilusión de exponer y vender sus cuadros en las
galerías porteñas. A su retorno a Bolivia, frustrado por algunos
intermediarios, empezó a abandonar los pinceles y la paleta para
retomar la pluma y el papel, que, en veinte años de silencio y
aislamiento voluntario, le permitieron re-crear su obra literaria
El Loco, que no es la criatura del alma de un perturbado
mental, como parece sugerirlo el título, sino la confesión de una
mente lúcida que se adelantó a la mediocridad de sus
contemporáneos.
Es imprescindible
leer El Loco, que la H. Municipalidad de La Paz publicó en tres
gruesos volúmenes en 1966, para darse cuenta que en sus páginas,
forjadas en el yunque de la realidad y la fantasía, se esconde un
excelente artista de la pluma y el pincel, cuya voz angustiosa y
solitaria se alza como eco desde el fondo de un espíritu atormentado
por la existencia. Nadie conoce los detalles de su vida sentimental,
salvo el hecho de que estuvo enamorado de una monja, que en su
juventud llegó a ser dirigente sindical, que contribuyó a la fundación
de varias publicaciones de izquierda y que se desempeñó como actor y
director de escena de los cuadros dramáticos obreros de propaganda
socialista «Luz y Vida» y «Rosa Luxemburgo».
Así pues, yatiri
aymara, el artista que te retrató fue un hombre de buenos quilates,
como deben ser los grandes talentos que hacen de su vida una obra de
arte, a pesar de vivir asediados por la incomprensión y la ignorancia.
Si me preguntas cómo murió, la respuesta es categórica: falleció de un
modo trágico, después de haber ingerido ácido muriático, más por
equivocación que por un acto suicida, en estado de
ebriedad.
GLOSARIO